sábado, 29 de agosto de 2015

El tío Demetrio

(Ilustración: Diego Juri)


La línea recta es la menor distancia entre dos puntos. Esa es la definición geométrica. Así lo enseñan en la escuela. Para los niños de otras épocas la cosa era más práctica. Era la distancia más corta entre la escuela y la casa. Era “ir por dentro”, por la picada, por la cortada, por dentro de las fincas, de acuerdo con la zona en donde el mocoso se criaba.

Eran otros tiempos, tal vez no mejores pero sí más amables, menos agresivos, más piadosos; donde había menos alambrados y, donde las había, más servidumbres de paso. Aun sin que fuera una línea recta exacta, la distancia entre este punto y aquel, entre la escuela y la casa, la casa y la canchita, la casa y el almacén, debía unirse por el camino más corto.

Venido del monte, este cronista recorría cinco kilómetros para ir a la escuela o a la canchita “de los Celedón”, un mallín aledaño a la casa de esta familia y en donde el pasto estaba siempre verde.

Por la ruta el camino se hacía largo y había demasiadas subidas y bajadas pronunciadas y las banquinas eran pedregosas e incómodas. Entonces, para hacer más corto el trayecto y también más agradable,

lo mejor era “cortar camino” por detrás de un cerro.

Era una huellita mínima, marcada naturalmente por los animales, vacas y caballos que después de pastar regresaban solos al atardecer a su corral. De tanto ir y venir estos bichos dejaban marcado un senderito firme, despejado de ramas y que gracias a su sentido de orientación natural siempre era el más corto. Así, encarando entre cañaverales y monte que parecía casi impenetrable, se desembocaba en algún camino vecinal que llegaba hasta donde uno quería ir y lo que insumía 45 minutos terminaban siendo sólo 20.

En las tierras mendocinas la cosa era más o menos igual.

Dividida en miles y pequeñas parcelas, en minifundios, el territorio quedó partido desde principios del siglo XX en un mosaico de fincas, en su mayor parte dedicadas a los viñedos y algo menos a las plantaciones de frutales y olivares, y también en chacras dedicadas al cultivo de hortalizas.

El memorioso ingeniero Jesús Rubén Azor Montoya colaboró con este escriba forastero para evitarle un despiste. “Esas parcelas tuvieron en promedio entre las 5 y las 10 hectáreas y constituían verdaderos jardines por el laboreo al que se sometían mediante el esfuerzo de sus patrones en muchos casos y por intermedio de los llamados contratistas en otros casos. El contratista era (y es) una figura original en la legislación laboral; a la vez obrero y socio en la producción con el propietario; un asalariado que sentía a la tierra que trabajaba como su dueño, ya que compartía con el patrón el fruto de la tierra en un porcentual establecido”.

Rubén también se deja inundar por los recuerdos fácilmente, como buen hombre sensible, y cuenta: “El tío Demetrio (en realidad no guardábamos ningún parentesco, pero en los descendientes de españoles era común usar este término para con quienes el afecto era muy grande) había llegado de la Madre Patria allá por 1910, quizás en la misma época en que mis abuelos paternos”.

“Él añoraba Andalucía, donde había trabajado viñas de secano, a las que sólo las lluvias proveían la humedad necesaria. Aquí, en Argentina y más precisamente en Mendoza, había logrado con esfuerzo en el

cultivo de chacras ahorrar alguna fortuna que la invirtió en dos pequeñas propiedades, una en la calle Olivares y otra en la calle La Posta en el departamento de Junín. Todas con derecho a riego, lo que era una bendición del Cielo”.

“Lo que podríamos llamar “manzanas” por aquella época eran rectángulos de 3 kilómetros de largo por 500 metros de ancho. De modo que desplazarse de una a la otra siguiendo las calles le implicaba una

distancia muy grande que se podía acotar notablemente “yendo por dentro”.

Esto era un eufemismo por atravesar las propiedades por callejones, en aquella época verdaderas calles comunales muy bien cuidadas, y alcanzar el objetivo recorriendo una distancia hasta cinco veces menor”.

El “ir por dentro” terminó siendo un regionalismo cuyano que todavía se usa, especialmente en la zona rural.

Azor, que en realidad no tiene tantos años como para haber vivido esta anécdota pero sí suficiente memoria para guardar alguna historia contada en algún asado, cuenta que cierta tarde de febrero de la primera mitad del 1900, “habiendo pasado el bochorno de la siesta y con una temperatura más agradable con el avance de la tarde, el tío Demetrio emprendió su caminata a la finca de la calle La Posta atravesando callejones de distintas propiedades”.

“En el camino se cruzó a mi tío Andrés, fanático de la caza, escopeta en ristre tras las huellas de una liebre de Castilla que era común encontrar en los potreros y entre los surcos de las viñas. Cruzaron algunas palabras, se dieron mutuos saludos a las respectivas familias y cada cual siguió con su faena”.

“El tío Demetrio tenía por aquel entonces alrededor de setenta años y el calor lo agobiaba a medida que avanzaba. Al cruzar por la casa de un contratista, la esposa de éste que lo conocía lo saludó e invitó a sentarse a la sombra del parral que refrescaba un largo corredor”.

“El trato en el campo mendocino siempre ha sido amable y más cuando de un anciano se trataba, ya que por aquellos tiempos los años otorgaban a los hombres el respeto de jóvenes y niños. Acomodado ya en su silla de totora, recuperó el resuello y la voz de la mujer lo interrogó con amabilidad”:

–Tío, ¿un vinito para refrescarse?.

–Hija, ¿no me hará mal después de la leche? – preguntó con tono cansino.

–¿Y cuánto hace que usted la ha tomado? – inquirió la mujer.

–¡Cuando nací! Trae para aquí ese vaso – respondió con una sonrisa pícara.

La historia es una minucia, pero pinta un paisaje, una época y costumbres que casi han desaparecido.

Pero lo más importante: rescata algunos valores, pequeñas imágenes.

Hoy, cuando todos eligen la ruta más iluminada, transitada y conocida para llegar a algún lado, cuando nadie se detiene en ninguna parte, urgido por llegar a su destino final, cuando no hay tiempo para nada,

quizás sea el momento de volver a “ir por dentro”.

Allí, en ese sendero solitario, seguro habrá más posibilidades de toparse con un paisaje más amable, tener un soliloquio enriquecedor, que alguien le invite un vino a la sombra.

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