domingo, 23 de agosto de 2015

Delitos por amor


Los caminos para lograr el amor nunca van en línea recta. Son zigzagueantes, accidentados, repletos de obstáculos y de riesgos. Este sendero caótico hace que la meta sea más deseada, que el objetivo a alcanzar se vea como ideal y que el enamorado, para alcanzarlo, sea capaz de transformar sus debilidades en fortalezas. Agustín supo ser uno de esos incansables buscadores de la felicidad.
Si esta historia hubiera sucedido hace 200 años, seguramente el galán hubiese utilizado como herramientas de conquista su zaino, sus versos garabateados en un papel amarillento y decenas de ramos de rosas que llegaran puntualmente al domicilio de su amada. Pero la conquista no ocurrió en esa época sino en 2007, cuando la galantería ya no era tan efectiva, las mujeres amadas eran menos soñadoras y la realidad asfixiaba la esperanza. Agustín usó internet para enamorar a Rosa. Él vivía en Luján y ella en Junín. Ella tenía 26 y él era cinco años menor.
El cortejo a la distancia, sólo viéndose en fotos, tenía el encanto de la expectativa, de la ilusión y, por lo tanto, era ideal. Ayuno de desilusiones mundanas. A veces con su inspiración y otras transcribiendo lo que aparecía en Google bajo la consigna “Poemas de amor”, Agustín enviaba por correo apasionados mensajes y, cada tanto, hasta algún ramo de flores.
Después de un par de meses Agustín y Rosa decidieron correr el riesgo del desencanto y pautaron la primera cita en un bar de San Martín. “Tenía las manos pequeñas y bien cuidadas. Era lampiño y tenía la piel muy suave. Era un caballero, me trataba con dulzura y con respeto”, relató Rosa un año y medio después.
“Me contó que usaba una faja en el pecho porque lo habían operado hacía poco de un problema cardíaco congénito. Todavía tenía que cuidarse, pero su salud ya estaba bien y me dijo que dentro de poco podría hacer una vida normal”, recordó.
El primer encuentro dejó un buen resultado y el noviazgo, ya sin la ayuda de internet, avanzó sin inconvenientes, hasta que Agustín fue presentado como novio oficial ante la familia de Rosa.
La chica vivía con su madre, su abuela y una hermana mayor, que era madre soltera de un niño pequeño. Agustín no le cayó muy bien a la familia. Posiblemente haya sido por la forma en que se habían conocido.
Además, las preguntas “¿cómo lo conociste?, ¿quién es?, qué hace?, ¿dónde vive?” obtuvieron respuestas difusas y que no convencieron principalmente a la madre de Rosa.
Pese a todo, el noviazgo continuó. Hubo miles de besos apasionados y cientos de caricias. Sólo faltó el sexo, aunque el momento propicio era esperado ansiosamente. Agustín tenía algunas cualidades que lo diferenciaban del resto de los hombres que había conocido la chica: era atento y suave; hacía regalos de buen gusto; tenía dinero suficiente como para realizar salidas entretenidas y, principalmente, entendía perfectamente a Rosa y tenía la virtud de poder ponerse en su lugar y detectar rápidamente sus necesidades, sus angustias y sus esperanzas.
Aunque el rechazo de la familia de la chica comenzó a generar algunas discusiones, finalmente, después de un año y cuatro meses de noviazgo, Rosa decidió poner fin a la relación. Agustín no aceptó el final. Insistió de mil maneras, siempre sin éxito.
Hasta que finalmente pergeñó un plan desesperado, que creyó podía ser la única posibilidad de recuperar a su amada. Imaginó que la única alternativa para reconquistarla y vencer el rechazo de su familia era rescatar a Rosa de una grave situación de peligro, cual caballero andante.
Fue entonces que Agustín se contactó con un amigo de Rodeo del Medio, un ratero de segundo orden. El plan era que éste fingiera un asalto a la casa de Rosa y que, en un momento, Agustín llegara para luchar con el asaltante y lo hiciera huir, declarán dole así a la chica su perdurable devoción.
Fue una madrugada de setiembre. El ladrón entró armado a la casa de la muchacha, redujo a todos e inició el robo. Pero algo falló. El fingido asaltante comenzó a vaciar de cervezas la heladera de la casa y se entusiasmó con su papel. Agustín no recibía la señal convenida para su ingreso heroico y se empezó a preocupar.
Entonces decidió cubrirse el rostro con un pañuelo y, en el papel de cómplice, entró para ver qué ocurría. Encontró a su amigo bebiendo a más no poder y metiéndose en el bolsillo todo lo que consideraba de valor. “¡Pará! ¡No vinimos a esto!”, le dijo varias veces Agustín y quiso quitarle el revólver, pero fue en vano.
Finalmente, después de 5 horas en el interior de la casa y resignándose a dejar trunco el papel de gran salvador, Agustín convenció a su cómplice de que se fueran.
Después de varios días de pesquisas sin resultados la policía decidió investigar a Agustín, el novio despechado.
Ubicaron su casa, en Luján, y hablaron con su familia. Y lo detuvieron. Agustín les confesó que él había ideado el robo y les explicó por qué lo había hecho. Pero a cambio de esta confesión les pidió un favor: “No soy Agustín, soy Yésica. Les pido que no le digan a Rosa que soy mujer, porque nunca me va a perdonar”.
Yésica era huérfana y fue criada por sus tíos. Eran una buena familia. La chica estudiaba y trabajaba, y no tenía antecedentes penales y todos quienes la conocían aseguraban que tenía muy buena conducta. Siempre usaba el pelo corto y se vestía con ropa un tanto varonil. Pero nunca ocultó su condición de mujer en su vida cotidiana.
Dicen que hubo un acuerdo entre partes para que Yésica no fuera castigada por la Justicia. Y también dicen que Rosa la perdonó. Después de todo, el amor fue el único culpable, ya que anula la razón y bloquea el entendimiento

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