domingo, 23 de agosto de 2015

La venganza del carnaval



Prohibir muchas veces, por no decir siempre, produce el efecto opuesto al buscado por quien resuelve impedir por decisión unilateral. Lo prohibido se va macerando clandestinamente, tomando cuerpo en la oscuridad, en los márgenes, y termina resurgiendo con más energía, con más belleza, con más pasión. Ese resurgir a veces es un estallido y otras un simple levantamiento de la prohibición que produce un efecto menos espectacular pero no menos estruendoso.

El carnaval es una fiesta pagana, mal vista desde siempre por la Iglesia. También la alegría popular es algo que le cae incómodo y es combatido por los regímenes dictatoriales.

Por eso en 1976, apenas derrocado el gobierno de María Estela Martínez de Perón, la dictadura prohibió los festejos de Carnaval en todo el territorio nacional.

Esto sólo hizo confirmar lo que ya quería erradicar con enorme dedicación el gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía.

Quienes habían nacido en los años anteriores a la prohibición y ya tenían edad para recordar guardaron por 34 años algunas imágenes entrañables de esos festejos y las contaron alguna vez a los más jóvenes con profunda añoranza y suponiendo que esas alegrías pasadas eran sólo un recuerdo más de la niñez o de la juventud.

Entonces hubo que explicar los significados de las palabras murga, corso, comparsa y candombe, entre otras. Si bien la prohibición asesinó los festejos en las grandes ciudades, no pudo impedir aquellos que se siguieron realizando en algunos puntos del interior de país, bien metidos en el corazón de la patria y en donde el carnaval tiene mucha más relación con las costumbres de los pueblos originarios.

Curiosamente, los que no protestaron por la prohibición fueron los que por muchos años después aseguraban que “la alegría es sólo brasileña” y admiraban los carnavales de Río. En cambio, nada decían de las magníficas murgas uruguayas porque éstas eran contestatarias y rebeldes. Peligrosas.

Pero los vecinos comunes que añoraron durante 34 años los comunes festejos vecinales atesoraron imágenes simples, alegres y no olvidaron ni perdieron la esperanza del regreso del carnaval.

Más allá de los grandes corsos que se celebraban en las principales avenidas de las ciudades, de los bailes de todo pelaje, los recuerdos más entrañables son los festejos barriales, las batallas a baldazos entre vecinos, los pomos y las bombitas de agua. Y también los corsos barriales y las modestas carrozas montadas en la chatita de la cuadra.
Un recuerdo: cierta vez un alemán morocho de bigote espeso, de 2 metros de altura y que calzaba 48, armó un barco pirata en su Rastrojero modelo 58, color rojo y con caja de madera. Además de sus dos hijos –uno de 8 y otro de 3–, a los que criaba solo después de la muerte de su esposa, invitó a participar a todos los pibes de la cuadra del corso que se organizaba en la barriada donde vivían.

La abuela materna de los niños, antítesis del duro alemán, bajita, tierna y hábil en el arte de la costura, hizo unos improvisados pero muy logrados disfraces, coronados con unos pañuelos rojos que cubrían las cabecitas de sus nietos y que tenía bordados en la parte delantera una calavera blanca y negra con dos huesos cruzados por atrás.

El corso estaba repleto de gente, viendo pasar las modestas carrozas.

Los espectadores no sólo miraban, sino que se tiraban agua y espuma en aerosol y también cubrían con ella a los que iban sobre las camionetitas.

No había premios a los mejores, porque no había mejores, únicamente participantes. Era un acto de alegría, nada más. Todos volvían después a sus casas cansados, mojados y felices. Todos, quien más quien menos, tiene algún recuerdo entrañable de esos años, de esos días calurosos de febrero.

Para las grandes comparsas, “todo el año era carnaval” ya que debían trabajar durante más de 11 meses para poder festejar sólo “cuatro días locos”, frases que quedaron incorporadas como dichos al hablar popular.

De esos años queda poco. El alemán grandote ya ha muerto. La abuela también. El Rastrojero 58 fue vendido hace mucho y los pibes que participaron en ese corso ya no mantienen contacto entre sí. Ni siquiera entre ellos recuerdan sus nombres.

Pero el carnaval ha vuelto. Y es como vencer el paso del tiempo.

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