domingo, 16 de agosto de 2015

La pirueta de Alejandro Puccio



La mañana del 8 de noviembre de 1985, cerca de las 11 creo que debe haber sido, andaba yo repartiendo libros en el Palacio de Tribunales de la calle Talcahuano, de la Capital Federal. Era cadete de una librería jurídica que estaba a 100 metros de la entrada principal del edificio y esa era una de mis rutinas. Había jueces, secretarios, fiscales y defensores que eran buenos clientes y compraban bastante, especialmente las últimas novedades de las editoriales jurídicas, que también se amontonaban en esa zona.

Por lo general usaba las escaleras para subir a los pisos superiores, donde estaban la mayoría de los despachos de nuestros clientes, incluso alguno de la Corte Suprema. Los ascensores siempre subían y bajaban repletos. A los abogados no les gustan las escaleras.

Ese edificio es imponente. Los pisos crecen en sus cuatro costados y el centro está libre, dejando un enorme patio interno en la planta baja en donde habían, en aquel entonces, dos grandes estructuras de chapa de color verde, que eran unas especies de kioscos donde funcionaban fotocopiadoras y alguna otra cosa por el estilo, que ya no recuerdo.

Esa mañana tuve que subir hasta el 5º. Tenía un paquete de 4 libros, para un juez. Como siempre, en el edificio iba y venía un montón de gente. Sacos y corbatas, trajes y faldas.

Mientras caminaba por uno de los pasillos de distribución, que dan al espacio libre central y que tienen unas barandas muy trabajadas de hierro y madera, me crucé con una comitiva que esperaba en una de las puertas. Nada fuera de lo común. Tres policías de la Federal, dos tipos de traje y un tipo joven de pelo largo y vestido con ropa informar pero de marca. Estaban ahí los seis, esperando tranquilamente. Nadie estaba esposado, no había gestos especiales que indicaran que los policías estuvieran custodiando a alguno de los civiles, nada. Lo único que llamaba la atención (apenas) era la diferencia en el vestuario.

Entregué los libros un par de despachos más allá. Cuando cumplí el recado y salí al pasillo, el grupo ya había entrado.

Bajé por las escaleras, llegué a la planta baja y salí por la puerta principal de Talcahuano. Cuando estaba a mitad de las escalinatas, sentí el estruendo y el griterío.

Volví a entrar y le pregunté a un ordenanza que conocía, que había pasado. “Se tiró uno”, me dijo. De pronto el lugar se había llenado de policías. El tipo que se había tirado del 5º piso, había caído sobre uno de los kioscos de chapa verde. La estructura había amortiguado un poco el golpe y el fulano todavía estaba vivo. Era Alejandro Puccio, el hijo de Arquímedes, el rugbier que jugaba en el CASI, el integrante de Los Pumas, el que estaba vestido de ropa sport, sin esposas, junto a los tres policías y los dos fulanos de traje. Era un preso de clase alta y ni la Justicia ni la Policía lo trataba igual que a cualquier reo, a pesar de que fuera parte de una de las bandas más macabras de la historia del país.

Alejandro Puccio no se murió ese día, recién se murió el viernes 27 de junio de 2008, cuando ya estaba en libre, después de obtener una serie de beneficios que le permitieron obtener la libertad condicional 8 meses antes de su muerte, a pesar de que había sido condenado a perpetua. Tenía 49 años y dicen que su muerte fue alguna complicación derivada de esas antiguas lesiones que sufrió esa mañana del 85.

Cosas , que casi había olvidado.

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