miércoles, 24 de abril de 2013

El otro Artime



Por Enrique Pfaab
Los dos nacieron en el mismo pueblo. Uno fue un goleador genial. El otro soñaba que lo era.
El primero quedó en la historia como uno de los “9” más temibles. El segundo fue uno de los tantos personajes entrañables de esa incipiente ciudad, cuyos habitantes veían cómo cada semana creaba su propia realidad para relatar hazañas imaginarias.
Luis Artime fue un goleador soberbio. Pueden dar fe de ello las estadísticas de los campeonatos argentinos y uruguayos de los años ’60 y principios de los ’70, y la memoria de los hinchas de Atlanta, River, Independiente y Nacional.
Pero su gloriosa historia deportiva no es la que lo convoca a ésta página, sino su relación con Mendoza, un tanto fortuita y en parte desconocida hasta por el propio centrofóbal.
Artime nació en la ciudad de Palmira el 2 de diciembre de 1938.
Su padre era ferroviario y estuvo destinado allí durante varios años, hasta que lo trasladaron a la ciudad bonaerense de Junín, cuando Luis era un niñito de 10 años.
Mientras en la Pampa Húmeda el goleador se formaba y debutaba en la primera de Independiente de esa ciudad, en Palmira crecía su pintoresca réplica: el Loco Artime, un muchacho “medio falto” que en realidad era de apellido Barbosa y que con el tiempo relataría como propias las hazañas del centrodelantero.
Luis Artime convirtió 289 goles en primera división. En cuatro campeonatos argentinos fue el máximo anotador y tres veces repitió esta proeza en Uruguay. Además hizo 24 tantos en los 25 partidos que jugó en la Selección nacional.
Y cada uno de esos goles, especialmente los 70 que convirtió en los 80 partidos que jugó para River entre el ’62 y el ’65, fueron contados en primera persona por su émulo en Palmira.
El Loco Artime –en realidad, Barbosa– acostumbraba a recorrer la avenida principal de Palmira relatando sus proezas futbolísticas.
Esto lo hacía de lunes a jueves. Los viernes y los sábados los dedicaba a correr por esa misma Avenida del Libertador para “ponerse en estado” para el partido del domingo.
“¿Qué estás haciendo, Artime?”, le gritaba la muchachada desde la otra vereda, mientras el Loco corría por la del bulevar totalmente concentrado.
“¡El domingo jugamos con Huracán y tengo que estar afilado!”, respondía jadeando.
Junto a él iba el Pocho, otro muchacho también con algún inconveniente mental, que lo escoltaba en bicicleta.
En los momentos de descanso se ubicaban en un banquito de la avenida Juan B. Justo, a la sombra de uno de los tantos pinos, y se pasaban horas compartiendo una conversación ininteligible y otras veces inmersos en un absoluto silencio.
A veces recobraba algo de energías con una tortita de la panadería El Sol y otras iba hasta el bebedero de la plaza Sarmiento para aplacar la sed y escurrirse el sudor.
El Loco solía escaparse cada tanto en algún tren carguero que salía hacia Buenos Aires. Quizá quería llegar al estadio antes que el referí pitara el inicio del partido.
Su hermano Remigio, apenas descubría su ausencia, alertaba a los encargados de la estación y éstos daban el aviso a la estación de La Paz.
Allí bajaban al Loco Artime del tren y lo mandaban de regreso en el próximo convoy o bien esperaban a que Remigio lo fuera a buscar en su moto Mondial.
Los lunes a la tarde eran los mejores momentos del falso Artime. Le relataba a quien quisiera escucharlo los inolvidables goles del verdadero artillero, daba hasta las formaciones de los equipos y contaba en primera persona las vicisitudes del partido.
Un día el Loco murió. Unos dicen que se enfermó; otros, que tuvo un accidente. La versión más cruel dice que unos borrachines lo golpearon salvajemente.
Desde ese día el Pocho no salió más de su casa. Un familiar contó que después de muchos años lo mandaron a vivir con un hermano en Buenos Aires. Cuentan que una tarde salió a caminar por la ciudad y no regresó más. Lo dieron por desaparecido y después de pasado muchos años sin saber de él lo dieron por muerto.
El que escribe apoya una teoría mejor.
Pocho tiene claro el sentido de su vida y su epitafio no se escribirá hasta que cumpla con su destino.
El fiel amigo vaga por las ciudades ribereñas del Plata en busca de su amigo. Los domingos alterna las visitas al antiguo Monumental, a aquella doble visera de cemento y hasta el histórico Centenario de Montevideo.
Su único fin es mezclarse entre la hinchada local y esperar a que la multitud quede afónica gritando el último gol de su inolvidable amigo.
Después de todo, qué otra cosa es el fútbol sino una ilusión de la felicidad.

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