sábado, 22 de agosto de 2015

Los muertos inquietos



Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri

“A mí no me lo contaron, ¡yo estuve ahí!”, dicen algunos. Otros aseguran que le pasó a un familiar o a alguien muy cercano. Lo cierto es que hay muchas historias sobre personas que han muerto, a las que se les debió practicar una extensa sesión de ritos para que sus almas pudieran encontrar descanso y dejar, de una vez por todas, sus cuerpos quietos y definitivamente muertos. Esa supuesta actividad post mortem responde, según sostienen, a pactos firmados con Belcebú o con alguno de sus capataces.

Buscar estas historias tiene ciertas dificultades. La primera es que aquel que primero asegura haber presenciado uno de estos actos sobrenaturales en forma personal rápidamente cambia de opinión cuando el cronista saca la liberta de apuntes y pretende comenzar a escribir algunos datos. “En realidad yo no estuve. A mí me lo contó Fulanito. Él sí estuvo ahí”. Y Fulanito hará lo mismo. Dará un relato detallado, propio de testigo presencial, y después sostendrá que sus recuerdos son sólo dichos de dichos.

Lo cierto es que hay varias historias de este tipo que todos dan por ciertas, siempre y cuando a nadie le toque rubricarlas.

Todas tienen algo en común: son muertos inquietos que debieron ser sometidos a extensas sesiones para liberar el alma de los poderes de Satán. Por lo general, fueron hombres poderosos, ricos y exitosos. Ante esto surge la primera duda: ¿será que el vulgo necesita justificar la prosperidad de su vecino atribuyéndole pactos maléficos? Vaya uno a saber.

También es cierto que muchas de estas prácticas finalmente han sido atribuidas a algún grupo de chistosos, hijos también de hombres ricos, que se burlaban así de la credulidad campesina de sus empleados o vecinos.

Algunos sostienen que no es aconsejable hacer negocios con Lucifer, no por los efectos nocivos que pueda tener comerciar con él, sino porque tiende a tomarse los pedidos al pie de la letra y con cierto humor negro. Así, una vez un hombre le pidió que su miembro viril fuera tan largo como sus piernas y el señor de la oscuridad le cortó las extremidades inferiores a la altura de los glúteos. Otro le pidió no ver más a su suegra… y quedó ciego. Hubo otro, centroamericano, que le pidió: “¡Quiero que me hagas rico!” y el demonio le ubicó una banana allí en donde no da el sol.

Pero en el Este hay dos casos que se recuerdan siempre. Uno refiere a un muerto díscolo, hombre poderoso, que había dejado descendencia con buen pasar. El otro cuenta de un bodeguero encumbrado y un grupo de amigos que, por pacto o por diversión, sembraron el terror de los lugareños.

El primero ocurrió hace unos 20 años, entre medio de unos cultivos en el este de San Martín. Un anciano había dado el último suspiro. Había sido en vida un hombre inquieto, inteligente para manejar sus negocios y sus finanzas, y le había dejado a sus herederos el futuro asegurado.

El caso es que ya colocado en el cajón después de que los médicos certificaron su fallecimiento, el cuerpo no se quedaba quieto allí dentro. Alguno de los deudos dijo que eso sucedía porque el difunto había hecho un pacto con el patrón del mal y que le había entregado su alma a cambio de lograr riquezas para él y los suyos.

Los amigos de la familia salieron a buscar ayuda. Dicen que uno fue a pedir la concurrencia de un sacerdote reservado y amigo para que tratara de salvar el alma del muerto y darle descanso. Otro salió a recorrer Junín en busca de una cruz de plata, único elemento que podía hacer desistir a Satán. “Tiene que ser grande, como de 30 centímetros por 20, toda de plata”, recuerda un comerciante que atendió al desesperado hombre.

Dicen que el cajón con el muerto fue colocado sobre dos caballetes entre las viñas de una de sus fincas. Que allí, entre velas y rezos, estuvo casi 20 días, quizá un mes. Que el cuerpo, aún con los primeros signos de descomposición, todavía temblaba y tenía algunos estertores.

Algunos sostienen que finalmente el cadáver quedó quieto. Otros aseguran que fue inhumado casi a la fuerza. Lo cierto es que hoy esa leyenda es tan comentada como si hubiera ocurrido la semana pasada.

El otro velorio siniestro fue casi idéntico a este y se produjo en los primeros años de la década del ’70. En este caso el que estaba dentro del ataúd era un bodeguero famoso. La diferencia es que, según dicen algunos, el que hacía de difunto estaba actuando de muerto y que el plan había sido pergeñado por él y una barra de amigotes de familias conocidas de Rivadavia para asustar a los crédulos. En este fingido entierro hay nombres muy conocidos. Algunos son hoy empresarios encumbrados o políticos con cargos públicos muy importantes. Por supuesto, ninguno de ellos quiere hoy confesar esa macabra travesura de muchachones de 20 años. Prefieren que quede guardada en la memoria del pueblo y se regocijan todavía de que forme parte de los mitos y las leyendas de la zona.

Hay otro caso menos conocido en la región que pudo ser comprobado gracias a un certificado médico amarillento, fechado el 14 de agosto de 1966, que dice así: “Me constituyo en el domicilio de la familia R. para revisar la condición de B.R., dueño del lugar. Su familia me exhibe un certificado de defunción firmado hace 8 días por uno de mis colegas del hospital. El paciente está ubicado dentro de un féretro, en la sala principal de la vivienda. Pese a lo que se pudiera suponer, el paciente está sentado, tieso y cada tanto gira su cabeza como mirando a los presentes. Le tomo el pulso, lo ausculto y le miro las pupilas. No hay signo ninguno de vida. Aún más: está rígido y parece haber muerto hace al menos 72 horas. Su viuda se queja de que el cuerpo de su marido expide gases, pero sostiene que eso es algo normal y que en vida también lo hacía con demasiada frecuencia. Sin embargo, aclara que en este nuevo estado el olor es más inmundo que antes. Su familia sostiene que el paciente nunca hizo fortuna y que si hizo algún pacto con el demonio, este solo se ha referido a la conquista de mujeres, práctica que ha ejercido hasta en sus últimos días como vivo. Le informo a la familia que mis conocimientos son sólo útiles para los vivos y que el paciente ya no lo está. Por lo tanto decido retirarme, aconsejándoles que ubiquen el féretro en un lugar ventilado y que lo dejen allí hasta que paciente decida adoptar una posición conveniente como para ser sepultado”.

Luego figura una nota al pie, fechada dos días después: “La familia me informa que el paciente finalmente ha sido inhumado en el cementerio de Buen Orden. Cuentan que finalmente había aceptado quedarse quieto y que lucía como un muerto convencional”.

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