miércoles, 17 de abril de 2013

Pastores del agua




Texto: Enrique Pfaab


Fotos: Horacio Rodríguez







Tienen surcos en la cara. Podría ser solo una consecuencia de sus edades. Pero es algo más. Ocurre que el oficio se les ha marcado en la piel. Pese a que son ignotos para la mayoría, son la sístole y la diástole del corazón de Mendoza. Sin ellos no hay vida. Son aquellos que Armando Tejada Gómez definió magistralmente como los pastores del agua. Son los tomeros, un oficio tan cuyano que ni siquiera figura en el diccionario. Sus modos, sus formas de hablar tampoco están en los libros, pero deberían. “Atoradero”. ¿De que mejor forma se puede definir el momento en que la tormenta hizo caer ramas y basura que bloquearon el cauce, y el agua queda encerrada y a punto de desbordar, de “reventar” el canal? Por eso sus historias merecen ser contadas a su manera que es, al fin y al cabo, la única forma fiel de contarlas.


“Empecé el 6 de enero de 1978. En ese tiempo nos daban trabajo los dueños de las fincas y pagaban con lechones, patos, gallinas… lo que viniera”. Daniel Montenegro cumplió 59 años esta semana y empezó a “repartir” el agua, combinando esa tarea con la de obrero rural.


Vive en Medrano, donde es “nacido y criao”. Sus facciones conservan la herencia de su abuela huarpe. Tiene la envidiable virtud del humor constante. Invita a tomar un café en la oficina de la Inspección Canales de Medrano y Derivados. “Yo café no tomo pero ahi en la chata (una Jeep Gladiator modelo 75) tengo una botellita de ginebra y le podemos echar un chorrito de café… y listo”.


Cuando se hizo tomero trabajaba gratis y apenas recibía como gesto de gratitud algo para poner en la olla. “Estuve… ¡qué si io cuántos años sin sueldo! Hasta que vino un inspetor, don Aldo Titarelli, y ese sí los puso en los libros”.

Ahora saca con cierto orgullo un recibo de sueldo del interior de la campera. “Fijesé usté, porque yo no traje las gafas. ¿Qué dice ahi?”. Y ahí dice que su primer sueldo formal, con aportes previsionales y obra social, fue el 1 de abril de 1991. “No sé quién pone la plata, pero acá nos dan el cheque y de ahi vamos al banco”. El Departamento General de Irrigación paga.


Desde antes de los albores de la primavera hasta que muere el otoño el tomero va, día tras día, entregando a cada uno la porción de agua que le corresponde.


“Le puedo contar un día lindo o uno de esos en los que me hacen rabiar. Sin ir más lejos el otro día, a eso de las 10 de la noche, me llaman porque se había cortao el agua de un canal que pasa por un barrio que hay allá (y señala hacia el sur). Habían pasao los niños (muchachones) como a las 8 y media, y habían bajao las compuertas. Ya estaba que se reventaba el canal. ¡Así de agua estaba todo! Los callejones, el enripiao… todo”.


Cada 14 días el agua le tiene que llegar a cada regante. Montenegro recorre sus canales e hijuelas de una punta a la otra, bajando una compuerta y levantando otra. “Soy el que toma y da”, describía Tejada Gómez.


“Le puse un contador a la bicicleta. Hago más de 80 kilómetros por día”, dice el tomero. A veces, según el recorrido y el estado de los caminos, usa una moto o la vieja chata. “Es lindo este trabajo. Es livianito. Lo que cuesta es cumplir los horarios”. No es fácil salir a las tres de la mañana a cortar el agua del último regante y volver a la otra punta del canal para volver a dársela al primero.


Changueando


Daniel Montenegro se para frente a un mapa de 1944 que está pegado en la Inspección y que marca cada surco, cada canal, cada hijuela. Va señalando su ruta con uno de sus nueve dedos. El dedo medio de la mano izquierda está mocho y esa amputación tiene que ver con su historia.


El pago del tomero no es despreciable, pero tampoco es gran cosa. Muchos aprovechan el tiempo libre y especialmente, la temporada de corte de agua para hacerse alguna extra que les permita vivir mejor.


Aquel mes de julio de hace 34 años consiguió una changuita como camionero. Esa plata extra le iba a venir de maravilla porque estaba a punto de casarse con Eva Zulema Ávila, la mujer que luego le daría tres hijos, “uno que ahora tiene 33, el otro de 29 y el nenito más chiquito, de 26”.


El tomero recuerda: “Estaba en el mercao de La Plata, adonde todas las calles son al revés. Había dejao el camión así, en una subidita, pa después largarlo despacito pa’trás y engancharlo con el acoplao. Estaba sosteniendo el ojo del acoplao pa’ que el gancho del camión se acercara solo. Pero no me di cuenta de que el gancho venía más rápido de lo que pensé y el golpe me lo cortó en seco. Se me cayó el pedazo de dedo al suelo. ¡De puro agrandao me pasó! ¡Cinco días internao estuve y no sabés cómo estaban acá, que no sabían nada de mí! Mi suegro, un viejo riojano criao en el campo y que andaba siempre con un cuchillo a la cintura, decía: ‘¡No viene más ese hijo de pu…!’ Pero volví y me casé. En fin... ¡La cabeza me tendría que haber cortao!”.


De día y de noche


Unos 60 kilómetros más al este, en Las Catitas, Armando Lucero viene levantando polvo con sus alpargatas azules. Tiene 61 años, cuatro hijos, doce nietos, dos bisnietos y dieciséis años de tomero.


“Acá, en el ramal Suárez, tengo unos cinco kilómetros y en el ramal Norte tengo otros 10. Los recorro tres veces por día, pero antes tenía mucho más”, cuenta.


Se enorgullece de que no haya necesidad de que sus jefes le tengan que andar diciendo lo que hay que hacer. “Cada uno sabe. Yo paso por la oficina sólo cuando necesito informarles algo. No hace falta que los digan nada. Hay que fijarse que no haiga atoraderos…, que no se rompa nada…, dar el agua en horario…”.


Tiene 1.500 hectáreas en las que la vida depende de él y su enemigo principal es la tormenta, el viento huracanado, cuando el monte vuela hacia los cauces. “Las noches de lluvia, de viento juerte. Todo se llena de cardo ruso, de ramas que caen, de cañas. Entonces se hacen atoraderos y hay que tener cuidao de que el canal no se vaya a reventar”.


Las consecuencias pueden ser graves. Fincas anegadas, casas inundadas y un sistema complejo de canales e hijuelas que habrá que reparar en forma urgente. “Por ahí se los atora la compuerta de algún finquero y como muchos son cómodos, también los llaman a nosotros para sacar ese atoradero”.


Desde las 7, Armando interrumpe su descanso tres o cuatro noches a la semana. Hay que cumplir con los turnos y asegurarse que el agua fluya. Por suerte acá, en Las Catitas, la inseguridad no es un problema. “Acá tenimos una zona buena, ¡que si no…! Yo le digo una cosa: Yo dejo la moto acá, con la llave puesta y me voy hasta la ruta. Voy y vengo. De los años que estoy, nunca me han tocao nada. Una güelta me dijo una señora por qué dejaba la moto con la llave: ‘Si se la quieren llevar que se la lleven, pero así no le rompen nada’, le dije. Juera que estuviéramos en otra zona vaya y pase pero acá, gracias a Dios, no pasa nada”.


La moto le permite moverse con rapidez y sin demasiado esfuerzo, pero también implica algunos riesgos. “Me caí tres veces en la moto. Tres golpes llevo… y ni raspones me hi hecho. Hi tenido suerte”.


41 años entre hijuelas


A Luis Masuzzo (63) le queda poco para jubilarse. Lleva 41 años “entregando el agua”. Hoy atiende el caudaloso canal Chimbas, que atraviesa Rodríguez Peña, Barriales, Palmira y llega a Chapanay, regando cerca de 3.500 hectáreas. Pero empezó teniendo apenas una hijuela, cuando tenía 21. “Mi padre, Carlos, fue el primer repartidor y después fue inspector del canal y no podía cumplir esa doble función. Entonces entré yo y en esa hijuela estuve 25 años. Después el tomero del Chimbas, que estaba viejo, se jubiló y me dijeron a mí si podía atender el canal”.


Tiene tres hijos y Ramón, el más grande, ya trabaja de tomero. La tradición parece estar asegurada porque uno de sus nietos, que todavía está en la escuela primaria, asegura que seguirá los pasos de su abuelo.


Dice que el trabajo de tomero no le da tiempo para hacer otra cosa. Hay que salir a la hora que sea “y no se puede tener otra ocupación. El repartidor de hijuelas capaz que pueda, pero en el Chimbas es imposible”. Sostiene que el problema es “cuando falta el agua o cuando viene de más”, entonces hay que salir a regular el caudal de inmediato. Si falta, los regantes se quejan. Si sobra, también.


En la puerta de su casa Luis tiene tres autos destartalados. “A todos los rompí trabajando. No hay vehículo que aguante, especialmente la suspensión, los semiejes…” Pero no se queja. “Es parte del trabajo”, dice.


En cambio rezonga por la cantidad de basura que va a parar al canal. Bolsas, pañales, mugre. “Tiran de todo”. Y algunas cosas caen accidentalmente.


El canal Chimbas corre paralelo al carril homónimo. Una ruta muy transitada y peligrosa, en la que pocos respetan la velocidad máxima. “En este carril no respetan a nadie. No paran ni en caso accidente. Del canal hemos sacado autos, camionetas y hasta camiones que han caído adentro”.


Y no sólo los desprevenidos o los descuidados se han sumergido en él.


“Una noche, como a las 4 de la mañana, un tomero tenía que recibir el agua cerca de la autopista, cruzó el canal por una pasarela, sin problemas, pero a la vuelta la luz de un foco se reflejó en el agua y lo encandiló. ¡Se fue a la mierda con bicicleta y todo! Lo salimos a buscar todos. Después de un rato, lo encontramos, todavía agarrado a la bicicleta. ¡Se salvó de casualidad. don Florencio Amaya se jubiló al otro día”.


Para Masuzzo, el remplazo de los tomeros que se retiran no puede venir de la juventud. “Tiene que ser gente adulta, que tenga unos 30 años o al menos que ya estén casados. Este no es un trabajo pesado, pero hay que sacrificar las salidas, las fiestas… Los pibes los viernes y sábados se van a la mierda, a bailar, les gusta la joda y se olvidan de que tienen que ir a dar el agua. En cambio el que tiene familia ya sabe que lo primero es cumplir con su responsabilidad”.


Entre dueños y contratistas


Es difícil saber cuántos tomeros hay en Mendoza. Se calcula que son más de 250 pero sólo es una estimación. Es que algunos dependen directamente de Irrigación y otros son contratados por las inspecciones de cauces.


Cada una de las inspecciones tiene suficiente independencia para manejar su presupuesto y cubrir sus necesidades, de acuerdo con superficie, cantidad de regantes, canales matrices que crucen por su zona y época del año.


El abuelo de Roberto Díaz fue tomero. Su padre también lo fue. El recibe y entrega el agua desde 1973. Su hijo mayor trabaja en una inspección de cauces.


Vive en Rivadavia y su responsabilidad es que el riego llegue a más de 3.000 hectáreas, en un área comprendida del carril Comandante Torres hacia la calle Albardón, en el distrito Los Árboles, y de la margen del río Tunuyán hasta el carril El Retamo, en Junín. El 70 por ciento de las fincas que hay allí no superan las cinco hectáreas, hay un 25 por ciento que tiene un promedio de 40 y el resto, el menor porcentaje, supera las 100.


Díaz analiza los cambios que se produjeron en la zona rural. Dicen que hasta fines de los 60 los dueños de las fincas vivían allí y ellos mismos trabajaban la tierra y controlaban el riego y la producción.


“Pero entre los ’70 y los ’80 hubo buenas cosechas y eso les permitió poner contratistas y venirse a vivir a la ciudad, porque la ganancia era buena para las dos partes.


Esto alejó la figura del propietario, y la relación entre el dueño y los administradores del agua se partió y entró a jugar un tercero, y aparecieron nuevos conflictos. El contratista muchas veces le llevaba al patrón algunos problemas que él mismo creaba”.


Para ejemplificar el punto Roberto Díaz cuenta una anécdota: “Una vez me llamó un propietario, que vivía en la ciudad de Mendoza y tenía su finca acá, para decirme que tenía problemas con el agua, que no llegaba por la hijuela. Lo hice venir en el siguiente turno y fuimos a su finca 20 minutos después de que se le entregara el agua. Nos atendió la mujer, que no sabía nada y que nos dijo que el marido estaba en el club Alberdi, de Junín, jugando a las bochas. Eran como las once de la noche. Cuando el tipo nos vio, se quedó duro, con la bocha en la mano. Le dijo al dueño que ese turno se lo había cedido al vecino, porque él tenía que abonar. Después el propietario confirmó que el tipo vendía su turno y lo despidió al lunes siguiente”.


El tomero conciliador


El tomero es la punta de un complejo sistema y el nexo entre la institución, quizá la más importante que tengan Mendoza y el regante, que es el objetivo para el que está montado todo ese centenario engranaje. Y es el tomero quien recibe las quejas, los reproches y también quien debe solucionar los conflictos que se producen entre quienes deben recibir el agua.


“Este es un trabajo distinto a cualquier otro, se necesita un poco de psicología”, dice Roberto Díaz. “Siempre se quejan”, sostiene Luis Masuzzo. “Nunca están conformes”, rezonga Armando Lucero. “Y allí me mandaron a mí a amansar a uno que se paraba en la compuerta con una escopeta y no quería bajarla hasta terminar de regar”, recuerda Daniel Montenegro.


Los cuatro han aprendido a no discutir y que la prioridad es que el agua corra, que llegue a tiempo y que alcance para todos.


Montenegro, el tomero de Medrano, cuenta esto con la gracia que le da la experiencia y su sabiduría ancestral.


“Me pelean porque les dé más agua ¡Ah no! ¡Ahi vienen los problemas! Antes era muy peleador yo, pero una vez me llevaron a la universidá y me dieron ese cartel, ¿ve?”, y señala un diploma que está colgado en una pared de la oficina y que certifica que el fiel pastor del agua ha hecho un curso de capacitación.


“Esa vez los llevaron a 14 tomeros, para amansarlos. Era una trafic llena de matones. ¡Ja! ¡Mansiiiitos los largaron! Ahora ya no peleo más. Dejo que me puteen, aunque por ahi dan ganas de meterle una... Porque hay gente que quieren regar ellos nomás ¿vio?”.


Y luego sigue: “Un día me mandaron a amansar a uno, allá arriba. Porque ahi regaban como los covoy. Se ponía uno en la compuerta con la escopeta, póngale a las 7 de la mañana y no entregaba el agua hasta que el hijo terminaba de regar. Un puntano era. Ahi me mandaron a mí. Entonces, desde esa vez, empezamos a poner cadena y candado en las compuertas”.


Ahí van todos ellos, todos los días. Son la vida misma. Guardan y liberan, según la necesidad. Por hijuelas de tierra o canales “emporlados”.


Armando Tejada Gómez los definió inmejorablemente: “Aquí aprendió la vida a ser paz en la tierra/ los ojos en el cielo/ el corazón de greda./ Lindo mi oficio/ soy el que toma y da”.


Pastores del agua. No hay vida sin ellos, ni hay Mendoza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario