lunes, 17 de agosto de 2015

Memorias del fuego



Francisco fue siempre un tipo de trabajo. A los 14 ya estaba de aprendiz en un vivero y, desde allí, nunca dejó de trabajar. Las plantas fueron su oficio. Su padre murió en esa misma época, cuando él estaba entrando en la adolescencia.

Nunca habló mucho de su madre, pero lo poco que dijo fue para describirla dura, rígida y recordaba que ella estaba muy preocupada porque él no paraba de crecer. Con 18 años, medía 1,95 y calzaba 48. Ella fue la que lo mandó a hacer algo de deporte, a un club de remo alemán, como respeto a su origen.

Con semejante físico, Francisco se destacó. Y también se destacó por ser el único de pelo oscuro y piel mate, entre tantos rubios pálidos.

El destino es extraño. Por haber hecho una excelente temporada en el remo, uno de los premios fue un viaje a la Patagonia. Francisco solo regresó a Buenos Aires para juntar sus bártulos.

Su primer destino, su primer hogar solitario en el sur, fue en San Martín de los Andes cuando todavía era un pueblito chiquito. Era mediados de los 50.

Consiguió una cabaña prestada. Allí un carpintero le dijo que una de las tantas necesidades del lugar, eran los palos de escoba. El carpintero le prestó un torno y Francisco lo montó en la misma cabaña donde vivía.

Era un hombre joven, alto, que hablaba perfectamente el castellano y el alemán, y también era soltero. Eso le facilitó hacerse de amigos y de alguna muchacha.

Una noche, salió de juerga. Nada para recordar especialmente,… salvo su regreso a la cabaña.

Cuando estaba a 200 metros vio llamas y una intensa humareda.

Su casa quedó reducida a cenizas en pocos minutos. Perdió todo y le quedó un temor eterno por el fuego.

Se fue de San Martín de los Andes, poco después. Se llevó consigo solo unas fotos chamuscadas, lo único que pudo rescatar de las cenizas. Son las que mismas que veo ahora, en donde mi padre aparece todavía joven y sonriente.


Enrique Pfaab


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