lunes, 3 de agosto de 2015

Cinco minutos


Cinco minutos
Mi viejo siempre se levantó temprano. Prendía el fuego, calentaba el agua y se ponía a matear sentado al lado de la cocina a leña.
De grande me di cuenta que su madrugar, tenía relación con su necesidad del silencio y la reflexión en soledad.
Al mediodía, después de preparar el almuerzo y comer, el cansancio lo vencía. Pero, por alguna razón, no se permitía dormir siestas largas. Anunciaba que se tiraría “cinco minutos” (lo decía en alemán) y se desmayaba en la cama.
Mi hermano y yo deseábamos que ese descanso se estirara. Era nuestra posibilidad de jugar, de hacer lo que se nos diera la gana porque, después, había que trabajar.
Pero mi viejo se despertaba a los 5 minutos, quizás a los 10 con mucha suerte.
Se levantaba de un salto, casi siempre malhumorado por haber perdido tanto tiempo, por haberse dado el permiso del descanso. Nosotros también pagamos por precio por eso.
Y el cansancio aparecía otra vez a la noche, nunca muy tarde.
A las 10, después de la cena y otra vez sentado junto a la cocina a leña, cabeceaba y se quedaba dormido. Nunca se iba a la cama antes que nosotros. Era otro rato de soledad y, de paso, no lo veíamos derrumbarse.
Heredé ese reproche por el descanso. Lucho con él, pero fracaso. Sin ir más lejos, aquí estoy, escribiendo este recuerdo cuando podría estar durmiendo.
Durante mucho tiempo, creo que hasta que murió, solo conservé el recuerdo de su malhumor después de la siesta de 5 minutos.
Ahora recuerdo otras cosas, pero ya es tarde.


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