martes, 25 de agosto de 2015

Canto urgente para Horacio Rubén Monte, el Zorzal



Su madre falleció como consecuencia del alcoholismo. Su padre también. La última vez que lo vi me dijo que él ya se sentía morir. “El problema es que los borrachos somos muy sensibles y cualquier cosa nos afecta, por eso siempre volvemos a tomar”, explicó. Se llamaba Horacio Rubén Monte, pero todos lo conocieron como el Zorzal.

Es la historia de uno de los tantos indigentes que pasan la mayor parte de sus días en las calles de la ciudad. De cualquier ciudad. De todas. Es uno de esos que intenta esconderse de la mirada del vecino común, del turista y del policía.

Fue hace tiempo. Acababa de terminar otro día de Navidad. Ya la mañana del 26 de diciembre la ciudad comenzaba a recuperar su terreno perdido, su ritmo apurado. En esa esquina habitual ya se congregaba, como todos los días, una decena de hombres cuyas edades iban desde los 25 a los 50 años. Todos, en mayor o menor medida, estaban bajo los efectos del alcohol pese a que apenas habían bebido. El Zorzal era uno de ellos.

Charla

Intenta enfocar su mirada y logra verme. Se acerca caminando lento, mostrando una marcada renguera en la pierna derecha.

Acepta inmediatamente la invitación a sentarse en el borde de un cantero presagiando lograr algún cigarrillo o algo de dinero para comprar algo más de vino.

Confiesa que nació en Carcarañá, Santa Fe, hace 43 años. “Mi madre y mi padre eran alcohólicos. Ella murió en el ’81 por los daños que le causó la bebida y mi padre murió atropellado por un auto en el ’85, cuando caminaba borracho por la calle”.

Horacio Monte recuerda: “Un día, cuando yo tenía 13 años e iba a séptimo grado, llegué en pedo a la escuela. Nunca más pude dejar de tomar, salvo en algunos momentos que fueron muy breves”. A esos “momentos” los ubica hace varios años atrás. Duraron “unos siete meses cuando tuve tuberculosis”. Cuando le pregunto por qué bebe, intenta armar una respuesta en su mente, se queda callado unos segundos y luego, meneando la cabeza resignado dice: “Es cosa del destino. Tenía que ser así”.

De vida y amores

El Zorzal, bautizado así por su gusto por el canto, cosa que ya casi no hace, recuerda haber trabajado en un frigorífico en Carcarañá y “en el ’82 me vine a dedo, para hacerme la temporada. Vine por cuatro meses y no me fui nunca más”. Tuvo alguna actividad esporádica en el rubro de la construcción y en otros momentos, también efímeros, en la gastronomía.

Pese a que luego reconoce que en un momento de su vida intentó formar pareja con una mujer (“se llamaba Norma”) a la que conoció en forma casual, al preguntarle sobre su vida amorosa contesta: “Siempre fui un loco y por eso no me casé ni armé familia”.

Sin embargo, cuenta que un día, en algún paso por un pueblito casi perdido pero cercano, se cruzó con una mujer que estaba barriendo la vereda, a la que le pidió algo de comer. “Ella me dio algo. Esas noches yo dormía en el hospital para no pasar frío y una madrugada, Norma fue a verme. Es una buena mujer”, dice, aunque se reserva mayores datos y no cuenta pormenores de su historia de amor ni cuál fue su desenlace.

La charla con el Zorzal no es simple. El diálogo es lento. La bebida ha hecho estragos, fundamentalmente en estos días en los que la dádiva de los transeúntes ha aumentado debido a un engañoso espíritu navideño y ha permitido que la compra de alcohol por parte de estos hombres sea mayor que la habitual.

No obstante, pese a su estado, logra liar un cigarrillo con sus manos callosas y sucias, previo manguear tabaco y papel a su interlocutor.

En los 45 minutos que duró la charla, la voz de Horacio Monte se quebró varias veces y las lágrimas corrieron por la piel curtida de sus mejillas. “Los borrachos somos muy sensibles, cualquier cosa nos pone mal”, dice.

También utiliza esta frase para explicar el por qué de la reincidencia con el alcohol. “Nosotros, a veces, dejamos de tomar pero cualquier cosa que para otros parece insignificante, nos pega y volvemos a tomar”.

El Zorzal rescata la amistad que tiene con Walter, uno de sus compañeros de desventuras. En determinado momento, el nombrado se acerca con actitud de desconfianza: “¿Vos sos policía?”, me pregunta. Le respondo que no y me pregunta nombre y edad.

“Soy el Enano y tengo 18 años”, dice sin dejar de desconfiar. Poco después reconoce que se llama Walter y tiene 48 años. “Con este (por el Zorzal) somos hermanos más que amigos”.

El Zorzal dice que él es padrino de un hijo de Walter. Este en tono pícaro dice inmediatamente: “Es que, lamentablemente, las mujeres me siguen dando bola”.

La mayoría de estos hombres viven en la calle o en alguna casita abandonada. Algunos particulares, alguna organización humanista, intentan darles comida, algo de ropa y un poco de atención.

Pero desgraciadamente el esfuerzo de pocos alcanza para poco. El Zorzal reconoce: “A veces me siento morir. Hace unos días se me reventó la úlcera y además, tengo mucho dolor en el pecho”.

También recuerda cuando se fracturó la pierna izquierda. Todavía hoy le cuesta caminar.

Intentando encontrar alguna esperanza en su alma, el Zorzal sólo confiesa que quiere “volver algún día a Carcarañá, llevar a Norma, encontrarme ahí con todos mis amigos y después dejarme morir tranquilo”. Sin embargo, dice que quiere a esta ciudad indiferente donde sobrevive. “Le agradezco todo lo que me da”.

Habla y piensa como si ya tuviera 70 años. “Es que la calle es la mejor facultad y te enseña todo. Hasta cuestiones morales. Acá, en la calle, hay borrachos y borrachos, y nosotros (él y Walter) somos personas sanas”.

La charla llega a su fin. Uno de sus compañeros lo viene a buscar para “ir a comer a la iglesia”. El Zorzal pide unas monedas para otro vino y luego se despide. Mañana seguirá en este lugar. El próximo invierno, como todos los años, el frío se llevará la vida de uno de sus camaradas o la suya propia.

Pasaron otras navidades. La última vez que supe del Zorzal me dijeron que le habían amputado una pierna. Otro aseguró que ya había muerto.

Pero Zorzales hay muchos. En todos lados y en todas las ciudades. Hay tantos que nadie se da cuenta si alguno muere. Como si sobraran.

PD: Horacio Rubén Monte murió a principios de 2013. Ya le habían amputado las dos piernas, pero no le quitaron las alas.

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