lunes, 10 de agosto de 2015

El hombre del árbol



Hay una historia real y otra fantástica, pero ya casi nadie sabe cuál es cual. Es posible que la vida de Otilio Enrique Sayal haya sido el transcurrir de ambas a la vez o de una tercera, que solo él supo y que se llevó a la tumba en aquella siesta de otoño de 2011 cuando ya había finalizado la cosecha.



“Entonces el Otilio agarró y se acostó en el suelo. Él solito puso sus manitos así (los brazos extendidos a los costados y las manos pegadas al cuerpo), como para no dar trabajo y que nadie tuviera problemas. Yo volví a llamar al doctor y le pedí que mandara una ambulancia o que viniera. Cuando regresé al lado del Otilio, ya se había cortado y al ratito se murió. Quedó acostadito así, bien acomodadito, como si hubiera pensado en el momento en que lo tuvieran que poner en el cajón”.
María recuerda ese momento y lo relata como si hubiera sucedido hace mucho tiempo. Todos los pobladores de El Divisadero usan ese tono de pasado lejano cuando se refieren a Otilio, el hombre del árbol.
Son casas sin pueblo, entre vides y durazneros, en un territorio de 400 kilómetros cuadrados. Tan separadas están las personas que los últimos censos han preferido sumarlas a los distritos vecinos. No son más de trescientas.
Dicen que la zona le debe el nombre a un médano que había por allí y que permitía tener un buen panorama desde su cima. Pero los médanos son inquietos y, como la memoria, suelen irse con el viento y los años y ese punto de observación ya no está o nadie recuerda muy bien cómo encontrarlo.
Para llegar hasta allí, desde la ciudad que es cabecera departamental, hay que andar durante quince kilómetros hacia el norte por el asfalto de un carril productivo provincial construido para sacar la producción de las fincas. Después hay que seguir otros 15 kilómetros, pero ya allí el asfalto es solo una sucesión de parches sobre parches, hasta que el camino muere definitivamente en una calle vecinal de tierra y arena.  Es la frontera entre el oasis mendocino, creado a fuerza de canales y acequias hace tres siglos, y el desierto natural que todavía domina más del 90 por ciento del territorio.
Allí, casi amontonados,  están la escuela, una capilla y el centro de salud que son las únicas edificaciones más o menos públicas y en donde, más por costumbre que por comodidad, se realizan todas las escasas actividades sociales del distrito.
En el patio de esa escuela, que por la mañana es la primaria 1-470 Tupac Amarú y que por la tarde se transforma en la secundaria 4-248 que nadie se ha dignado bautizar, se realiza alguna noche de enero la fiesta distrital de la Vendimia. Es un espectáculo artístico siguiendo un guión, que no se modifica mucho año tras año, y después se elige a la reina  que luego será candidata en la fiesta de la Vendimia departamental y, si fuera también electa allí, también en la Fiesta Nacional de la Vendimia. Pero las jóvenes de El Divisadero no han llegado nunca  hasta ahí. La belleza campesina y su verba rural no encuadran en los estereotipos de la ciudad.
La matrícula de esas dos escuelas es inestable. “Varían constantemente, porque muchos alumnos son hijos de trabajadores temporarios o de contratistas que se van cuando se termina el trabajo o cuando consiguen mejores condiciones laborales en otros lugares más cercanos a la ciudad”, dice Mariángeles Yornada, una profesora de Lengua que es extrañamente rubia, joven y bonita y que no encaja en el paisaje. Sin embargo es ella quien, a pesar de su aspecto foráneo, se ha mostrado más interesada por rescatar la historia de Otilio. Hace dos años ella y sus alumnos de segundo año, hicieron un video como intento para conservar mejor la historia de ese hombre extraño, mitad cuerdo y mitad loco.
Algún pariente perdido y ciertos vecinos de memoria esforzada cuentan que en 1954, dentro de la comparsa de trabajadores golondrinas que llegaron ese año para la cosecha, estaban los Sayal. Padre, madre y siete hijos, cuatro varones y tres mujeres, que viajaron apilados en un viejo Chevrolet durante 537 kilómetros desde Laboulaye, en el sureste de provincia de Córdoba, hasta este paraje desconocido de Mendoza.
La familia era originaria de Santa Fe, pero fue en algún campo cordobés donde se asentaron y nacieron varios de los hijos. Otilio se definía como cordobés, aunque no hubiera nacido allí.
Los relatos son contradictorios desde el comienzo. Los vecinos de El Divisadero dicen que Julio Sayal, el padre de familia, había tenido una severa discusión por dinero en Laboulaye,  que derivó en un duelo a cuchillo y en el que Sayal mató a su rival. Que fue preso y que pagó sus culpas durante varios años en la cárcel. En cambio Graciela Sayal (43), una nieta de Julio y sobrina de Otilio, dice que su familia le contó que  “hubo una disputa por las tierras donde vivían y mi familia se tuvo que ir, pero nunca se dijo que mi abuelo hubiera matado a nadie”.
El caso es que los Sayal no llamaron mucho la atención en Mendoza. Se acomodaron como tantas otras familias de obreros golondrinas en algunos de los caserones que sabían haber en las fincas de la zona y comenzaron su labor, de sol a sol.
De esa época nadie recuerda mucho, apenas que Inés, una de las hermanas de Otilio, que tenía algún trastorno mental y solían verla caminar sin rumbo. Cuentan que en algún momento murió la madre por alguna enfermedad y que don Julio quedó ciego y tuvo que dejar de trabajar.
A Otilio lo recuerdan como un joven trabajador, metódico y raramente pulcro para un trabajador rural. “Se vestía muy bien, especialmente cuando salía a bailar. Era muy buen bailarín y las muchachas se peleaban por él. Era cortés y elegante”, dice Olga Álvarez (63), a pesar de que conoció esa versión juvenil de Otilio, sano, galante y cuerdo.
Olga es enfermera. Llegó a El Divisadero hace 25 años y alrededor suyo construyeron el Centro de Salud 167, un cuadrado de 6 x 6 con sala de espera y consultorio que huele a asepsia, como el más completo y urbano de los hospitales. La enfermera hace un culto de la limpieza y por eso remarca que “a pesar de que yo conocí a Otilio cuando ya vivía en el árbol, no recuerdo que haya olido mal alguna vez. Era muy limpiecito y andaba siempre con el pelito bien cortado y peinado porque en algún momento, cuando todavía estaba sano, había aprendido el oficio de peluquero”.
Hay diferencias entre el relato familiar y el vecinal y algunas pocas cosas en común, además de la sepultura olvidada número 63, cuadro 16, sector Z, inaugurada el 27 de abril de 2011 en el cementerio de Palmira, en donde Otilio calla su secreto. Lejos de su árbol.


Posiblemente haya sido a mediados de los 70. Otilio Sayal era todavía joven, apuesto, “hasta tenía una novia con la que se iba a casar” y era un lector compulsivo, algo raro para ese zona donde los libros son tan extraños como la lluvia. La madre ya había muerto, el padre ya estaba ciego y varios de sus hermanos habían comenzado a abandonar El Divisadero en busca de mejor futuro.
Todos coinciden en que cierto día Julio Sayal debió ser internado en el Hospital de San Martín por alguna afección ya olvidada. Otilio fue a ver a su padre en una moto Gilera (“Puma”, dice una vecina a pesar de que no concuerdan los años) que había comprado hacía poco. Al regresar, ya de noche, chocó contra un árbol. Después el relato varía, según quien lo cuente.
Graciela Sayal dice que la noche del accidente regresó malherido a su casa, que “estuvo mal unos días, sin quererse hacer atender y una mañana se fue, solo, y sin que nadie supiera a dónde”.
Olga, la enfermera, dice que Otilio le contó: “Yo tuve un accidente, yo choqué, no sé lo que me pasó”.
María, la vecina que lo vio morir años después, apenas cree recordar “algo de un accidente” y prefiere sostener la versión que cuenta la mayoría de los habitantes de El Divisadero. “Se trastornó y se fue, porque un hermano lo quemó todos los papeles, todos los libros que tenía que eran de magia negra, en su mayoría”. Curiosamente la mujer dice que solo recuerda haber visto que Otilio había acumulado una gran cantidad de ejemplares de Selecciones, de Reader's Digest. Pero en El Divisadero se da por sentado que la lectura de artes ocultas fue la que le hizo perder la razón.
Es imposible tener precisiones. La ausencia de Otilio duró unos tres o cuatro años hasta que un buen día regresó solo, rapado y totalmente “enfermo psíquicamente. Le había agarrado como una locura”, cuenta Olga.
Los Sayal habían abandonado la zona y no había ni familia ni casa donde volver. Otilio eligió uno de los dos enormes eucaliptus que están frente a la escuela y, utilizando una rara habilidad para treparse y mantenerse en equilibro “hasta en la punta de los palos de las viñas y caminando por los alambres”, construyó una especie de plataforma a 6 metros de altura, donde el tronco se abre en robustas ramas.
“Se subía a el ‘ocalito’ como nada. Es muy alto y nadie se puede trepar, ni los chicos de la escuela, pero el subía como nada. Vivía ahí”, dice Olga.
Graciela Sayal recuerda haber ido de chica a visitarlo. “Le llevábamos libros y revistas, porque lo que más le gustaba era leer. Era muy bueno en matemáticas y me explicaba cosas, haciendo cuentas en la tierra, con un palito”.
Todavía hoy parte de la estructura de la plataforma se mantiene intacta y se sospecha una cuidada obra de ingeniería. El árbol ha crecido y las maderas y los alambres han quedado incrustados en él.
Atando versiones, esa plataforma parece haber sido un refugio para la lectura y el descanso nocturno, pero no mucho más que eso. Sin embargo todo necesita tener motivos razonables y para los vecinos. “Se había enamorado de una maestra y desde ahí arriba la miraba cuando llegaba y cuando se iba”, dicen. Pero nadie recuerda el nombre de esa mujer que parece haber sido creada por necesidad de la razón.
Otilio rondaba las casas de los vecinos, en busca de algo de comida. “No podía trabajar. A veces le pedían que hiciera algún trabajito, pero el comenzaba y después lo abandonaba. Comenzaba a hacer gestos y a decir cosas y se perdía”, cuenta Olga.
Solía aparecer en cuclillas, en el patio de alguna casa y esperaba a que alguien lo viera. “Yo y muchos otros siempre le daban algo. El nunca quería entrar a las casas. Conmigo conversaba bien, pero cuando aparecía alguien más se ponía tonto y empezaba a decir cosas que no se entendían, a mirar hacia arriba y a hacer señas”, cuenta la enfermera. “Él era nacido el 20 de diciembre y yo cumplo años el 18. Él sabía cuándo cumplíamos los años y siempre me venía a saludar. Se ponía su mejor ropita y venía. Era el único día en el año que aceptaba sentarse junto a nosotros, en una mesita que yo sacaba afuera…  ¿Quiere una foto?... Ya nomás le traigo.
El pelo y la barba gris, prolija. La ropa gastada. Se puede presumir que ya había pedido su dentadura. Arruga sobre arruga. Una mirada melancólica, extrañada, ausente.
Nunca lo vieron bebiendo y menos borracho, “pero si fumaba mucho. Lo primero que me decía siempre era: ¿tenés un cigarrito?”, dice Olga. “Tenía lepoc (EPOC) porque… ¡había fumado tanto!”, dice María.
Dicen que Otilio curaba solo sus males. “Sabía que yuyos tenía que usar para sanarse. Sabía mucho de esas plantas. Además sabía lavar su ropa sin jabón. Usaba ceniza. Sabía mucho de esas cosas”, recuerda la enfermera. También cuenta que “no quería saber nada con los médicos ni menos de ir a un hospital. Una vez se pinchó un ojito con la rama de un chañar. Yo lo quise llevar al hospital para que lo viera un oculista, pero él no quería ir por nada del mundo. “Yo te llevo, te espero, te revisan y te traigo de vuelta”, le decía, pero él me contestaba: A mí no me hace falta. Finalmente perdió la visión en ese ojito y después usaba unos anteojos de sol muy oscuros con un solo cristal, que le tapaba el ojo malo”.
Verónica Vega es la portera (celadora, para los mendocinos) de la escuela secundaria sin nombre. “Otilio se venía a la escuela, cuando se daba cuenta que estábamos por hornear el pan y hacer un chivito al horno. Me ayudaba juntar leña y a hacer el fuego y se quedaba al costadito, esperando que estuviera listo. ¡Siempre se agarraba los huesos más carnudos!”.
Verónica, como todos, habla del hombre del árbol como si contara una fábula cariñosa. “A veces nos juntábamos a tomar mate y él se acercaba. Le gustaba mucho el mate, pero no tomaba con nosotros. Esperaba y cuando veía que ya habíamos terminado, preguntaba ¿ya está? Y se empezaba a cebar y a tomar solo, hasta que se terminaba el agua de la tetera” (pava, en mendocino puro). 
Raúl, el marido de la portera, ha guardado otros recuerdos. La leyenda. “Por ahí venía conversando bien, y después se ponía a hablar con los pájaros, hacía como que lloraba como un bebé. Para mí que se hubiera curado si lo velábamos vivo,…pero nadie se animó”.
Otilio vivió en ese árbol unos ocho años o tal vez diez. En El Divisadero el tiempo no es muy importante y solo se enumeran las cosechas, los nacimientos y las muertes. Apenas.
Pasó esos años caminando solo, arrastrando los pies como todos los locos, como si creyeran que si dejan de tocar el suelo por un instante perderán el último retazo de realidad. Hablando coherentemente mientras dialogaba en soledad con una sola persona, pero divagando si aparecía alguna más. Comiendo lo que le daban, bañándose en el agua de las acequias, lavando su ropa con cenizas, manteniéndose limpio y prolijo. Leyendo. “A veces le llevábamos ropa, comida y algunas revistas. El solo agarraba lo que le habíamos llevado para leer. Al resto no le daba mucha importancia”, recuerda su sobrina Marcela.
“Los perros comenzaban a aullar cuando lo sentían venir. Por las noches, cuando escuchábamos que los perros empezaban a llorar, nosotros decíamos: ¡Ahí viene el Otilio! No sé, ¡la gente cree tantas cosas acá!”, recuerda Olga. 
En algún momento abandonó su árbol. Quizás haya sido porque la vejez le había quitado flexibilidad y equilibro. Tal vez alguien se quejó por su presencia cerca de la escuela. Posiblemente los mismos vecinos preferían no verlo tan seguido. O simplemente Otilio eligió alejarse aún más.
Lo cierto es que un buen día abandonó el eucaliptus y se armó una tapera con ramas y latas, bien al norte de la finca Yánez, donde los cultivos y el desierto disputan territorio.
“Se fue a vivir al fondo, en el chaco”, cuenta la enfermera.
“¿Qué es el chaco?”
“Un lugar allá, bien al norte”.
“¿Y por qué se llama el chaco?”
“No se, debe ser porque está lejos. El ranchito tenía como dos pisos, pero el casi nunca se metía adentro. Lo tenía para guardar sus cosas”.
A pesar de la distancia, quizás unos tres o cuatro kilómetros entre viñas, Otilio seguía con su rutina de visitas a la casa de Olga, de María y también a la escuela. Cada vez más lento.
“Lo empezamos a ver más flaco, más cansado, tosía mucho a veces”, dice la enfermera. Cuentan que algún hermano regresó varias veces a El Divisadero, intentando convencerlo para que se fuera con él, “pero el Otilio nunca quiso”, recuerdan.
María cuenta, desordenada, como si hubieran pasado 50 años pero solo fueron poco más de tres.
“Un día apareció en el patio de casa, como siempre, y no lo vi bien. Le dije: ¿qué le pasa Otilio?, el me contestó: Nada Mari, estoy bien… ¡Ay, qué pena tan grande! Tenía lepoc, ¡había fumado tanto…! Además estaba el hambre que había pasado. Lo de él nunca había sido una enfermedad contagiosa. Yo le ponía una mesita en el patio y el comía, quietecito. El era muy limpiecito. Se lavaba todos los días de la vida, así y todo, pobre como era. No tenía un olor. Hay veces que algunos son rotitos y tienen un olor que no se soporta, pero el Otilio no”.
“Ese día que vino, la última vez, estaba malito. Yo  salí afuera porque empezaron a torear los perros. Apenas podía respirar por esa cosa del cigarrillo. Le tiré un colchoncito adentro de una Estanciera desarmada que teníamos y me fui a buscar al médico de Tres Porteñas (cabecera de un distrito vecino, a unos 10 kilómetros). Me llevó mi marido en el tractor. Le pedí al doctor que viniera, acá somos pueblo y todos nos conocemos y tiene que haber sabido que si le pedía eso, era por algo grave. Pero no vino. Entonces llamé a la policía, pero tampoco me mandaron a nadie.
Cuando volví a la casa, el Otilio se sentaba en el colchón, como para poder respirar mejor, y se volvía a acostar. “No me pasa nada”, me decía, pero me parece que él sabía. Las personas sabemos cuándo nos vamos a perecer.
Entonces, en un momento, el Otilio agarró y se acostó en el suelo. Él solito puso sus manitos así, como para no dar trabajo y que nadie tuviera problemas. Yo volví a llamar al doctor y le pedí que mandara una ambulancia o que viniera. Cuando regresé al lado del Otilio, ya se había cortado y al ratito se murió. Quedó acostadito así, bien acomodadito, como si hubiera pensado en el momento en que lo tuvieran que poner en el cajón”.
La policía que no había llegado antes, llegó. Un muerto en un patio es más importante que un loco moribundo. “Mo volvieron loca durante días, de aquí para allá, preguntándome. Creo que pensaban que yo lo había matado, o algo”, recuerda María.
Por el rigor de la Ley, el cuerpo de Otilio fue sometido a una autopsia cuyos resultados nadie se preocupó mucho en averiguar. Ni falta hacía. Una neumonía de un hombre mal nutrido fue suficiente para terminar con él.
La Cochería Crocce, pagada por el servicio social de la Municipalidad de San Martín, trasladó el cuerpo hasta el cementerio de Palmira. Un hermano de Otilio firmó todo y lo hizo ubicar en tierra. “No viene nadie, creo. La verdad que no me he fijado”, dice Julio, el sepulturero, que tarda 40 minutos en ubicar el sitio dónde está la crucecita negra con el nombre garabateado con pintura blanca y algunas flores de plástico desteñidas por el sol.
“Hace un tiempo mi compadre Ribero le hizo hacer la pileta en el cementerio. Tenía que hacer la de su familia y de paso le preguntó al albañil: ¿Cuánto me cobrás para hacerle la pileta al Otilio? Ahora él tiene su sepultura, una pileta bien hechita”, cuenta Olga.


Es primavera, pero el calor ya aprieta y en El Divisadero casi no hay sombra. Apenas hay dos eucaliptos posiblemente centenarios debajo de los cuales escaparse del sol. Aquel árbol y el de Otilio, ese hombre de aspecto quijotesco que eligió una locura conveniente para conservar la calma de su mundo de libros y dejar que su vida fuese historia.

Enrique Pfaab

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