jueves, 27 de agosto de 2015

Guido

(Foto: Infobae)

La soledad es buena compañía. Es una mujer dulce, a veces madre y otras amante, que sabe escuchar con atención y sólo está allí para acompañar en silencio al solitario y ayudarlo a que encuentre sus respuestas. El niño solo inventa sus propios juegos. Después descubrirá los libros y el mundo será más grande. Luego surgirá la música. Todo eso será ahora su compañía,… y la soledad. “Todavía necesito esos momentos. Algunos instantes de calma, en mi casa”, dice ese mismo niño que ahora es hombre y que, a pesar de lo que acepta sin titubeos, todavía se siente un poco aturdido “con todo este despelote” que hacen los periodistas alrededor de él desde que se enteraron el 5 de agosto pasado que Ignacio, ese niño solo, era el niño ausente.

Es Ignacio porque lo ha elegido ahora, no antes. Porque dice que es el nombre con el que se identifica, con el que lo han nombrado siempre sus padres adoptivos a quienes dice querer “y a quienes les estaré agradecido siempre, porque me han criado con cariño y alegría”. Pero Ignacio también es Guido, el hijo de Walmir Oscar Puño Montoya y Laura Carlotto, el nieto de Estela. El buscado. El 114. El que llegó esta semana a Mendoza para hacer anoche una presentación musical en el cine Plaza de Godoy Cruz.

“No son dos historias distintas. Es la mía, la que transito y a la que ahora se le han agregado actores. Tuve la suerte de encontrarme con dos familias con las que tengo muchas cosas en común y eso me relaja”, dice.

Ignacio Guido Montoya Carlotto ha hablado mil veces y contestado miles de preguntas en ese “despelote” periodístico, pero hay algunas cosas que no ha contado porque “nunca me hicieron estas preguntas”. Son las más simples, las que definen a cualquiera, las que cualquiera hace cuando quiere conocer a alguien. Entonces, mientras Estela buscaba, ¿cómo era la niñez del nieto buscado?

La soledad es verde. En la pampa bonaerense todo es distancia, tanta como entre el pasado y el presente. “No había con quién jugar. Mis padres adoptivos trabajaban los dos y yo construía mis propios juegos, me imaginaba el mundo, y ese mundo se abrió cuando comencé a leer. También dibujaba mucho”, cuenta Ignacio de aquel pequeño. Los únicos juegos compartidos eran en la escuela rural que quedaba a unos 15 kilómetros de su casa y que era un trayecto que hacía todos los días, idea y vuelta.

La primera etapa de la secundaria no fue muy distinta, salvo por la distancia que se hizo mayor. “Iba al Industrial, en Olavarría, y me tenía que levantar a las 5 de la mañana”. Doble turno, teoría en uno y práctica en otro. “Volvía a casa recién a las ocho o nueve de la noche”.

De tercero a sexto año la cosa se complicaba más todavía, “sólo había turno noche”, y había que elegir una orientación. “Yo me decidí por maestro mayor de obras. Para poder cursar me fui a vivir a una casa vieja que habían comprado mis padres en la ciudad”. Es la misma casa dónde viven ahora. Ignacio apenas tenía 15 años pero se quedaba solo en esa casa de lunes a viernes y los fines de semana regresaba al campo.

La soledad era la misma, apenas había cambiado el paisaje. “Tenía algunos amigos y, cada tanto, salía a bailar, pero prefería estar solo”. Ya simpatizaba con River Plate. “Me hice de River por insistencia de Antonio, un amigo de la primaria. Era la época del River del ‘86 y yo no me resistí mucho. Ahora, después de saber que mi padre biológico era hincha de River, me da la sensación de que todo cierra. Hoy ganamos 2 a 0”, que todo tiene sentido.

Ignacio parece reflexivo y se puede presumir que siempre lo fue. Que esa soledad adolescente también fue parte de su personalidad. Se sintió cómodo en ella y no hubo descontrol.

-¿Fumás?

-No, nunca fumé.

-¿Bebés?

Sí. Con el tiempo he mejorado mi paladar. Ahora disfruto del buen vino.

-¿Blanco y tinto?

-En ese orden.

La música ya había picado a Ignacio en esos años. “Tuve claro que esa sería mi vida y me fui a Buenos Aires”, y encaró hacia ese objetivo sin dudas ni dispersiones.

Hubo alguna novia, alguna búsqueda del amor, que tuvo resultado hace seis años cuando formó pareja con Celeste Madueña. “Es ella. Es la mujer de mi vida”, dice. Ahora “estamos buscando” al primer hijo. Al bisnieto de Estela.

Celeste lo conoce bien. Sabe que su hombre necesita todavía esos espacios de soledad que tanto conoce. “Es algo natural. Busco tener esos momentos”.

La soledad es buena compañía. La búsqueda es un buen motor. Son dos cosas distintas, pero son lo mismo.

Vientos del Sur para sentirse como en casa

Ignacio y Estela han hablado mucho de su reencuentro, de su espera y de su búsqueda, de su pasado común, de Laura. Es lógico, porque Estela Carlotto fue y es el símbolo de la búsqueda incansable de un país.

Pero también hay en esta historia un costado de viento frío, un paisaje de inmensidad. “Esa inmensidad que también tiene en lugar dónde me crié, aunque sin mar”, dice Ignacio. Es el paisaje patagónico de Walmir Oscar Puño Montoya, el padre biológico de Ignacio Guido.

Ignacio viajó al frío patagónico para festejar con su abuela Hortensia Ardura (Tenchi, para la familia) su cumpleaños 92. “Fue muy impactante”, dice. Hay allí muchas cosas en las que se reconoce, empezando por el impresionante parecido físico con su padre y la sensación de un recuerdo ancestral, que nunca tuvo antes. “Me sentí en mi hogar”, cuenta.

“Cristina (la presidenta Cristina Fernández de Kirchner) ya me había anticipado eso. Que me iba a encontrar con una historia familiar muy fuerte, porque los Ardura son muy conocidos allí y son una de las familias fundadoras de Caleta Olivia”, dice Ignacio.

Walmir Oscar Puño Montoya nació el 14 de febrero de 1952 en Comodoro Rivadavia. El apodo se lo puso su madre Hortencia, cuando era niño.

Comenzó a militar después de que salió del servicio militar, en 1968. Se fue a vivir a La Plata, ya que lo tenían “fichado” en Cañadón Seco, donde vivía y trabajaba en una mina.

Mientras militaba en Montoneros, conoció a Laura. Hortensia recordó que casi no tenían contacto, apenas alguna breve comunicación telefónica. “Estábamos bajo mucho peligro, porque nos perseguían”, recordó.

Se cree que fue secuestrado junto con Laura en 1977 en una confitería de la Capital, que también estuvo en el centro clandestino de detención La Cacha y que fusilado rápidamente.

En mayo de 2009, en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas llevada adelante por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) fueron reconocidos sus restos.

Había sido enterrado como NN en el cementerio de Berazategui el 27 de diciembre de 1977.

Los restos de Puño fueron cremados y sus cenizas esparcidas en su tierra patagónica. Apenas un pequeño resto óseo quedó guardado, para confrontar su ADN con algún posible descendiente. Y fue ese estudio el que permitió identificar a Ignacio Guido Montoya Carlotto.

El tango

Infancia. Guido pasó hace un tiempo por Mendoza, para tocar. Todo volvió al comienzo. Volvió a una radio a transistores y a la sintonía de una AM, la única que se escuchaba en medio de ese interminable verde de la pampa húmeda. “En ese tiempo se pasaba mucho tango”, recuerda ese niño, ahora hombre. Entonces elegir el tango ahora como música preferida es algo natural, casi inevitable. En definitiva Ignacio Guido Montoya Carlotto hace eso, recordar.

Este hombre de pelo ensortijado y canoso es el nieto 114, el de Estela, el de Hortensia, el que acepta “todo este despelote” que se armó después de que recuperara, descubriera, su verdadera identidad.

Lo que el hijo sanguíneo de Laura Carlotto y Walmir Montoya tocó en Godoy Cruz es “un repertorio que hemos armado hace ya bastante tiempo y construido con cuidado y muy lentamente, relajados”, con el guitarrista Daniel Rodríguez.

Ignacio (ese es el nombre al que está acostumbrado, que quiere conservar y que agradece cuando se lo llama por él) siente en la amplitud del teclado de su piano todo el horizonte de la música. Se han elegido mutuamente. “El primer instrumento que conocí fue una pianola y sentí fascinación por ella”, dice. Y también “la primera vez que fui a escuchar música en vivo había dos teclados, que me impactaron”.

Después, como guiado por ese destino que parece ser tan claro y tan intenso, el primer profesor con el que se tomó fue un pianista y todo tuvo sentido: el tango, el piano (“es un instrumento autosuficiente”), aquella radio, “la sonoridad de Salgán, Piazzolla, Troilo, Pugliese, D´arienzo”, la voz de Goyeneche y también la de Rivero. Pero “especialmente Horacio Salgán”.

En Ignacio también está el docente y el compositor, el jazz y alguna creación más contemporánea, pero el tango es su raíz. Además del piano, también toca guitarra, “pero un poquito, apenas”, solo para ayudarse a componer. Y se le anima al acordeón, “pero lo toco como un pianista que toca el acordeón”.

Aquel día cuando Ignacio Hurban fue también Guido Montoya Carlotto no modificó sus gustos ni su música. Los reafirmó. Les dio más sentido. Un origen.

Y así pasó por Mendoza, por primera vez. Siendo un solo hombre, con una sola historia con muchos más protagonistas que aquella que tenía cuando era niño y escuchaba tango en una radio a transistores.

Enrique Pfaab

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