viernes, 14 de agosto de 2015

Las ruinas del esplendor



Conrado Murillo mira hacia allá. “Toda mi juventud está ahí adentro”, dice. Ahora tiene 88 años y sus ojos están revisando por milésima vez el perfil de esa fortaleza derruida pero todavía imponente. “Me despidieron en el 82 como a todos y aquí estoy desde ese tiempo. Todavía espero cobrar algo del juicio. Mi mujer murió y mis hijos se fueron. Yo me quedé porque  ¿a dónde voy a ir, si acá está toda mi vida?”.

Mira hacia allá, donde todavía sobreviven los perfiles de galpones, tanques y chimeneas de Gargantini, aquella que fue la bodega más grande del país y los viñedos más extensos del mundo.

Conrado es un “gargantiniano”. Uno de los miles. Esas inmensas instalaciones que hoy están vacías, en ruinas, fueron la vida de todos ellos. “Todavía está en alguna parte el reloj que marcaba el ingreso de los trabajadores y tiene 1.700 tarjetas”, cuenta Carina Maranesi que está realizando con enorme paciencia un film documental de la historia de la empresa que fundó Bautista Gerónimo Gargantini en 1890. Todavía alguien recuerda las enormes filas de camiones que se formaban sobre la cruz de los carriles Florida y 
Galigniana, que se cruzan frente a esta bodega de Rivadavia.

El baqueano

Fabio no conoció ese pasado, pero es el único que todos los días recorre este presente de muros sin techo, de hollín que dejó el incendio de 1999 y que le dio el golpe de gracia a las instalaciones, de vestigios que hacen presumir el esplendor perdido.

Fabio cuida este sitio desolado pero imponente pese al abandono. “Cuando se vendió se llevaron todo, hasta los inodoros”, dice. “Hace un tiempo muchos de los que trabajaron acá pidieron permiso para juntarse y hacer un asado para festejar que Julio Riccitelli había sido elegido el mejor enólogo del mundo. Muchos lloraron cuando caminaban y veían como estaba todo”. No es para menos. Aquí han trabajado miles de personas durante toda su vida. Nacieron, crecieron y se jubilaron con Gargantini como eje de sus vidas. Son gargantinianos. Así se definen.

“Dicen que las tierras de Gargantini llegaban desde el Río Tunuyán hasta la zona del Zanjón de las Vacas Muertas, en el límite con Alvear”, cuenta Fabio, mientras comienza a abrir candados para guiar la recorrida. Lo primero será descender a casi 20 metros bajo tierra para ver los inmensos salones vacios en donde se elaboraba y se apaciguaba el champagne.

Allá lejos

Pero antes hay que tener en claro cuál es el origen de esta desolación actual.
Bautista Gerónimo Gargantini nació en 1861 en Lugano, capital del cantón suizo de Ticino, según cuenta el historiador rivadaviense Gustavo Capone. Era albañil y pintor de brocha gorda y en 1883 llegó a Buenos Aires buscando un mejor futuro. Trabajó un tiempo como albañil, pero después resolvió radicarse en Mendoza. Vendió fiambres y embutidos en el Mercado Central y fue en esa época que conoció a Juan Giol y Pascual Toso. Allí comenzó todo. Decidieron incursionar en la elaboración de vinos.

Comenzaron primero con una pequeña bodega en Guaymallén, después invirtieron en 48 hectáreas en Maipú y en 1906, ya consolidada la sociedad Gargantini – Giol (Toso había decidido separarse), adquieren 1922 hectáreas en Rivadavia y en 1910 otras 3.098, con la bodega “La Florida” ya construida.
A los 50 años Bautista Gerónimo decidió regresar a Suiza, pero ya había dejado en Mendoza y especialmente en Rivadavia el germen de su espíritu pujante: los viñedos y la bodega y también a su hijo Bautista, que potenciaría la compañía y también toda la región.
Bautista, nacido el 11 de noviembre de 1891, no tuvo solo una visión empresarial. También tuvo un fuerte criterio social. Aún hoy los ex empleados de la compañía recuerdan el buen trato que recibían y el excelente clima que reinaba en Gargantini y que también alimentaron sus herederos.
La documentalista Carina Maranesi, cuyo padre Víctor trabajó 20 años como tonelero en la firma, apunta que “Bautista  Gargantinigenera un amplio desarrollo cultural y económico hasta el año 1950, en que deja la dirección de la empresa a sus  hijos  Carlos y Alberto”.

El segundo de la dinastía hizo construir en sus terrenos la Escuela Provincial Nº16 y corre con los gastos del personal y los insumos de maestranza y del comedor escolar.
Además, sin ser católico, hace construir la Capilla del  lugar y también una maternidad, la sala de primeros auxilios con capacidad para alojar a 30 personas y es  el primero en crear un comedor para los obreros de la firma que atendía a cerca de 3000 personas por día. Además donó terrenos para levantar barrios para sus empleados.

Carina, también apoyada en los datos del profesor Capone, subraya que “la mujer en la empresa ocupó un rol especial, cubriendo el 30% del personal de planta y administrativo”.

Entre tanto la producción de la compañía era impresionante. Además de vinos se elaboraba champagne fermentado en botella, mistela, grapa, alcohol y vinagre de uva, aceitunas envasadas y aceite de oliva, siendo en este rubro uno de los mayores productores a nivel nacional. Fueron los viñedos más grandes del mundo, con más de  mil quinientas cincuenta hectáreas plantadas.
En el año 60 contaba con más de 980 empleados en forma permanente.



Las ruinas

Fabio camina adelante y comienza a bajar por las escaleras. Va prendiendo luces. “Se llevaron todo”, repite. Habla de todo la maquinaria, de todos los muebles, de todas las bordalesas, de todo. Nada quedó después de los remates. “Ahora los dueños de esto son unos inversores de Buenos Aires que dijeron que adquirieron esto para hacer un negocio inmobiliario”, dice. “Es casi imposible poder recuperar esto como bodega”.

Fabio baja y recorre los tres sótanos, uno debajo de otro, en donde se elaboraba y descansaba el champagne. Solo quedan las enormes cañerías que permitían mantener a 0 grado los salones. Un inmenso montacargas todavía da indicios de las inmensas cantidades de mercadería que subían por él.

Después Fabio invita a visitar los salones donde estaban los laboratorios. Allí tampoco queda nada. Solo están las mesadas inmensas, las paredes cubiertas de azulejos, los huecos en donde estaban las bachas.

Después se encamina hacia las enormes naves. En la mayoría de ellas el techo ha desaparecido. El incendio del 99, que aseguran que fue intencional, arrasó con todo. Allí se almacenaron millones de litros de vino. Pese a que todo está oscuro y ennegrecido todavía las edificaciones son imponentes. “Sacamos decenas de camionadas de basura. Traspiramos como chancho en baldosa sacando mugre de las piletas, que estaban llenas de carbón, cenizas y basura. Hace un tiempo me ordenaron limpiar algunos sectores que habían quedado más o menos sanos. Estuvimos 15 días quemando papeles. Había registros de 1910, diarios de la época…, de todo”.

Es una sensación extraña. Una mezcla de admiración y angustia. Años y años de trabajo, cientos de sueños, miles de vidas vividas aquí adentro. Ahora, solo hay silencio. Solo se escucha el arrullo de decenas de las palomas que se amontonan en las cabriadas oxidadas y que se espantan cuando Fabio se acerca. Es un aleteo estruendoso que instintivamente obliga a agacharse por más que las aves inicien el vuelo 10 metros más arriba.

Por algún motivo ese batir de alas hace más notorio el abandono y hace más evidente que la prosperidad de este sitio es algo del pasado lejano.

Un hombre solo

“Don Gargantini le dio casas a los obreros, pero yo no pude tener una porque era titular de un terrenito. Entonces me prestaron esta, donde estoy desde esa época. Un Gargantini me abrió la puerta”, dice Conrado Murillo, que vive en el límite sur de la bodega, en una casita muy sencilla.

El viejo atiende al cronista detrás del alambrado. “Yo trabajé acá de 1960 a 1982. Hice de todo. Desde jardinero a limpiar los baños, de lavar damajuanas hasta atender el teléfono. Si alguien preguntaba ¿quién lo puede hacer?, ahí iba Murillo”, dice. Tiene 88 años y un humor magnífico, pese a que vive absolutamente solo desde hace muchos años. “¿Voy a salir en el diario?. ¡Ja! ¡Ni crea que vayan a vender muchos!”.

Todos los días, todo el tiempo don Conrado puede mirar desde su ventana aquel enorme conjunto de edificaciones en ruinas. “Yo fui muy feliz allí. Todos los que trabajamos ahí fuimos felices. Nos trataban muy bien, nos sentíamos respetados y progresábamos junto aGargantini. Para la mayoría este fue el único trabajo de la vida”, dice.

Cuenta que “a todos nos despidieron en el 82, cuando quebró. Yo trabajé un año más en otra bodega y después me jubilé. Todavía hoy todos los ex trabajadores de Gargantini esperamos cobrar algo de la indemnización. Los síndicos siempre arreglaron las deudas de los demás, pero a nosotros nunca nos dieron nada”. No hay reproche en su relato. Apenas está contando la etapa final de Gargantini y libra totalmente de culpa a los sucesores del fundador. “Fueron negocios que hicieron otros, que ni siquiera eran mendocinos. No sé ni me importa quien ganó con esto. Lo que si digo es que a nosotros nadie nos quita los buenos recuerdos”.

Pero no puede evitar la añoranza y la tristeza. “Cuando paso por la entrada, miro para otro lado. No me gusta ver el desastre que es esto ahora”, dice.

Desarmando

Según cuentan Gargantini fue desmembrada lentamente. Las tierras fueron vendidas por parcelas y las  instalaciones también fueron fraccionadas para vender o rematar. Después se bajó el matillo sobre todas las maquinarias, los muebles, las barricas y todo lo que pudiera ser extraído de las instalaciones.
“Vinieron para llevarse las cosas a una chacharita” recuerda Fabio, el cuidador diurno del lugar.
“Los que ahora son dueños de este lugar dijeron que la operación de compra tiene fines inmobiliarios y que no la reactivarán”, agrega.

Es que el daño en las instalaciones es muy importante e imaginar una inversión para reactivarla es casi una utopía.

Algunos piensan que este sitio tiene un potencial turístico enorme, conjugando la historia con algún área que pueda ser rescatada para la elaboración en pequeña escala. Lo que es indudable es que Gargantini es reflejo de un país y que su actualidad, aunque dolorosa, es útil para sentir profundamente los aciertos y errores del último siglo y medio.

Nada sería igual

Gargantini fue fuente de trabajo para miles de familias, pero también fue escuela de enólogos y bodegueros. Sin ir más lejos, quedándose sobre el carril Florida, don Enrico Tittarelli hizo sus primeras armas aquí y luego creó su propia bodega y fábrica de aceite de Oliva. La emblemática Tittarelli.

Y también como ejemplo se puede recordar que el mencionado enólogo Jorge Riccitelli comenzó aquí. Y aquí también hizo sus prácticas enológicas el actual intendente de Rivadavia, Ricardo Mansur.

En realidad todos en este departamento del Este tienen a alguien en la familia que ha pasado por Gargantini y todos tienen el recuerdo de un pasado amable y feliz, próspero y pujante.

Seguramente Rivadavia no sería la misma si no hubiera existido Gargantini, no solo por el desarrollo que logró en los años de bonanza sino por que influyó en su identidad.

Tanto es así que todavía hoy, pese a que dejó de estar activa hace más de 30 años, los pasajeros que suben a los colectivos que pasan por la esquina de Carril Florida y Galigniana, sacan su boleto indicando: “Hasta Gargantini, chofer”.

Incluso el gentilicio “gargantiniano” es una palabra incorporada naturalmente al lenguaje local y algunos se definen así por haber nacido en la zona donde está la bodega y no solo por haber trabajado en ella.
La historia de la compañía y de la familia Gargantini tiene miles de datos riquísimos. Sobre ello se ha escrito mucho y se escribirá más todavía. Más aún: será interesante ver el documental terminado que están realizando Carina Maranesi y Mario Lázaro, que se han detenido en estos detalles y han rescatado imágenes y precisiones que ya se creían perdidas.

Esta recorrida ha tenido otro objetivo: Buscar vida entre las ruinas. Detectar aquellas cosas que reflejan y contrastan con naturalidad el pasado y el presente.
Entonces quizás el ignoto Conrado Murillo sea la mejor síntesis de esto. Viejo, solo, casi olvidado, pero con la tranquilidad de haber sido feliz alguna vez.

2 comentarios:

  1. Tengo pocos menos años que Don Conrado Murillo. Yo diría una vuelta de tuerca. Conocí el tramo final de aquellas épocas Gargantinianas, sin ser del rubro específicamente. A pesar de que los Argentinos nunca tuvimos que intervenir ni aguantar esas Guerras Mundiales que asolaron al mundo, muchas veces al escuchar este tipo de relatos siento una especie de tristeza como si del resultado de una guerra se tratase. Debo estar exagerando. Probable, alguien que si lo estuvo piense que estoy loco. De cualquier manera las sensaciones no dejan de ser subjetivas y supongo que estas nostalgias nos han hecho sobresalir en el mundo como autores de música Tanguera. Porque aquí todo termina en drama. Así vi desaparecer de Mendoza la industria Conservera. Eramos los primeros productores, abastecíamos al país. Ví desaparecer la industria petrolera y del Uranio como extracción. Vi saquear al Banco de Mendoza (y no fue Monetta el que les vino a enseñar a los Mendocinos como se hacía)y desaparecer al Banco de Previsión Social. Gargantini, Filipini, Giol, etc. Monstruos de empresas que terminan en la nada. Es nuestro destino. Al final los chilenos con mucho, pero mucho menos supieron hacer mucho más. Debemos ser tarados. Después vinieron extranjeros a comprar regalado fincas (Ctdor Bianchini, vendió a US$ 1 la Hectaréa de una finca modelo considerada entre las mejores del mundo) y Bodegas y nos enseñaron que más allá del vino se podían hacer negocios con el turismo y las Bodegas. Vinieron unos coreanos y nos enseñaron como hay que darle de comer a los turistas. El problema es que no servimos ni para copiar, salvo, salvo lo malo. ¿Será la falta de Iodo? O pesará alguna maldición. Vaya uno a saber.

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