jueves, 27 de agosto de 2015

El bar del Tufic

(Imagen ilustrativa)

Entró oliendo a tierra, a carbón, a sudor de dos semanas, con la ropa andrajosa y un bagayo al hombro. Se sentó a la mesa redonda de madera, donde tres hombres ya tomaban un vermú y esperaban a un cuarto para el partido de cartas. El dueño del bar se le acercó, secándose las manos en el delantal manchado. “¿Tendrá algo barato para comer?”, dijo. El Tufic le hizo una media sonrisa, asintió con la cabeza, y salió a buscarle los dos chorizos que habían quedado en la plancha y que eran el rezago del habitual “desayuno” que pedían los ferroviarios a las 10 de la mañana.

Era el año 1965 y el comensal era uno de los últimos crotos que, como tantos, llegaban a Palmira desde algún lugar incierto y recalaban en ese mítico bar ubicado a la vera de la estación y que parecía sacado de Las mil y una noches.

Se llamaba Jorge, o Armando, o Elías. No importa. A él tampoco le interesaba mucho. Lo bueno era que allí había 15 tipos que lo miraban extrañados pero amigablemente, que la cafetera a vapor resoplaba suavemente y que el pintoresco reloj de pared traído del Líbano decía que por delante no quedaba mucho y que para atrás ya no había nada que pudiera recuperarse.

Ricardo Tufic Kairuz le trajo los chorizos, un poco de pan, un poco de vino tinto y espeso. Después miró al resto de los parroquianos para confirmar que tuvieran sus vasos llenos y se sentó con él.

Los crotos siempre tenían una buena historia para contar. Pero debían entrar en confianza y, para ayudarlos, nada mejor que contarles la propia.

Tufic le contó cómo su padre Julián había llegado desde Medio Oriente a la Argentina, cómo había recalado en Palmira, casi junto con el tren, en 1884. Cómo primero había puesto el almacén de ramos generales sobre la avenida Alem y después, en 1920, construido ese enorme caserón donde estaban, mitad adobe y mitad ladrillos, con techos altísimos, con enormes puertas con arcos de medio punto y un frente trabajado con molduras al estilo de su tierra.

El libanés tuvo cinco hijos: Juan, Mercedes (a quien todos conocían como Faride), él y Roberto. Como Tufic no había querido estudiar lo mandaba a vender con un sulky lleno de géneros, hilos y chucherías y le decía: “¡Hasta que no venda la última aguja, no vuelve!”.

Tufic contó que la tienda devino en bar por conveniencia, ya que darle de comer a los del ferrocarril era un negocio servido.

Cuando el viejo Julián murió en 1945 él siguió con el bar. Primero le había querido dar un estilo elegante. Había comprado manteles y había llenado las paredes de espejos. Justamente lo había bautizado como “El bar de los Espejos”. Pero la coquetería no había funcionado muy bien. Cierta noche un borracho le había hecho trizas la mayoría de ellos y decidió cambiar por un estilo más rústico. Así, accidentalmente, el bar había comenzado a funcionar maravillosamente.

Estaba abierto desde las 6 de la mañana hasta la madrugada. Los clientes eran desde ferroviarios hasta abogados, de chicos que se hacían la sincola hasta ancianos, de crotos hasta empresarios, de obreros rurales hasta el cura, de linyeras hasta políticos.

Allí se bebía, se timbeaba y se comía muy bien. Venían desde gente de la ciudad de Mendoza hasta vecinos de La Paz.

Ahora, en ese presente de los 60, la cosa seguía igual. Los más cotizados abogados y los peones más sufridos se sentaban a la misma mesa para jugarse las ganancias de la semana y emborracharse prolijamente. Tanto es así que algunos rebautizaron el bar como “Cabo Cañaveral”, porque allí todos venían a lanzar.

Los mejores momentos eran los principios de mes. El día que llegaba el tren “pagador” la zona era una romería. Los ferroviarios seguro que pasaban por el bar después de cobrar, salvo que sus esposas, como hacían frecuentemente, los interceptaran antes para sacarles el sobre y salvar lo más posible del salario.

Por allí aparecía cada tanto Nicolino Locche, que en realidad era habitué de otro bar palmirense: La Copa de Leche.

Por allí pasó Sandro a desayunar y también quedaron varados los Enanitos Verdes, cuando el Ford Falcon que usaban en sus primeras épocas de ignotos los dejó sin transporte en la ciudad jarillera, después de un modesto recital.

El Tufic se levantó de la mesa. Sabía que el croto le contaría su historia al tercer vaso. Le diría que fue estudiante de Derecho, que sufrió un desbastador desengaño cuando le faltaban solo dos materias. Que decidió vagar y perderse. Sabía que en los días siguientes se trenzaría en soberbias discusiones de historia con su hermana Faride, maestra y después vicedirectora de la escuela Güemes. Que estaría dos meses y luego partiría otra vez sin rumbo, como tantos otros que habían pasado antes.

Ricardo Tufic Kairuz murió en 1993. Por un tiempo más el bar fue manejado por su hermano Roberto, pero ya no fue lo mismo y terminó desapareciendo. Ahora hay una escuela de teatro, los “Mirá pal Este”. No debe ser coincidencia. Vivir para él fue casi un arte. Con decir que hasta una murga, “Los Mestizos del Tufic”, buscaron contagiarse un poco de su espíritu.

En algún lugar debe estar todavía la cafetera a vapor, el reloj de pared, la imponente mesa de billar y el delantal manchado. Y la otra mitad de su sonrisa.


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