miércoles, 26 de agosto de 2015

Las historias del afilador



Ilustración: Diego Juri

Es inevitable que el otoño produzca esa sensación de ocaso, de anuncio del final, de penúltimo acorde. No hay forma de evitar su melancolía. Usarlo de metáfora para referirse a la vejez es un camino demasiado transitado.

Es indudable que el mendocino, o más correctamente la mujer mendocina, se empeña en tener limpia su vereda y en otoño redobla su esfuerzo para liberarla de hojas rojas, amarillas, secas, arrugadas.

En esta fiebre de quitar las hojas muertas hay algo más que el afán de la limpieza: hay una urgencia por olvidar, negar que todo se termina, que el final es inevitable. Que aunque la vereda está más linda que nunca, más suave y más tierna, es mejor despejarla urgentemente antes de que esas hojas se parezcan al abandono y anuncien que ya es tiempo de concluir.

En este trámite de limpieza y resignación anda la gente por estos días. A varios de estos melancólicos frentistas se les debe haber presentado una de estas mañana don Carlos Gutiérrez.

“Buenas”, dijo Gutiérrez el otro día, mientras frenaba su bicicleta. Después le puso el soporte que la mantiene parada y con su rueda trasera en el aire. Gutiérrez es un afilador, de esos que ya casi no existen o, al menos, que casi no se ven.

Paró nada más que para hablar. Ni siquiera ofreció su servicio al tipo que barría las hojas de su vereda esa mañana de sábado. “Así están las cosas….”, dijo Gutiérrez, como para justificar una charla. Aseguró tener 54 años, una esposa y 5 hijos.

Además afirmó que fue único hijo varón y que tuvo siete hermanas. “Nací en San Martín, pero anduve por casi todo el país” y enumeró: “Santa Fe; Buenos Aires; Entre Ríos; San Luis; San Juan;…”.

Dijo que “antes la cosa se movía más, había mucho más trabajo; todos tenían algo para afilar. En cambio ahora el trabajo es mucho menos, pero también somos muchos menos los afiladores. Entonces la cosa se equilibra sola”.

El vecino ya está apoyado en la escoba y escucha. El afilador está parado frente a él solo porque tiene algo para contar. Eligió estar ahí y en ninguna otra parte, vaya a saber porqué.

Dice que “sigue habiendo trabajo, pese a esos podridos Tramontina” y a toda esta “cultura de: se usa y se tira”. Asegura que como hace cien, doscientos años, “el mejor acero sigue siendo el alemán”.

En eso sale Nancy, la vecina de la casa de al lado. Lo vio ahí, pese a que Gutiérrez no hizo sonar su flauta de pan. “¿Puede sacarle filo a este?”, le pregunta, mientras le muestra un soberbio cuchillo de 35 centímetros de hoja. “Claro que si, doña”, dice el afilador y empieza a pedalear suave, lentamente, y apoya el acero casi con ternura sobre la piedra que apenas acaricia la faca.

Las chispas le avivan la memoria a Gutiérrez. Cada vuelta de pedal le trae un nuevo recuerdo. Entre ellos surge Bernardino Arancibia, un afilador como él que supo vivir en Lavalle hace años y que en los ´60 partió con su bicicleta buscando mejores horizontes, pese a que su futuro ya era estrecho.

Resulta que llegó un buen día a algún pueblito de Santiago del Estero, casi perdido entre salitrales. Arancibia venía sopando acordes en busca de clientes. Era una siesta de marzo.

De una casa de frente amarillo, de ventanas verdes y cortinas con flores, salió un hombre como de unos 40 años. “¡Oiga, afilador!”, le gritó a Arancibia que ya estaba por pasar de largo. El afilador frenó y regreso. “Sáquele filo a este facón, compadre”, le dijo mientras le pasaba un cuchillo de acero Arbolito, con empuñadura envuelta en cuero.

El lavallino se dedicó al trabajo mientras el hombre lo miraba atento. Quiso buscarle conversación, pero apenas le sacó respuestas monosílabas. Un “si”, un “no”. A lo sumo un “tal vez”.

Entonces Bernardino Arancibia eligió contar su historia, su camino, sus meses sin rumbo fijo, su pasado de desengaño. El cliente asintió, dijo “acá es lo mismo, por más que uno no se esté yendo a ninguna parte”.

Por un instante al afilador le pareció que su vida era más amable que la del desconocido. Que pese a la incertidumbre del día siguiente, él conservaba alguna ilusión, mientras que su interlocutor las había perdido todas o ya las había olvidado.

El encuentro no duró más de 15 minutos y ese cruce de frases no fue un diálogo. Se pareció más a un intercambio de pesares que ya no necesitaban consuelo.

Entonces Arancibia terminó su trabajo y devolvió el cuchillo. “Son 15 pesos”, dijo. El hombre agarró el facón, pagó sin protesto y encaró para la casa, sin siquiera despedirse.

A Bernandino eso no le gustó. Algo estaba mal. Quizá por eso hizo más lento que de costumbre el embolsillar el pago, sacar el trípode de la bicicleta y montarla después.

Iba ya como a 200 metros cuando un grito lo hizo mirar para atrás. Una mujer salía de la casa corriendo. Atrás de ella salieron su cliente y otro hombre, trenzados en una pelea.

La mujer cayó en el medio de la calle. El desconocido también se derrumbó junto a ella. El cliente de Arancibia quedó parado al lado de los dos, todavía con el cuchillo recién afilado en la mano, chorreando sangre.

Bernardino Arancibia tuvo que declarar esa tarde en la comisaría como único testigo. Allí se enteró que su cliente era un tal Inostroza y que esa siesta de marzo había matado a su esposa y a su mejor amigo, después de haber confirmado que ambos lo traicionaban desde hacía varios meses.

En el otoño mendocino, mientras caen las hojas amarillas del paraíso, Carlos Gutiérrez termina de afilar el cuchillo de Nancy. La señora paga, se despide y entre a su casa. El ambulante termina de contarle la anécdota al hombre que barre la vereda. Después confiesa: “Me han pasado cosas raras a mí también”, pero se las guarda. Se sube a su bicicleta y se va, haciendo sonar su melodía. A la vuelta de la esquina saldrá a su encuentro otra vecina u otro hombre angustiado.

El otoño es un epílogo. Los afiladores también lo son.

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