viernes, 28 de agosto de 2015

En Junín dan clases para espantar a los colados

(Ilustración: Eugenio Carozzo)

Siempre hay uno. Nadie lo invita. Nadie lo conoce bien. No se sabe por qué está allí y tampoco nadie sabe por qué no se va de una santa vez. Es ese tipo plomo que se cuela en el primer grupo de amigos con el que se cruza o se mete en la primera fiesta, sin invitación y sin conocer a nadie. Suele ser un tipo pesado, que hace comentarios desafortunados y que no tienen relación con la charla. Evita siempre contribuir en la “vaquita” para pagar los gastos, yéndose dos minutos antes de que se haga la colecta.

Siempre hay uno. Por más que nadie se anime a decirle “andate”, todos desean su agradable ausencia.

Esta historia ocurrió hace 12 años pero podría haber sucedido ayer.

Era un grupito de diez muchachos, de entre 18 y 21 años. “Era común vernos juntos en distintos lugares: la plaza, una heladería que ahora ya no existe o simplemente en el cordón de vereda”, recuerda Juan, uno de esos muchachones que se resistían a ingresar en la adultez y que ahora son señores casados, profesionales, funcionarios, hombres serios de Junín.

“Durante aquel verano, se sumó al grupo un muchacho del que jamás conocimos su nombre y tampoco supimos cómo fue que empezó a acompañarnos. Al principio no nos molestaba, aunque con el correr del tiempo eso fue cambiando”, dice el memorioso, que un rato antes negaba en forma contundente que tuviera en su pasado alguna cosa que mereciera ser contada. “Todos tenemos una historia, quien no la tiene es porque no ha vivido”, insistió el cronista. Después, Juan confesó.

Los muchachos comenzaron a desplegar un montón de estrategias para evitar la compañía del desconocido, pero todas ellas fracasaban rotundamente. De alguna manera el intruso los encontraba por más que cambiaran la hora y el lugar del encuentro.

Pero en un momento, una noche, el flaco este cometió un gran error: “Le tengo miedo al diablo”, dijo el colado. El grupo sospechó que detrás de esa confesión podía estar el final de su incómoda presencia. Comenzaron a preguntarle sobre sus creencias y sus temores, y descubrieron que era muy supersticioso y que creía en cuanto mito anduviera suelto. “Decidimos que la manera de sacarnos de encima al extraño era asustarlo”, cuenta Juan.

Entonces, encontrándose en pequeños subgrupos y durante el día, los diez muchachos urdieron un plan que no podía fallar: fingirían que uno de ellos estaba poseído por el demonio y que debían realizar una especie de exorcismo. Un ritual con velas, humo y dentro de lo posible, un féretro.

Todos estaban dispuestos: Juan, Fernando, Alfredo, Caco, Matías, Yamil, Elián, Pablo, Cristian, Charly. Todos.

Fernando se ofreció inmediatamente para meterse dentro del féretro. Él iba a hacer de poseído. Su sugerencia fue aceptada inmediatamente, ya que el voluntario tenía entre sus virtudes la de poder contener la risa sin problemas, una condición indispensable para que el plan tuviera éxito.

El mismo control debían tener los que encarnaran los principales roles. Se necesitaba quien comandara la ceremonia, un hechicero, varios ayudantes y alguien que fingiera estar en trance, además del muchacho que estaría dentro del cajón.

Después vino uno de los pasos más difíciles: conseguir el bendito ataúd. Era un elemento clave para que la puesta en escena fuera creíble y lograra el efecto deseado. No había opciones: había que tomarlo “prestado” de la casa velatoria del abuelo de uno de los integrantes del grupo. Los muchachos consiguieron la llave de ingreso al depósito donde se apilaban los féretros, pero no la del portón de ingreso a la propiedad. Entonces no tuvieron otra opción que sacar el cajón por arriba de la pared que daba a la calle. “Cuando tuvimos el ataúd en la vereda lo cargamos al hombro y empezamos a cruzar la calle para ir hasta el altillo de la casa de uno de la banda, en donde haríamos la ceremonia”, recuerda Juan.

Ese cuadro: cuatro tipos llevando el sarcófago en andas en medio de la calle, fue lo que se encontraron un par de policías que estaban de rondín. Los muchachos palidecieron, pero el patrullero frenó respetuosamente y esperó a que el singular cortejo terminara de cruzar. Después siguieron su ruta sin preguntar nada.

Juan recuerda: “Alfredo dirigió la ceremonia leyendo un libro que habíamos encontrado y que estaba escrito en latín. Nadie entendía una jota de lo que decía, pero metía miedo. Caco hizo de brujo y se dedicó a hacer los efectos especiales. Se untó las manos con vaselina y las pasaba por encima del fuego que habíamos prendido dentro de una gran vasija de barro y que, decía, era el caldero del diablo. Además le tiraba granadina al fuego y esto provocaba unos chisporroteos que espantaban”.

El incómodo y persistente invitado fue ubicado en la primera fila, arrodillado, y miraba el espectáculo al borde del desmayo. Atrás de él el resto del grupo lanzaba algunos alaridos, repetía ciertos párrafos en latín y se esforzaba por contener la risa.

En el momento culminante Matías, como poseído, arriesgó su físico y saltó desde la ventana del altillo hacia el patio trasero y se escondió entre los arbustos. En ese mismo momento Alfredo terminó la lectura con un grito destemplado: “¡Vade retro, Satanás!”.

Eso fue demasiado para el colado. Decidió que para él ya era suficiente y salió del lugar sin despedirse.

“No lo vimos nunca más. No supimos nunca cómo se llamaba ni de dónde venía. El caso es que jamás nos lo volvimos a encontrar”, confesó Juan.

Esa misma noche el féretro fue regresado al depósito al que pertenecía. El grupo de amigos celebró con carcajadas durante días el éxito rotundo del plan. Aún hoy ríen cuando se encuentran en alguna calle de Junín.

“O tal vez no haya nada para reírse y este desconocido haya sido el mismo diablo que buscaba que un grupo de tarados hiciéramos una ceremonia en su honor”, dice Juan, antes de seguir con su trabajo, pensando que tendría que haberse callado la boca.

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