sábado, 15 de agosto de 2015

Cuando la palabra “pelotudo” marcó el final de una época


Texto: Enrique Pfaab

Fotos: Coco Yáñez

En estos días en que todos viajan, por qué no nos damos una vueltita
por otros paisajes y otra época. Fue en 1985, en el cruce de las
calles Lavalle y Libertad de la Capital Federal, en una esquina de la
plaza Lavalle, frente al edificio de Tribunales.
Se estaba desarrollando lo que sería registrado por la historia como
“El Juicio a las Juntas”, contra todos los integrantes de las juntas
militares que encabezaron del sangriento proceso entre 1976 y 1983.
El cronista era joven, tenía 22 años, y trabajaba como cadete en una
librería jurídica ubicada en la calle Talcahuano al 400 que se llama
Platero. Todavía existe ese comercio, angosto y profundo, de
estanterías enormes de madera oscura que ya en esos años era histórica
y una de las más antiguas.
Todo el tráfico de la zona estaba cortado por la Policía Federal por
el juicio, pero los comerciantes (en su mayoría editoriales y
librerías)  tenían la autorización de paso para descargar y cargar.
Entre el 22 de abril y el 14 de agosto Los integrantes de la Cámara
Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la
Capital Federal realizó las audiencias y le tomó declaración a 833
personas. Todo ese sector de la ciudad de Buenos Aires se transformó
en esos meses y era el centro de atención del país
Fue uno de esos días, por la tarde. Quien escribe venía en un taxi
Dodge 1500 cargado con unos 8 grandes paquetes de libros. Un policía
detuvo el paso y le expliqué sobre la autorización de paso. Dijo que
no, que no conocía tal autorización y que no había paso para nadie.
Que descargara todo allí y los 200 metros que faltaban hasta la
librería los hiciera caminando, llevando los ocho paquetes de libros
en andas. Discutimos áspero frente al taxista que miraba preocupado y
a los curiosos que rápidamente se comenzaran a arremolinar. Agotado
por la tozudez y envalentonado por la juventud y el momento histórico,
le espeté un “¡pelotudo!” al policía, entre otros calificativos. Me
llevaron detenido a la Comisaría Tercera.
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La librería Platero era de los hermanos Lacueva. Luis, Alberto y
Eduardo. Además trabajaba un ex bibliotecario de apellido Re, que se
pasaba el día entero en el sótano de la librería.
Luis Lacueva era el titular de la librería y, junto con Alberto, los
que más sabían de libros.  La diferencia es que Luis era el
capitalista y sabía hacer negocios: Miraba los avisos fúnebres y salía
a comprarle las bibliotecas a las viudas de grandes lectores y
escritores. Así en Platero se podían encontrar ediciones agotadas hace
ya muchos años. Ejemplares únicos, muy bien cotizados.
Revisaba rápidamente las estanterías y hacía una oferta por el
conjunto, cuando por lo general le interesaban solo tres o cuatro
libros. Después venía el trabajo de juntar los libros y empaquetarlos.
De una de esos mandados venía el día de la discusión con el policía.
Alberto Lacueva, detrás del mostrador, fumaba toscanos y después
cotizaba esos libros. Se ponía el toscanito en un costado de la boca,
enmarcada por un espeso bigote. Se calzaba los lentes de lectura y
revisaba uno por uno los libros y en el ángulo superior derecho de la
primera hoja le ponía el precio de venta, utilizando el código
“MADRILEÑOS”, en el que cada letra es un número de la escala decimal.
La M era el 1 y la S el 0.  Era plena época del Plan Austral y de
inflación y este código le permitía al librero ajustar el precio sin
necesidad remarcar todos los libros y, también, ajustar el precio de
acuerdo al cliente.
 Por esa librería pasaron como clientes muchos escritores y juristas
famosos. En esos años en autor jurídico más prolífico era el
constitucionalista Germán Bidart Campos, que publicaba un libro cada
tres meses. Un casi desconocido Rodolfo Terragno era autor de un boom
editorial: Argentina Siglo XXI.
Todavía el libro era el único y mejor material de estudio, de
consulta, generador de emociones y de placer. Sin embargo había un
desconocido que ya había vislumbrado el futuro y venía a Platero a
comprar todos los ejemplares de nuevas leyes y jurisprudencia de las
editoriales La Ley y El Derecho. El hombre pagaba monedas a algunos
tipeadores que, hoja por hoja, copiaban en modernas Commodore 64 todo
el libro. Era el único que compraba este tipo de ejemplares, salvo los
nuevos abogados que querían adornar sus estanterías con esos libros de
hermosa encuadernación y que solían impactar al cliente lego.


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Pero volvamos a la Comisaría Tercera, esa tarde del 85. Luis Lacueva
fue hasta allí para tratar de conseguir la liberación de su revoltoso
cadete. Muchos jueces y fiscales eran clientes de la librería y don
Luis tenía los teléfonos de todos. Era difícil que no lo atendieran.
Todos querían quedar bien con él y conseguir buen precio en la
siguiente compra.
Pero don Luis Lacueva quiso primero intentar lograr mi libertad por si
mismo, esgrimiendo sus propios argumentos. “El sentido de la palabra
pelotudo es decirle a uno que tiene los testículos grandes: Si bien se
mira mi chico no insultó al policía, sino más bien fue un alago”,
dijo. Estuvimos a un paso de quedar los dos detenidos. Finalmente tuvo
que llamar a un juez para que nos soltaran sin problemas.
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Los integrantes de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y
Correccional Federal de la Capital Federal que juzgó a las Juntas
Militares (Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián,
Jorge Valerga Araoz, Guillermo Ledesma y Andrés J. D’Alessio), condenó
a Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera a reclusión perpetua, a
Roberto Eduardo Viola a 17 años de prisión, a Armando Lambruschini a 8
años de prisión y a Orlando Ramón Agosti a 4 años de prisión. Los
acusados Omar Graffigna, Leopoldo Galtieri, Jorge Isaac Anaya y
Basilio Lami Dozo no fueron condenados por no haberse podido probar
los delitos que se les imputaban.
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El fiscal fue Julio César Strassera con quien colaboró el fiscal
adjunto y luego mediático Luis Gabriel Moreno Ocampo, había pedido
prisión perpetua para todos. Strassera era cliente de Liberia Platero
y uno de los clientes que eran atendidos con especial deferencia.
Había para ellos, además de una especial guía por cada estantería, un
vasito de whisky o ginebra (preferentemente) para que pudiera beber
algo mientras hojeaba algún ejemplar en el sótano.
Son épocas pasadas. Solo quedan los recuerdos y el intenso aroma de
los libros, ese perfume único, inigualable, anuncio de la cercanía de
una buena historia.

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