domingo, 16 de agosto de 2015

En medio de la nada, solo viven los obreros de Vialidad



No hay nadie. Solo el camino y después de la curva, más camino. Ni un alma. Apenas una liebre se cruza delante del auto, que sigue fallando. Viene así desde hace 40 kilómetros y faltan al menos otros 30, para llegar a algún lugar poblado en donde haya un mecánico o, al menos, alguien que entienda un poco de motores.

Para colmo no pasa nadie por ahí. Nadie desde que salió. ¡Todo por ahorrase unos pocos kilómetros. “Andá por esa ruta. Está buena, no hay nada de tráfico en esta época y vas a llegar antes”, le había dicho su cuñado. ¡Para que lo habrá escuchado! Ahora rogaba que pasara alguien. Recién había clareado y era difícil que a alguno se le ocurriera andar por ahí a esa hora. ¡Menos con ese frío!

El auto rateaba y la aguja del relojito de la temperatura estaba llegando al rojo. No iba a llegar. Había que parar.

Entonces lo vio. Una silueta al final de la recta. A medida que se acercaba, lo iba distinguiendo mejor. Era un hombre que caminaba en su mismo sentido y llevaba algo en la mano derecha. Una pala, una zapa quizás. Le veía la espalda. Tenía una campera azul con una inscripción en letras amarillas o anaranjadas. “DPV”, decían.

Se detuvo al lado. “¿Cómo anda, don?”, le dijo el hombre, con una sonrisa que mostraba unos dientes marrones de tabaco. “Acá estamos”, contestó mientras apagaba el motor, que ya lanzaba preocupantes nubecitas de vapor. ¿Porqué estará tan feliz este tipo?, pensó. “¿Usté sabe algo de mecánica?”, le dijo al desconocido, con poca esperanza. “A veeeer”, respondió el otro, encarando sin miedo hacia el capot. Veinte segundos para el diagnóstico: “Se le cortó la manguera de la calefacción”. ¿Y eso es grave?”, dijo el viajante. “Depende. Hay que ver si se recalentó”, contestó el vial. “Pero no se haga problema. Ahora viene el camión y lo llevamos hasta el campamento. Ahí lo vemos bien, mientras desayunamos”.

Ese fue el comienzo de una larga conversación, más bien parecida a un monólogo. El hombre de azul contó que era empleado de Vialidad Provincial desde hace casi 30 años. Que estaban en esa zona inhóspita desde hacía tres días “perfilando el camino, tirando ripio y regando. Es mejor quedarse acá que andar yendo y viniendo desde la seccional. Son casi dos horas de viaje”.

Al rato apareció el camión. El chofer lo saludó con la misma sonrisa de su compañero. Sujetaron una cadena al auto y lo llevaron hasta el campamento, que era una casilla rodante maltrecha pero efectiva, acomodada al lado de una inmensa motoniveladora. Una olla ennegrecida hervía sobre la hornalla de un anafe e inundaba el ambiente de un tentador aroma. Era un guiso bien completito, grasiento pero apetitoso. “Primero desayunemos, después vemos su auto”, dijo el hombre de la zapa. El viajante pensó que las 10 de la mañana no era hora de desayuno y que un guiso como ese se parecía más a un almuerzo dominical, necesariamente seguido de una siesta de tres horas. Pero no se resistió. Ya no había nada que perder. Entonces el viajante se sentó a comer y a escuchar.

Los extinguidos troceros

“Usté va a pensar que este trabajo es sacrificado, pero no es tan así. Antes, cuando no había máquinas ni tantos camiones, era mucho más sufrido. Los caminos se mantenían a mano. Era la época de los troceros”, empezó a contar el obrero vial.

Lejos de allí, en la añosa sede de la 5ta Seccional de la Dirección de Vialidad Provincial en la ciudad de San Martín, Isauro Villegas encara el mismo relato, mientras espera su jubilación. “Ingresé en agosto del 82. Vivía en la zona de Montecaseros y yo alcancé a regar a mano, con el mate”. Quizás Isauro sea el último trocero. “Era un trabajo totalmente manual y cada empleado de Vialidad se fabricaba su propia herramienta: un tarro de bocha ancha en donde se atravesaba un palo largo, en diagonal, a modo de mango”. El trocero metía el tarro en las cunetas que corrían paralelas a la calle, sacaba agua y regaba el camino en un solo movimiento. “Se lo llamaba trocero porque el empleado tenía a su cargo un trozo de la calle a su cargo, para regar y mantener. No me acuerdo bien cuantos metros serían los que se debía cuidar. Por ejemplo: En la calle Santa Rita había tres troceros y esa calle va de la hijuela Anzorena hasta el Carril Zapata. Antes el tramo a cuidar se lo llamaba ´las 20 cuadras´”, pero eran muchas más.

El trocero vivía cerca de su puesto de trabajo y no iba a la seccional, salvo los días de cobro. “No existía eso de marcar tarjeta o tener que firmar el ingreso o el egreso. Cada uno se encargada de cuidar y regar su trozo y todos los días pasaba el capataz para marcarle el día y que tuviera su parte trabajada”, recuerda Isauro. “Además había una especie de competencia entre troceros y todos se esmeraban para tener su cuneta limpiecita y su trozo bien cuidado”.

El trocero era también conocido en algunas zonas, no solo en Mendoza sino también en otras partes del país, como “el caminero” ya que su oficio era mantener a pala, zapa y pico un tramo de varios kilómetros del camino, siempre cercano a su lugar de residencia.

En realidad el oficio de caminero y la palabra misma son mucho más antiguas y de origen europeo.

La figura del peón caminero fue creada por Fernando VI, rey de España, en 1759. Este obrero debía mantener una legua de carretera. Se le pagaban cinco reales diarios por este trabajo, además de la vivienda, que estaba siempre ubicada junto al camino y a mitad de la legua que debían mantener.

En ese tiempo, y mucho después también, el caminero debía tapar baches a pala, despuntar lomos y tratar de amainar las molestias de los “serruchos” que se forman inevitablemente en los caminos de tierra o ripio. Antes tapaba las profundas huellas que hacían las carretas y carruajes. Luego cubría las zanjas que dejaba algún camión en el terreno blando.

El caminero y el trocero fueron oficios hermanos. La única diferencia es que, con notoria raigambre cuyana, este último regaba las calles utilizando el mencionado mate. “El trocero conocía a todos los frentistas y saludaba a cada uno todas las mañanas. De allí viene el dicho: Saludador como empleado de Vialidad. Ese trabajador era todo un personaje en el lugar”, cuenta Villegas. Otro empleado antiguo recuerda con picardía: “Y también el trocero se encariñaba con algunas vecinas. Las malas lenguas dicen que no había camino mejor regado que la calle Mendoza”.

Hace treinta, cuarenta años, antes de que las enormes máquinas viales fueran muchas y comunes, las tareas de reparación y mantenimiento de las calles era manual y exclusiva responsabilidad de los obreros. “Era un buen trabajo. Duro pero bueno. Era un sueldo fijo y durante todo el año. Por eso ingresar a Vialidad era todo un beneficio”, recuerda Isauro en San Martín, aquel trabajador del camino perdido en medio de la nada.

“Cuando yo ingresé había más 500 empleados de Vialidad en la zona Este. Ahora apenas pasan los 200. En esos años se necesitaba mucha mano de obra”.

Esos trabajadores se reunían una sola vez por mes: los días de pago. “Ese día bajaba toda la gente. Los que veníamos de lejos teníamos que madrugar para llegar y después costaba un poco volver”, dice Isauro. Es que siempre había asado, se organizaba algún campeonato de truco o simplemente se bebía, se conversaba y se reía a carcajadas.

Omar Pizarro, que ahora tiene 53 años e ingresó a Vialidad en el 85, también recuerda esos días de reunión. “Venían todos y era un momento propicio para las bromas. Me acuerdo que por ese entonces teníamos un camioncito Ford naftero modelo 70. Un día de pago esto (la sede de Vialidad de San Martín) era una romería de viejos empleados y alguien les dijo que el Forcito no arrancaba y había que pechando. Al volante se subió el viejo Falcón y el resto comenzó a empujar. Lo llevaron por estas calles, que eran todas de tierra, hasta la avenida Mitre. Como no arrancaba a alguien se le ocurre levantar el capot y ¡no tenía el motor!”.

Pizarro recuerda a esos viejos con cariño. “Estaban Matías Monte, Rosendo Diego, el viejo Naranjo…”.

El reino de los apodos

Ese mundo es casi exclusivo de hombres, duros y de trabajo pesado, es un ambiente ideal para que florezcan los apodos. “Todos tienen uno. Es casi folclórico que lo primero que se haga cuando ingresa alguien nuevo es bautizarlo. Por lo general se le ponen nombres de animales”, cuenta el “Sapo” Benegas, jefe de la delegación Zona Este de Vialidad Provincial. Y ejemplifica: “Está el Cuervo Lemos, que es fiero y negro. En Santa Rosa el capataz general es un hombre alto y grandote al que todos conocen como Ropero. A Juan de Dios Agüero, que en paz descanse, le decían el Pingüino”. El bautizado llevará ese remoquete durante toda su vida y su nombre desaparecerá definitivamente. “No hay vial que no tenga un apodo. A mi me respetaron el que traía, (el Sapo) y si bien como soy el jefe no me llaman así, me dan a entender que lo usan porque, por ejemplo, cuando me hablan del Sapo Funes me dicen “tu tocayo””.

Incluso las pocas mujeres de Vialidad que cumplen alguna función especialmente administrativa usan esos apodos. “Están tan incorporados que nadie los llama por su nombre. Hasta las chicas los mencionan así y ninguna se pone colorada cuando tienen que llamar al Pichula Heredia”. También están el Papi Giménez, el Lobo Moyano, el Tijereta, el Huevo…

Entre tanto allá, en el campamento perdido en medio de la nada, los dos empleados viales y el viajante están concluyendo el desayuno y prestos a escarbar en una enorme caja de lata donde hay herramientas, alambres y alguna manguera que puede servir para reparar el averiado auto del foráneo.

Están en algún punto de ese enorme territorio que va desde el Río Mendoza, al Oeste, hasta el Arco de Desaguadero, al Este. Desde los Altos Limpios de Lavalle, al Norte, hasta Arístides Villanueva, al sur, unos 15 kilómetros antes de Monte Comán. Son unos 3.300 kilómetros de caminos, rutas, calles y callejuelas de tierra y 1.800 kilómetros de asfalto, cuyo mantenimiento y reparación están a cargo de estos hombres.

Posiblemente en donde se conserve todavía la esencia de este oficio sea en los caminos ganaderos de La Paz, de Santa Rosa, También en el sudoeste de Rivadavia, ya limitando con San Carlos.

Son cientos de kilómetros de ripio, de tierra. Allí solo hay puestos separados por decenas de kilómetros de campo inculto. Allí, donde no parece haber nada, seguro hay un obrero vial.

La Delegación Zona Este está dividida en seis seccionales. La mentada San Martín y Tres Porteñas, Junín, Rivadavia, Santa Rosa y la Paz.

Por esta zona cruza, en doble vía e iluminada en muchos tramos, la ruta internacional 7, pero también están los cientos de kilómetros de tierra de las rutas provinciales y casi anónimas 51, 146, 77… y pueblos, parajes y puestos unidos por ellas: El Puerto, El Encón, Arroyito, El Forzudo, Laguna Verde, El Junquillerito, Colonia San Jorge, Balde de Piedra, la Josefa... Por allí hay calles y caminos largos y polvorientos. Los camiones tanque de Vialidad deben recorre unos treinta kilómetros de ida y otros treinta de vuelta para regar solo dos kilómetros. Solo dos.

Morir de pena

“Estoy a punto de jubilarme. Es un momento tremendamente difícil”, dice Isauro Villegas, que intenta ocultar sus ojos humedecidos por la emoción que lo acaba de sorprender en medio de la frase. “No es fácil. Es que trabajar en Vialidad es parte de toda una vida. Es como si fuéramos una enorme familia. No se si esto ocurre en otras reparticiones, pero acá nos acompañamos mucho”.

El sapo Benegas intenta rescatarlo de la emoción, de sacarlo del trance. Pero no acierta en la estrategia. “La verdad es que los que se jubilan no duran muchos. Hay un porcentaje muy alto de fallecimientos a los pocos años de retirados”, y explica: “Uno de los motivos, es estado depresivo en el que caen muchos y otro son los altos niveles de colesterol y diabetes de muchísimos de los obreros retirados, como consecuencia de la alimentación que han tenido durante su vida laboral”.

El Sapo agrega: “El empleado vial come mucho y seguido y los cocineros de Vialidad priorizan lo sabroso a los sano. El tenedor se clava en la grasa de la sopa. Los viales hacen dos y hasta tres desayunos diarios. Un osobuco, un guiso de fideos, un puchero… Al cabo de un tiempo de comer en el campamento de lunes a viernes, se deteriora la salud y no hay vial que cuando se jubila no tenga algún problema”.

Allá, lejos de San Martín, al borde del camino de tierra, la olla ya está vacía. Los dos hombres de campera azul han encontrado una manguera negra que puede servir para sacar del paso al viajante.

Cortan, desenroscan, cortan, unen, enroscan. Después llenan de agua el radiador del sufrido auto. “Dele arranque y déjelo regulando un rato”, sugiere uno de los obreros. El forastero obedece. Esperan, mientras el motor levanta algo de temperatura, pero la aguja no pasa del territorio verde del reloj que la mide. “Parece que quedó bien”, dice agradecido el conductor. “Vaya nomás”, dice el caminero, “y tenga controlado el relojito. Si calienta, lo para enseguida. Usté no se preocupe que en el peor de los casos nosotros, en unas dos horas, vamos en esa misma dirección a buscar ripio y lo llevamos tirando hasta el pueblo”.

El desconocido se despide y se va. Mira por el espejito. Ve a dos hombres que lo despiden, sonrientes. Y se da cuenta que ni siquiera le preguntó los nombres.

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