domingo, 23 de agosto de 2015

La tumba vacía de Ramón Rodríguez



Ramón Rodríguez siempre fue un hombre previsor. De chico ya mostraba esa tendencia. En primer grado era el único al que le quedaban galletas en el último recreo. Por eso su familia no se sorprendió cuando llegó una tarde del trabajo y anunció que había comenzado a pagar un seguro de sepelio. Eligió cómo serían su velatorio y su cortejo, y qué debía hacerse con su cuerpo.

Tenía 50 años y buena salud, por eso muchos de sus amigos y parientes no entendían ese apuro por pensar en la muerte. Pero al revisar cómo había procedido Ramón durante toda su vida era fácil entender esta previsión. Su necesidad de planificar el momento de su muerte era coherente con el resto de su historia.

El hombre vivía en Guaymallén, hacía trabajos administrativos en una empresa de transportes, tenía dos hijos varones adolescentes y casa propia en un barrio del IPV. Además poseía auto, su esposa era docente y sus ingresos les permitían tener una vida sin sobresaltos, incluidas, unas vacaciones de verano que contemplaban 10 días en el mar. No había nada de qué preocuparse.

Justamente de una de esas vacaciones fue que el hombre volvió con la idea de prever los detalles de su funeral. Recordaba que una cooperativa eléctrica, junto con la boleta del consumo de energía, cobraba un seguro de sepelio para los integrantes de la familia del titular del medidor. Eran unos pesos más que se pagaban todos los meses casi sin notarlo y que le aseguraba una cobertura total en caso de fallecimiento de alguno del grupo familiar. Cada usuario firmaba una adhesión y listo. Era una inversión para el futuro muerto y un excelente negocio para la cooperativa, ya que siempre había muchos más pagadores que difuntos. Ese verano Ramón se trajo de la playa una buena caña de pescar y la idea de organizar su final.

Buscó en la guía de teléfono y llamó a varias funerarias y preguntó en algún cementerio. Había distintas ofertas. Algunas ofrecían hasta la posibilidad de hacerse sepultar en un cementerio a gusto del consumidor. Uno, perfectamente, se podía morir en Ñacuñán y descansar eternamente en el camposanto de San Fernando del Valle de Catamarca.

Por supuesto que en la mayoría de los casos se podía elegir el féretro, la inscripción de la lápida y hasta el texto que podía llevar el aviso fúnebre principal.

Ramón comentó el tema en uno de los asados de los segundos viernes de cada mes, en la estipulada reunión de amigos. Claro que varios lo tildaron de pesimista, desconociendo sus antecedentes de hombre precavido. “Yo no creo que sea cosa de pesimistas planear esto –se defendió– es sólo tratar de resolverles un problema a los que tienen que organizar un velorio de apuro cuando uno se muere”.

Después de tres meses de estudiar detenidamente varias opciones, Ramón firmó contrato con una compañía que, en cómodas cuotas mensuales y asegurándole la cobertura a partir del segundo pago, le ofrecía un féretro bonito, un servicio con café y masitas, un cortejo encabezado con tres coches negros y elegantes, y lo más importante, una linda sepultura en un cementerio privado.

Una vez firmado el contrato, Ramón comunicó la novedad a su familia. En medio de la cena les contó a su mujer y sus hijos dónde dejaría guardada la carpeta con todos los papeles y comprobantes de pago, y cómo deberían proceder en caso de que partiera al Más Allá. “Ustedes llaman a este teléfono, dan el número de mi cuenta y listo. Del resto se encargan ellos”, les dijo.

La familia no le discutió, pero fue inevitable que la comida transcurriera en un ambiente tenso, incómodo, difícil de sobrellevar. Pasó el tiempo. El tema ya había sido olvidado por todos, salvo por Ramón, que pagaba la cuota del seguro de sepelio en forma puntual y que guardaba prolijamente el comprobante de pago en la carpeta. Era una especie de ceremonia: cada vez que lo hacía era como volver a tomar conciencia de su condición de mortal y además se sentía aliviado por saber que ya estaba todo ordenado para su partida, y que nadie pasaría por el sufrimiento de tener que realizar esos trámites y encima tener que improvisar una solución monetaria de urgencia. Un día se le ocurrió ir a visitar el lugar donde iba a estar su tumba. Fue un sábado de abril en la tarde. No le dijo a nadie. Salió de su casa con la excusa de ir a visitar a una tía que vivía en San Martín y que hacía rato que no veía.

Sintió una sensación curiosa cuando caminó por los senderos internos del cementerio parque. Había canteros con flores, tenía el césped cuidado y tenía plantados varios árboles, que todavía eran muy jóvenes pero que alguna vez darían buena sombra.

El plan contratado no le aseguraba una ubicación exacta, sino la seguridad de estar dentro de ese lugar. Así que debió conformarse con caminar por entre las últimas tumbas y estimar por dónde podría ubicarse la suya si el viento soplaba en su espalda y fallecía dentro de unos 30 años. “Dadas las circunstancias, la cosa no está tan mal”, pensó. Se tomó casi una hora para vagar sin rumbo por allí y luego volvió a su casa, ensimismado. Su mujer le preguntó qué le pasaba y Ramón inventó la excusa de que había encontrado a su tía bastante desmejorada, cosa que era muy posible que fuera cierta.

Habían pasado dos años de la contratación del seguro de sepelio. Era domingo. Su mujer había organizado una tarde de té con unas amigas y sus hijos, cada uno por su lado, habían planeado distintas actividades. Él tenía ganas de salir un rato a despejarse después de una semana de rutina agobiante. Necesitaba algo muy relajado, dentro de lo posible en contacto con la naturaleza. Agarró su caña de pescar y se fue a El Carrizal. Era un soleado setiembre. Hizo algunos tiros desde la costa y después decidió meterse un poco. Había llevado la malla y el agua estaba tibia. Caminó hasta que tuvo el agua en la cintura.

Había tirado unas ocho veces cuando sintió el primer pique. Comenzó a recoger lentamente. En eso, su pié derecho resbaló y Ramón cayó. Se sumergió totalmente. Quiso pararse pero volvió a resbalar y luego, cuando parecía que podía apoyarse en el suelo para pararse, su pie izquierdo comenzó a hundirse en el barro. Y no volvió a salir a la superficie.

Su esposa comenzó a preocuparse a eso del anochecer y a la medianoche hizo la denuncia en la comisaría, acompañada por sus dos hijos, y luego de llamar a familiares y amigos, que no sabían nada de Ramón. A las 10 de la mañana del día siguiente, un policía le avisó que el auto de su marido había sido encontrado en El Carrizal, pero que no había rastros de su dueño. Al mediodía iniciaron un rastrillaje por el fondo del dique, pero no encontraron nada. Al mes se decidió suspender la búsqueda, aunque se mantuvo la denuncia de desaparición.

Han pasado 23 años desde ese día. Todavía no se sabe nada de Ramón Rodríguez. Su tumba sigue vacía.

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