lunes, 17 de agosto de 2015

El goleador mortal



Texto: Enrique Pfaab

Aaron Ramsey no es un futbolista que tenga muchos goles en su cuenta personal. El mediocampista del Arsenal inglés no es un jugador especialmente destacado. Menos mal. Es que, según dicen, cada vez que marca un gol, muere un famoso. Así pasó con Bin Laden, Steve Jobs, Khadafi y Whitney Houston. Un rato antes de sus fallecimientos, Ramsey había anotado.

La coincidencia entre los goles de este muchacho galés y las defunciones habían pasado desapercibidas para todos, hasta que algunos periodistas de La Gazzeta de Italia y del Sport de España entraron a relacionar las necrológicas con la performance del espigado rubio. Después, como ocurre siempre con estas cosas, el poder fulminante de los goles de Ramsey fue dado como un hecho probado y confirmado.

A 10.000 kilómetros del Reino Unido, el Gallego Hernández, hombre leído e inclinado a seguir estos fenómenos con cierto entusiasmo, apenas se enteró de este fenómeno comenzó a especular –y posteriormente a sostener– que, cuando Ramsey sale a la cancha, la hinchada de su equipo no ruge, se persigna. Que cuando va a patear un penal, todos se agarran un testículo. Que cuando los relatores gritan uno de sus goles, inmediatamente después dicen: “Mi más sentido pésame”, en tono solemne, avergonzados por la afrenta contra los inminentes deudos. Que el árbitro, cada vez que marcaba el centro de la cancha después de un gol de Ramsey, dispone un minuto de silencio. En beneficio del Gallego, hay que decir que su teoría fue alentada fervientemente por quien escribe mientras compartían el primer café matinal en un bar de San Martín.

El caso de Ramsey es ahora noticia mundial porque el tipo juega en un equipo de la primera división inglesa y porque sus goles matan a famosos. Pero éste no es el primer caso de un goleador mortal. Una historia similar ocurrió hace unos 30 años con un personaje ignoto que jugaba habitualmente en una cancha que estaba a la vera de la vía del tren, en Palmira.

Esa cancha fue bautizada con el mítico nombre de “la rompehuesos” y, pese a que ha desaparecido hace bastante tiempo, todavía se recuerdan las furiosas gestas futboleras que tuvieron lugar allí. El nombre del campo de juego estaba bien puesto. Los jugadores no se destacaban por sus sutilezas y eran mucho más apegados a la escuela de los Materazzi que a la de los Zidane. Cierta vez se llegó a encontrar entre los yuyos, después de un partido, un tobillo con pie incluido que había dejado olvidado algún jugador visitante. Todavía tenían la media y el botín Fulvence colocado. Una lástima, porque el noble calzado estaba casi nuevo.

Arturo Pardales jugaba allí. Que alguien se anime hoy a recordar el nombre de este muchachito es toda una odisea, ya que quienes lo conocieron han preferido olvidarlo o no se animan a mencionarlo. Dicen que venía desde una finca de Beltrán a jugar a Palmira. El fútbol era su pasión más grande y su esmirriado físico no le impedía tener una notoria habilidad con la pelota.

Como Ramsey, jugaba en el mediocampo, aunque este morocho era un “10” con llegada y le daba buen trato a la pelota. Sin embargo era generoso y su principal virtud no era el gol, sino el pase justo en el momento ideal.

Habrá tenido unos 17 años cuando apareció por Palmira. Como a todos los recién llegados, se les permitió jugar sin objeciones al menos hasta evaluar su calidad. Le bastó tocar tres veces el fútbol para demostrar que merecía un espacio en el armado del equipo. Los primeros tres sábados, nadie había reparado demasiado en Arturo, salvo para dispensarle algún elogio por su juego. En cambio, les llamó la atención que en el cuarto encuentro, cuando hizo su primer gol, no sólo no lo festejó, sino que se cubrió la cara con las manos e inmediatamente pidió el cambio, sin explicaciones. La intriga se volvió incontenible cuando la secuencia se repitió tres semanas después al marcar su segundo tanto. Y también al mes siguiente, cuando hizo el tercero. A esa altura, todos lo ametrallaban a preguntas. Pero Pardales parecía no escucharlos, se quedaba con la mirada perdida, se ponía el buzo y desaparecía. Un sábado de marzo, en medio de un partido brutal y parejo, el muchacho se metió al área con pelota dominada y encaró al arquero. De pronto se detuvo, miró al guardameta y pateó fuerte, lanzando la pelota a cinco metros del palo izquierdo. Después salió corriendo a campo traviesa para no volver nunca más.

Luego se supo que después de cada gol suyo había muerto alguien de su familia. El primero fue su abuelo. No era tan extraño, porque el viejo ya tenía 75 y tomaba mucho. Cuando convirtió el segundo murió su tío Aurelio. Después, su primo Cacho. Cuando hizo el cuarto gol falleció su padre. El quinto lo había errado para salvar a su madre.

Algunos aseguran haberlo visto años después trabajando en una fábrica de conservas en San Rafael.

Dicen que ya no jugaba más.

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