lunes, 10 de agosto de 2015

El hijo del peluquero


He tenido muchas vidas y, por lo tanto, varias infancias.
Una de ellas transcurrió (ahora me doy cuenta) en una zona alejada de la ciudad, bien de monte.
Otra, entre los 5 y los 9, fue de barrio y se parecía muchísimo al de Mafalda. Fue en San Fernando. Esa infancia fue la más normal que tuve y, por milagros de Internet, he recuperado en los últimos tiempos varios afectos profundos de esa época.
Resulta que mi viejo me había regalado una bicicletita azul, usada. La tuvo que arreglar un poco don Borda, el bicicletero del barrio y padre de Libertad, antes de que yo pudiera hacer mi primera experiencia.
Aprendí en la calle del fondo de casa, que era de tierra. Hace muy poco recordé que Libertad, la hija del bicicletero, aprendió también en mi bicicleta.En esa calle jugábamos todos los chicos del barrio. O casi todos.
Cierta tarde, allí estábamos. Recuerdo especialmente a los cuatro protagonistas de esta historia: Libertad, el hijo del peluquero de la otra cuadra, yo y mi bicicleta.
En algún momento se produjo alguna discusión infantil. Tengo un difuso recuerdo del motivo. Creo que había una disputa entre el hijo del peluquero y Libertad, sobre el turno del uso de la bicicleta azul. Lo que sí recuerdo claramente es que yo entré por la puerta del fondo al patio de mi casa y le consulté a mi padre sobre el honor, la valentía, la conveniencia del uso de la razón o de la fuerza para defender los derechos y ese tipo de cosas. No le dije cuál era el motivo de ese interrogatorio y no recuerdo cuáles fueron sus respuestas. 
Lo cierto es que, creyendo que ya sabía suficiente de la vida, salí nuevamente a la calle y, sin aviso previo, le sacudí un solo trompadón en la cara al hijo del peluquero.
Fue de absoluta casualidad, pero le pegué fuerte y en plena jeta. De ese chico solo recuerdo que tenía rulos, era medio rubión, un poco más alto que yo y uno o dos años más grande. Pero la sorpresa superó esas diferencias de edad y tamaño.
El pobre pibe, salió corriendo y llorando hacia la peluquería.
Se armó un escándalo. Mi viejo se fue a hablar con el peluquero que, para peor, era el tipo que me cortaba el pelo a mí y a todos. Después me vinieron a buscar, para dar explicaciones. Me acuerdo del pibe y la trompada le había dado justo en el ojo, que estaba en compota. Olvidé que dije, pero sí recuerdo que todo me pareció muy absurdo, incluido mi golpe.
Este episodio definió mi destino.
A partir de ese momento me he ganado la vida como canillita, cafetero, lavaplatos, pintor de brocha gorda, ayudante de carpintero, taxista, vendedor de libros, vendedor de planeas de ahorro, periodista… Pero mi verdadera vocación, a la que me he dedicado a partir de esa tarde, es a golpear a los hijos de los peluqueros.

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