miércoles, 19 de agosto de 2015

La belleza brutal




Texto: Enrique Pfaab

De chico, nunca entendí a los turistas. Los veía como un montón de gente atolondrada, que pagaba por estar en un lugar del que yo me quería ir. Ellos rogaban para que nevara, mientras yo hacía nudos en mi pañuelo mugriento para que no cayera ni un copo. Siempre creí que esa gente estaba mal de la cabeza. La verdad es que, en el fondo, lo sigo creyendo.

Para ellos, una gran nevada significaba diversión. Para mí, significaba agarrar la pala para despejar 400 metros de calle, para que pidiera salir el Rastrojero modelo 58 y mi viejo se pudiera ir a trabajar con sus herramientas de jardinería.

Para ellos, la nieve era ir a esquiar al Cerro Catedral. Yo jamás pisé ese lugar para divertirme. Las pocas veces que fui, fue para ir a trabajar y jamás aprendí a esquiar y ni siquiera quise hacerlo.

Para ellos, la nieve era disfrutar el paisaje y poder contar la anécdota unas 700 veces, cuando regresara a su ciudad. Para mí, era caminar cuatro kilómetros para ir a la escuela y pasarse el día con los pies mojados, azules de frío y que me salieran sabañones.

Si alguien me preguntara cómo recuerdo mi infancia y que eligiera la primera imagen que me viniera a la mente, diría que es la de un pibe de 10 años, bastante mugriento y siempre despeinado, que anda caminando por la ruta y haciendo dedo a cada auto que pasa para tratar de achicar la distancia. No es un recuerdo triste. Quizás sea un recuerdo áspero, pero no amargo.

A veces, un auto de turistas paraba y me levantaba. Para mí, todos los turistas sonaban como porteños y me hacían preguntas absurdas sobre el lugar, el clima y mi vida. Con el tiempo, me di cuenta que yo era parte de ese paisaje que les fascinaba. Que era un personaje pintoresco, curioso y que sería parte de las anécdotas que contarían 700 veces. Esa experiencia condicionó parte de mi vida, al menos en lo que se refiere a viajar y conocer nuevos lugares. Yo prefiero ir a dónde va la gente del lugar, hacer lo que hacen ellos, tratar de vivir brevemente sus vidas. De mis pocos viajes, yo recuerdo más las caras y las charlas, que los paisajes. Quizás haya desperdiciado esas experiencias, pero no supe vivirlas de otra forma.

Por eso, para mí, lo bello y lo despiadado se parecen mucho.

El lugar más hermoso y, a la vez el más duro en el que me tocó vivir de niño, fue en una estancia de Lago Hermoso, sobre la ruta de los Siete Lagos.

La propiedad, inmensa, era de un alemán que se llamaba Vögel (Fogel, según la pronunciación y que se traduce como Pájaro) y que jamás aparecía por allí. La estancia hasta tenía una escuelita albergue que tenía ciclo lectivo de verano, de septiembre a maryo, y una sola maestra (Ana María se llamaba) que también era directora, cocinera y niñera. 



Era una cabaña más o menos cómoda, de una sola aula, sin luz ni gas. Los alumnos estaban todos juntos, de 1º a 7º y, además de tratar de aprender algo sin mucho método, hacían las tareas necesarias para que se la escuela funcionara: juntar y cortar leña, mantener la limpieza y esas cosas. Allí hice mi 5º grado y mi hermano, que tenía 5, aprendió a leer y escribir. Creo que nosotros dos éramos los únicos que teníamos una edad acorde al grado que cursábamos. Los otros chicos eran mucho más grandes. Recuerdo a varios que rondaban los 13 y 14 que estaban el 1º.




La estancia se dedicaba a dos cosas: la explotación maderera y la crianza de ciervos y jabalíes, para la caza.

El aserradero, en donde los lengales de la región eran los más aprovechados, estaba en la zona de la escuelita y en donde vivíamos. La mayoría de las familias eran chilenas y vivían muy dispersas.

En el otro extremo de la estancia, como unos 15 kilómetros al norte, estaba (está) Parque Diana. Allí se criaban los animales y era el casco principal de la propiedad, pensado para albergar a los cazadores. Antes de avanzar, vale aclarar que el ciervo colorado y el jabalí no son especies autóctonas. Solo fueron introducidas a la zona con el fin de la caza y provocaron la extinción de especies nativas.

No conocí lugar más bello y más brutal que ese.

Allí sí, nevaba. Muchísimo. Todo era blanco, de mayo a octubre. En ese invierno recuerdo haber tenido que hacer un túnel (literalmente) varias veces, para salir de la casa donde vivíamos.

De ese tiempo, recuerdo la soledad impresionante, el silencio absoluto, la total oscuridad de las noches, el frío intenso. La belleza brutal, tremenda, áspera, agresiva.


Nos fuimos un día, de allí. Regresamos al lugar en donde la nieve solo llegaba hasta las rodillas.

Los turistas no entienden de eso. Lo ignoran. Y es mejor que así sea.

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