martes, 11 de agosto de 2015

Mahamud Cahle, el hijo de Elías, y sus dulces tomates maduros


“Soy Mahmud Cahle, hijo de Elías” era lo único que sabía decir en castellano. Tenía unos 14 años cuando se embarcó de polizón para llegar a la Argentina. Quería encontrar a sus dos hermanos que habían partido años antes. Lo único que sabía es que podrían estar en un lugar llamado Junín, en medio de la Pampa Húmeda. Lo que ignoraba es que se cruzarían en medio del mar. Mientras él venía, ellos volvían.
El viaje en barco no fue simple. Los  tripulantes lo descubrieron y el capitán lo mandó a trabajar a la cocina.
Mahmud Cahle había nacido en un pueblito cerca de Damasco, en la castigada Siria. Allí había sido pastor de ovejas y no le temía a la vida sufrida.   
Cuando desembarcó en Buenos Aires repitió varias veces: “Soy Mahmud Cahle, hijo de Elías”, pero su insistencia no fue suficiente y los del Registro Civil lo anotaron como Elías Mamud. Eligió el interior del país para vivir, después de darse cuenta que el reencuentro con sus hermanos era imposible. Trabajó un largo tiempo tendiendo vías del tren en Tucumán y, mientras esos rieles se extendían hacia el sur, conoció a un paisano suyo mucho mayor que él que le enseñó a hablar, leer y escribir en español.
Pero Elías Mamud (así lo recuerdan todavía en Bowen), “conservó para siempre el acento extranjero que a nosotros, sus nietos, nos hacía reír mucho”, recuerda Sonnia De Monte. “Tenía un buen humor maravilloso y nos mimaba tremendamente. Hay una exquisita anécdota familiar al respecto: sentados a la fresca del atardecer en las puertas del negocio “Casa Mamud”, en Laprida y Moreno, de Bowen, con su esposa italiana María Orsola Cargnelutti Cracogna y sus hijos María (mi mamá), Elia Jadra y Héctor Sleimen. La familia vio pasar el sulky de un vecino que tenía pintadas las letras del propietario, solo las iniciales: A y P. Entonces, mi abuelo quiso recordar el nombre de su vecino: “Amilio no es… Anrique, tampoco… ¡Asteban es!”.
El relato que comparte Sonnia con este cronista es tan rico, desborda tanta ternura y cariño que no dejarla contar la historia libremente sería un acto de egoísmo:
“En aquel entonces, aún había trenes. Mi hermano mayor cursó su secundaria en la Escuela de Agricultura de Colonia Alvear Oeste y dormía allí, en la casa de los abuelos, porque el resto de nosotros vivíamos en una finca y el viaje en tren hasta Oeste era antes del amanecer. El nonno Elías se levantaba con él, le daba los mates (el primero en la cama) y lo acompañaba hasta la estación. Así todos los días. Recuerdo que cuando mi hermano terminó el secundario, le regaló su diploma. Fue un gran gesto, porque todos sabíamos que a él le hubiera gustado estudiar”.
“Empezó muy humildemente trasladando mercaderías al campo en una carretela, que cambiaba por cueros. Así por mucho tiempo hasta hacer un capitalito con el que abrió su negocio de ramos generales (los nietos nos reíamos y le decíamos: “Nonno, vos vendés desde papas hasta repuestos para aviones!”). Hasta Vairoleto compró en ese almacén, a deshoras, claro está”.
“Era muy curioso, muy despistado y muy lector. Los domingos sacaba la vieja radio al patio y no sé cómo diablos se las arreglaba para escuchar en onda corta alguna emisora donde se hablaba en su idioma. Lo recuerdo con la oreja pegada a la radio, oyendo su lengua lejanísima, vaya a saber pensando, recordando, añorando qué y a cuántos de los suyos”.
“Nos llevaba al cine todos los domingos, al matinée. A veces se dormía y nosotros hacíamos de las nuestras mientras en la pantalla se daban tiros los cowboys”.
“Y sabía de comer bien y sano: nos llevaba a su huerta que siempre estaba floreciente y colmada, en sus manos esas gigantes “galletas” que nunca más he visto (un pan crocante, con una hendidura al medio y mucho aire dentro), desenterraba rabanitos, cebollas, cortaba tomates perita que partía a la mitad y eso comíamos como desayuno y merienda cuando estábamos en su casa. A veces lo vuelvo a hacer, cuando estoy en la finca. Parto un tomate y lo muerdo con ganas, con nostalgia. Nunca son aquellos tomates”.
“No era muy religioso., pero sí era respetuoso de las distintas creencias. Cuando estaba muriendo, y por mantener la familia amistad con el cura del pueblo, llamaron al sacerdote Basilio Wynninzuck para acompañarlo, tanto como lo había hecho en almuerzos domingueros familiares. El cura dijo que iría si mi nonno Elías aceptaba bautizarse. Pues el nonno Elías dijo “no”. Y el cura no fue”.
“Lo despidió en el cementerio un paisano, en su idioma. Quizá un día nosotros, sus nietos Daniel, Stella Maris, Elías, Pitty, y contando con la anuencia de los que ya no están: Néstor y Horacio,cambiaremos la cruz de su tumba por una media luna y la estrella, esas que tanto añoró”.
“Tenía yo trece años, o catorce, cuando murió. No fui a la escuela por varios días. Una tarde vinieron a visitarme a la finca tres o cuatro compañeros de la Escuela de Agricultura. Recién entonces caí en la cuenta de lo que había perdido, del gran tipo que habíamos perdido, del fortachón de hombre (por músculos y por interior) que habíamos perdido”.

Sonnia recuerda. Y se alegra, se emociona, vuelve a ser feliz y vuelve a emocionarse. Ha tenido la suerte de ser nieta de un hombre simple, noble, amoroso, que fue dueño de su vida y que enriqueció la de otros. Como “Mahmud Cahle, hijo de Elías”, existieron otros miles. Seguramente habrá muchos como él todavía en este tiempo ingrato que hagan que este mundito endeble sea un mejor sitio para vivir, en donde sigan madurando los tomates.

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