jueves, 27 de agosto de 2015

Una jodita al padrecito


Ilustración: Marcelo Marchese

El Club Alberdi fue durante muchos años el corazón de Junín. Allí, de lunes a jueves y con la más absoluta rigurosidad, las diez mesas del salón principal se colmaban de parroquianos todas las noches. Desde el obrero rural al abogado, del almacenero hasta el cura, todos se daban cita para jugar al truco, al chancho o al tute codillo, al billar y, en todo caso, a leer el diario del día o alguna revista. Tan metódica era la cita que si a alguien no se lo veía esa noche se lo daba por enfermo, accidentado o inmerso en alguna calamidad aún más grave.

En ese enorme salón no se apostaba. El perdedor pagaba en todo caso alguna bebida, los caramelos y algunas galletas. Casi no se bebía alcohol y tampoco se generaban discusiones que afectaran la armonía del lugar.

Pero el Alberdi tenía un cuartito apartado, al fondo y a la derecha, en donde se permitían algunas cosas que en el salón principal no se aceptaban. En ese sitio se jugaba por plata y la velada era mucho más extensa.

Lo más interesante ocurría entre la tarde del viernes y la del domingo. En esos días se sabían reunir algunos grupos que protagonizaban partidas eternas. Había algunos que muy frecuentemente no regresaban a sus casas durante todo el fin de semana, enganchados en un sinfín de partidas y revanchas. Incluso, supo haber un mal perdedor que proponía siempre extender la maratón hasta las 7 de la mañana del lunes, con tal de tener más chances para recuperar su plata y honor.

Uno de los que acostumbraba visitar las mesas de juego más moderadas del Alberdi era el cura párroco de Junín, el padre Constantino Spagnolo, cuyo nombre hoy identifica a una de las mejores escuelas secundarias de la Zona Este.

Este sacerdote italiano llegó al pueblo a principios de los ’50 y no se fue más. Allí murió hace unos años y lo recuerdan como parte indispensable de la historia del lugar.

Quien rescató del olvido la historia que aquí se contará dice que era en esencia “un buen tipo”, de carácter amable, aunque “sabía encocorarse y se agarraba sus buenos berrinches”.

Las tertulias del Alberdi eran uno de los pocos gustos que se daba el padre Constantino.

Una de esas noches, allá por 1965, lo encontró al sacerdote jugando entusiasmado al tute codillo. Junto con él estaban los parroquianos que acostumbraban disfrutar de sus enojos cuando perdía y de sus sonrisas satisfechas cuando le venía una buena mano.

En el cuartito de los jugadores estaba reunido el grupo de los timberos, donde se jugaba al póquer. El que venía ganando era el Cachimba, un camionero que hacía tiempo antes de salir de viaje hacia Córdoba para buscar un viaje de vaya a saber qué cosa.

Afuera, alrededor de la plaza, estaban estacionados los autos de los pocos que los tenían. Entre ellos, el camión con acoplado del Cachimba y el flamante Fiat 600 rojo del cura Constantino, idéntico al que le habían regalado los padres al Negro García como premio por su reciente título de abogado.

En un momento de la noche y quizás para cambiar su suerte en la baraja, el padre Constantino se levantó de la mesa y se fue para el fondo del club, como yendo para el baño. Sus compañeros de juego inmediatamente planearon la broma: cargar el Fiat 600 del cura en el camión del Cachimba. El Buche, el Tito, el Alberto, el Buby, el Aldo y también quien recordó esta historia, que aquí sólo mencionaremos como el Memorioso, salieron a la calle. Con la ayuda de dos tablones que apoyaron en el borde trasero del acoplado, empujaron el 600 y lograron subirlo. Cerraron las compuertas del trasporte y volvieron a entrar al club, no sin antes esconder las maderas utilizadas para el delito. El grupo volvió a la mesa justo antes de que el cura se acercara para retomar la partida.

Así estuvieron media hora más hasta que Constantino llegó a la conclusión de que el Señor esta vez no le haría ningún favor con los naipes y decidió irse a dormir.

El cura sólo tenía que cruzar la calle para llegar a la iglesia. Había dejado el 600 casi en la puerta. Como era su costumbre, recién lo guardaba en la cochera antes de ir a acostarse.

Apenas caminó unos metros vio que su auto no estaba donde lo había dejado.

Desde una de las ventanas del club los cómplices comenzaban a reírse, vieron como el sacerdote comenzaba a mirar para todos lados buscando el 600. Incluso llegó a caminar hasta el auto del Negro García, sólo para comprobar que ese auto se parecía mucho al suyo, pero no era.

Agitando los brazos y agarrándose la cabeza dio vuelta la plaza, caminó por las calles laterales y volvió diez veces al lugar vacío en donde había dejado el auto. Finalmente, encaró para la comisaría.

Mientras el cura le contaba sus penas al comisario Reta, en el club los bromistas se reían y el camionero comenzaba a despedirse. Apenas Cachimba llegó a su camión se dio cuenta de que algo no estaba bien. La compuerta del acoplado no estaba cerrada como él acostumbraba. La abrió y vio el Fiat del cura, mientras escuchaba las carcajadas que venían del Alberdi. “¡Ché, vengan a bajarlo que el curita se va a enojar conmigo!”, pidió.

Rápidos, tanto como cuando lo habían subido, la banda regresó el 600 al mismo lugar de donde había desaparecido.

Cuando el cura, acompañado por el comisario y un puñado de policías venían a paso veloz hacia la puerta de la iglesia, el camión ya encaraba por la ruta 60 y los bromistas espiaban nuevamente desde la ventana del club.

Cuando vieron que Constantino tocaba su auto y con ampulosos ademanes ensayaba alguna explicación, el grupo se acercó con fingida preocupación. “No sé. No sé. Estaba, después no estaba y ahora está de nuevo”, decía el sacerdote. “Mejor lo guardo y me voy a descansar”, rezongó, un tanto preocupado.

Ya a solas con el grupo, el comisario Reta los miró y les preguntó: “Muchachos, ¿Qué estuvo tomando el padrecito en el club?”.

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