lunes, 17 de agosto de 2015

La pata del frasco


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri

Paredes de adobe, techo de caña, baldosas gastadas. La puerta siempre abierta y las ventanas siempre cerradas. En el único salón, ocho mesas de madera, cada una con cuatro sillas que a veces se sacaban afuera y se ubicaban debajo del parral. Poca luz, apenas la suficiente para distinguir si había que volver a llenar los vasos y para ver los naipes. Mirando hacia la pared del fondo estaba el mostrador casi vacío: apenas dos frascos grandes a la derecha y otro a la izquierda. Aquellos tenían cebollitas en vinagre y ajíes. Este de la izquierda, con tapa a rosca, había tenido aceitunas pero ahora tenía un pie. Un pie derecho, con zapatilla y dos medias una sobre otra, todo sumergido en formol. “La pata del gringo”, le decían.

Cuando algún foráneo llegaba al boliche, preguntaba: “¿Y eso…?”, a lo que el propietario contestaba: “Es un pie”. Después sobrevenía siempre la segunda pregunta, que podía variar entre “¿de quién?” o “¿qué hace ahí?”. La respuesta era siempre la misma: “Estamos esperando que el dueño lo venga a buscar”.

El eventual curioso estudiaba el contenido del frasco desde una distancia prudencial y no se animaba a continuar con el interrogatorio. Si le alcanzaba el coraje, pedía algo para tomar y se sentaba en la mesa más lejana. Por lo general, se iba sin pedir nada.

El pie tenía puestas dos medias, una blanca y la otra igual pero con rallas horizontales azules. Eran de toalla. La zapatilla era número 43, blanca con dos líneas rojas en diagonal y de una marca desconocida, posiblemente inglesa. Tenía los cordones atados con doble nudo.

Después del pie venía la mitad inferior de una pantorrilla y las correspondientes mitades de la tibia y el peroné. También se alcanzaba a ver algo de piel blanca y sin vello.

Dicen que varios rengos llegaron al bar para confirmar si esa era su pata perdida. Pero no tuvieron suerte. A unos les faltaba el pie izquierdo y otros no calzaban el mismo número.

“Yo lo encontré en mi patio y es mío hasta que aparezca su dueño original. Mientras tanto se queda ahí y ¡guay del que lo toque!” decía el bolichero, que atendía a los parroquianos que llegaban de esa zona sur del departamento del norte mendocino, casi en el límite con San Martín.

Algunos comenzaron a profesarle cierta devoción. Ponían alguna estampita debajo del frasco o le prendían alguna vela. “Antes le ponían plata, pero yo lo prohibí porque siempre se armaba pelea cuando alguno se quedaba sin un mango jugando al truco y se quería llevar unas monedas”, contaba el dueño.

La especie de milagros que el pie realizaba eran muy variados, según los pocos devotos. Uno aseguraba: “Le hace zancadillas a la maldad y no deja entrar ningún espíritu a tu casa”. Había otro parroquiano creyente que decía: “Si le hacés una promesa después podés caminar por siempre, sin cansarte”.

Al pie también se le atribuían milagros modestos, como hacer desaparecer un espolón o el pie de atleta. Un parroquiano siempre contaba emocionado que la pata del frasco había salvado su matrimonio. “Mi mujer me decía que yo era un sucio, que no me lavaba los pies y que se quería separar. Pero no era cierto, yo me lavo, lo que pasa es que yo transpiro mucho”. El caso es que el hombre le hizo una promesa al pie del frasco. “Si me sacás el olor, yo dejo de tomar”, ofrendó el creyente. Y así fue. Los pies del buen hombre comenzaron a oler a alelíes y en cumplimiento de su promesa, el tipo dejó de emborracharse y el matrimonio comenzó a transitar por sus mejores años.

El pie había aparecido una mañana en la boca de Fatiga, el choco del bar. El perro mordisqueaba el músculo gemelo cuando fue descubierto por el patrón, quien comenzó a ordenarle a los gritos que abandonara tan sabroso desayuno. Fatiga no tenía intensión de obedecer, pero los piedrazos y un escobazo en el lomo lo obligaron a dejar el pie.

El bolichero metió la pata en una bolsa de nailon y después la mandó a la heladera, junto con la marotilla y el mondongo. Al día siguiente, le contó del hallazgo a un cabo que vivía cerca del bar. “Haga lo que quiera. Si hay un pie, hay un cuerpo y seguro que va a aparecer tarde o temprano”, le dijo el policía. Pero no fue así. Pasaron los días, las semanas y un par de meses, y no hubo novedad de la parte del cuerpo que le falta al pie.

Entonces el patrón decidió meter la pata en un frasco grande de aceitunas. Gracias a un primo enfermero consiguió una buena cantidad de formol y la metió adentro. Y decidió ponerla sobre el mostrador por dos motivos: “Capaz que alguien puede reconocerla y, además, nadie podrá decir que la tengo escondida y que quiero ocultar el pie de un finado”, razonó.

Al principio fue la gran novedad, pero después pasó a formar parte del escaso mobiliario y ya casi nadie le daba importancia. Alguno se persignaba ante él y otros le hacían la promesa del momento. Pero era por costumbre, más que por fe.

Bastante tiempo después, como dos años más tarde, unos pibes que buscaban una pelota en una hijuela, encontraron una cabeza o lo que quedaba de ella. Algo de piel, bastante cabello, todos los dientes… El resto había sido mordisqueado y deglutido por los perros, los caranchos y los pericotes.

La cabeza fue a parar al forense. Allí se dictaminó que el muerto tenía entre 38 y 45 años, que posiblemente fuera mujer y que había ido a un dentista caro. Tenía varios arreglos en sus muelas bien hechos y con materiales costosos. “Tiene que haber medido 1,70 o un poco más”, por la proporción de su testa. Pero había pasado mucho tiempo del hallazgo del pie y no había forma de que ambas piezas fueran parte del mismo cuerpo. La cabeza, sin el formol en que se conservaba el pie, a esa altura tendría que haber sido sólo una calavera.

“Para mí que es del mismo hombre”, dijo un vecino incrédulo, ocupante habitual de una de las sillas del boliche. “El tipo perdió el pie y después de buscarlo durante casi dos años sin éxito, se degolló él mismo”, argumentó.

Nadie adhirió a esta teoría, que se tornó menos probable cuando hace apenas un par de semanas un perro apareció con una mano izquierda. El dedo anular tenía un anillo. Decía: “Hasta que la muerte nos separe”.

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