jueves, 20 de agosto de 2015

El payaso Pancita

El gordo Gutiérrez, sentado, de sombrero y pañuelo en la cabeza


Tarde de domingo. Cementerio de Junín. La mujer mira el nicho desde lejos, disimuladamente. Espera. Le dicen Pelusa. Con la mano diestra metida en el bolsillo de su saquito tejido, acaricia un singular silbato de bronce que parece una corneta mínima. Sabe que alguien vendrá, como siempre.

Esta vez son dos viejos los que se encuentran frente al nicho. Han venido a honrar a sus muertos, cada uno por su lado. Se saludan, miran la placa del nicho, e inician un contrapunto: “¡El Gordo Gutiérrez! ¡Este sí que era un tipazo! ¿Te acordás? Todos los jueves se paraba en la puerta del cine, esperaba a que empezara la película y entraba 15 minutos después, saludando a todos a los gritos?” Se ríen. “¡Cómo se calentaba Ángel Fuentes, el operador! Cortaba la proyección y encendía las luces. Esperaba a que el Gordo terminara de saludar, se sentara y volvía a poner la película desde el principio”. Se ríen más. “La más grande que se mandó ahí, en el Cervantes, fue cuando entró con una bolsa arpillera, la abrió en medio de la película y salieron como 30 gorriones que se fueron directo a la pantalla y quedaron revoloteando allí, encandilados por la luz del proyector, ¡qué quilombo armó!”. Se quedan frente al nicho como 10 minutos, rememorando diez disparates semejantes. Pelusa los mira disimuladamente. Los escucha hablar y acaricia mil veces el silbato, ese que usaba el gordo Gerardo Gutiérrez, su padre.

Nació en Junín a fines de la década del 20. Era electricista. Siempre fue más más fácil saltarlo que rodearlo. Sus 150 kilos de energía pura estuvieron dedicados, voluntaria y naturalmente, a hacer reír. Sus amigos del Club de los Pellejudos lo recuerdan como el alma de todas las varietés. Amaba a Cantinflas, a Nicolino y a Frank Sinatra. Y en 1952, en época de vendimia, su corazón generoso comenzó a amar fervorosa e incondicionalmente a alguien más.

Había llegado el Circo Blumberg, un típico circo criollo más parecido a teatro andariego que a espectáculo circense. La compañía era mejor que la del Circo de Fany y Clide, que había llegado tan hambreada a Junín que tuvieron que conchabarse como cosechadores en la finca de Ramón Mucarcel e, incluso, desgraciar al chivo que hacía piruetas para llenar la panza.

Lo cierto es que la primera función del Blumberg no funcionó muy bien. Los espectadores abuchearon a los payasos y, con sorna, pidieron a gritos que “¡entre el Gordo Gutiérrez!”. Y el Gordo no se hizo rogar. A los tres minutos estaba en medio de la pista improvisando una rutina, tocando melodías y acompañando sus morisquetas con su silbato de bronce. Su objetivo no era ganarse los aplausos, sino congraciarse con Nélida Sosa, la mujer que atendía la taquilla. Era cordobesa, viuda del que había sido el director de la banda del circo y madre de tres hijos. El Gordo quedó embobado desde el momento que la vio.

Las pocas semanas que el Blumberg estuvo en Junín le bastaron a Gutiérrez para lograr su objetivo de galán y, para sorpresa del pueblo, cuando el circo partió el Gordo se fue con él.

La pareja se consolidó inmediatamente. El juninense se ganó rápidamente el cariño de Carlos, Miguel y Ricardo, los hijos de Nélida, quienes lo consideraron desde allí, y por siempre, su padre. Ricardo, el más pequeño, fue bautizado por el Gordo como Soti, ya que decía que se parecía “a la sota de bastos” por un gorrito que le ponía su madre.

Que el Gordo se convirtiera en payaso, el “tony” en el ambiente circense, fue algo natural. Y que se lo llamara “el payaso Pancita” fue algo inevitable.

Gutiérrez seguía haciendo bromas dentro y fuera del espectáculo. Un día, en medio de la función, se le ocurrió liberar a un viejo y manso león que, a paso lento, se metió entre el público. Hubo un desbande general.

El Blumberg viajó por varias provincias. En alguna de ellas nació Norma. Y después toda su troupe se incorporó al gran Panamerican Circus, con el que visitaron el resto del país y las naciones vecinas.

A mediados del 55 la compañía viajaba hacia el sur por las provincias mesopotámicas. En septiembre estaban en Curuzú Cuatiá y el golpe de Estado que derrocó a Perón los sorprendió allí. Las racias generalizadas dispuestas por la Revolución Libertadora preocuparon al Gordo, quien decidió que era tiempo de dejar el circo y regresar a Junín con su nueva familia, preservando especialmente a su esposa, que ya estaba embarazada de Pelusa, su última hija.

En sus pagos retomó el oficio de electricista y también se trasformó en el iluminador oficial de las fiestas de la Vendimia del departamento. El Soti, gordo como su padre, se convirtió en su hijo dilecto, su ayudante y su mejor compinche de travesuras y bromas.

Compró una chatita Chevrolet modelo 27. Tenía una cabina mínima en donde padre e hijo entraban a duras penas. Soti debía viajar con medio traste sobre su papá y el otro medio asomando hacia afuera. El Gordo bautizó la chata y le puso un cartelito con el nombre: “El Corpiño”. Cuando le preguntaban el por qué, respondía: “porque sólo entramos dos”.

Después de miles de andanzas y de ocurrencias, el Gordo enfermó gravemente hacia fines de 1977. Un despiadado y poco ortodoxo tratamiento para adelgazar le había hecho perder 30 kilos en menos de un mes, su hígado acusó el impacto y se deterioró irremediablemente. Cuentan sus hijos que, postrado en la cama del sanatorio y aun cuando sufriendo tremendos dolores, bromeaba con sus médicos y los obligaba a salir corriendo hacia el baño para no mearse de la risa.

Murió el 10 de febrero de 1978, el día en que Junín celebraba su fiesta de la Vendimia.

Ayer fue domingo. Y como siempre frente al nicho del Gordo se pararon varios juninenses para reírse una vez más con sus ocurrencias. Pelusa los miró desde lejos. La mujer sonrió, lloró lágrimas dulces y acarició el silbato de bronce del que pareció surgir nuevamente Strangers in the Night.

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