lunes, 17 de agosto de 2015

Mi lado izquierdo



En resumidas cuentas, escribo porque hablando soy un fracaso. Soy el que se queda callado en las reuniones. El que no puede hilvanar dos frases seguidas, más o menos coherentes. El que, cuando dice algo, todos se quedan en silencio no por respeto o por interés, sino por asombro.

Escribo por eso, nada más. Porque tengo algunas cosas que decir y esta es la única forma que sé decirlas.

Pero, en el fondo, no escribo porque crea que lo que cuento vaya a resultar atrayente. Lo hago buscando que el que lee, sea sorprendido por una reflexión propia derivada del texto. Que lo asalte un recuerdo, que lo sorprenda una emoción. Pero no la del texto, sino la que tenía guardada en alguna parte y que se despertó de pronto.

Veamos, entonces, que ocurre.

De todos los años vividos, solo dos son recuerdos de mi madre. El primer recuerdo de mi vida tiene que ver con ella. Yo tenía 3, creo.

Mis viejos eran concesionarios de la Hostería Las Cartas, en el Circuito Chico, en Bariloche.

Tengo grabados dos instantes muy breves de esa época.

El primero, es el de una tarde cuando mi madre y yo fuimos caminando por la ruta, todavía de tierra, al encuentro de mi viejo que había ido al pueblo para hacer compras. Él tenía una mochila enorme, verde, en donde metía todo. Caminaba los 8 kilómetros, desde la hostería hasta el cruce de la ruta a Llao Llao, donde se podía tomar el colectivo. Y desandaba el mismo camino, de regreso. Me recuerdo a mí y a mis viejos, esa tarde. Solo la inmensidad de él, la ternura de ella y el yo, mirándolos.

El segundo fue en el gallinero de la hostería, territorio de un gallo de mal genio que tuve la mala idea de invadir. El maldito se me abalanzó y me clavó los espolones en una pierna. Yo, por primera vez en mi vida, lancé un insulto. El griterío convocó a mis viejos, ella para consolarme y él para retarme por la puteada.

Los siguientes recuerdos se amontonan entre los 4 y los 5 años, cuando ya vivíamos en Villa Tacul.

Son imágenes fraccionadas. Instantes. Todas tienen relación con Mercedes, mi madre. Ella tejiéndole a él, a escondidas, un pullover negro y rojo inmenso para el día del padre. Ella, coloreando con enorme sentido artístico (había estudiado Bellas Artes) la hoja de un librito mío, con imágenes. Ella, atendiendo a un soldado descompuesto, que era parte de una brigada del ejército que había venido a dinamitar la estructura abandonada de un hotel frustrado, que había pretendido construirse en una pequeña península, donde termina el camino de Villa Tacul.

Claro, también la recuerdo a ella esa última noche, antes de que se la llevaran para morir.

Pero el recuerdo más fuerte, es mucho más benévolo.

Todas las noches, después de ayudarme a poner el pijama y arroparme, Mercedes se sentaba al borde de mi cama y me cantaba una canción o me contaba alguna historia.

Después, antes de darme un beso y de apagar la luz, me decía: “para no tener pesadillas, no te acuestes del lado izquierdo para que no se apriete el corazón”.

Hoy, todas las noches, 46 años después y siendo padre, escucho su

consejo antes de apagar la luz.

Enrique Pfaab


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