miércoles, 24 de abril de 2013

Las anécdotas de un cartero


Por Enrique Pfaab
Ilustración: Marcelo Marchese
Carlos Antonio Gil tuvo un solo oficio en toda la vida: el de cartero. Murió joven. Apenas tenía 42 años. La diabetes lo traicionó una tarde. Pero esos pocos años le bastaron para acumular anécdotas y cariño. De las primeras hay un par que le han sobrevivido y que aún se cuentan en la ciudad de San Martín y especialmente, en las calles de lo que alguna vez supo conocerse como el barrio La Rana, un territorio un tanto difuso que acordaremos delimitar por las calles Godoy Cruz, Vélez Sarsfield, Pirovano y Remedios de Escalada. Sus compañeros le decían el Pollo. De bigotito cuidado y pelo algo ondulado que se pobló de canas rápidamente, Antonio cargaba con el peso de ser homónimo del Gauchito. Y también lo unía a este ícono pagano algunos rasgos de coraje de los que supo dar cuenta.
El primero que le granjeó el cariño del pueblo fue el ocurrido una madrugada, cuando regresaba de un casamiento con su hermano Eloy. Pese a que ninguno de los dos sabía nadar y a que estaban vestidos con impecables trajes, ambos se arrojaron al canal San Martín para salvar a una nena de 2 años que había caído al agua y por quien su madre clamaba auxilio desesperada. Pero la historia que convoca al Pollo Gil a esta página sucedió una tarde de 1969, un poco después del incidente con la niña.
En la canchita de “los Soloa”, como llamaban los chicos a ese potrero metido entre álamos y olivos que estaba en el corazón del barrio La Rana, una bandada de chicos desmadejaba un picado. En eso, desde el oeste y en medio de un enorme batifondo, aparecieron dos tipos corriendo y detrás de ellos una media docena de policías que se había bajado metros antes de un Jeep carrozado. Los que escapaban desentonaban con el paisaje. Vestían impecables trajes y unos zapatos lustrosos. Los pibes los reconocieron inmediatamente: eran dos de los hermanos “O”, de quienes se evitará en esta crónica dar más detalles, ya que a algunos de ellos se los tiene hoy como renombrados empresarios. El que corría adelante era el Pelado, de quien se decía era integrante de la banda del Loco Prieto, pesado delincuente de fama nacional cuya historia quedó registrada en los anales policiales de esos años.
Los policías comenzaron a disparar sus 45 cuando llegaron al córner del noroeste y los hermanos respondieron con sus 38 largo mientras cruzaban por el círculo central. Los pibes más grandes instintivamente se arrojaron sobre los más chicos y los tiraron al suelo.
Justamente en el mismo momento en que el tiroteo interrumpía el partido, desde el otro extremo de la cancha llegaba el Pollo Gil, vestido con su impecable traje gris, su gorra visera y montado en su Siambreta 48, una de las tres que había en San Martín. El cartero acostumbraba a pasar por el potrero para darles un par de vueltas en la motocicleta a alguno de los changuitos. Gil no atinó a detenerse. Bordeaba la cancha cuando el menor de los hermanos “O” cayó herido cerca del lateral Este. El Pelado miró a su hermano herido, titubeó un segundo y siguió corriendo.
En eso vio al cartero y la Siambreta, y supo que esa era su única posibilidad de salvación. Se cruzó en el camino de Gil y lo encañonó. El cartero disminuyó levemente su marcha lo que le permitió al Pelado treparse a la parte trasera de la motocicleta y poniéndole el revólver en la cabeza al cartero lo obligó a acelerar. Los policías quedaron entretenidos con el fugitivo herido y controlando que no hubiera ningún niño herido. Cuando reaccionaron la motito ya les había sacado unos 300 metros y ya no se veía. Apenas se escuchaba su ronroneo. El Pollo Gil, animado siempre por el cañón del revólver en su cabeza, condujo por calles de tierra, senderos y algún trecho por la ruta 50.
Así la Siambreta llegó a las afueras de Santa Rosa, en donde el Pelado lo obligó a bajarse. El cartero vio cómo el entrajado ladrón se iba con su motocicleta. En parte por porfiado y en parte porque sabía que el combustible no duraría mucho más, Gil comenzó a caminar siguiendo la huella de su moto. Así pasó más de una hora, hasta que la encontró tirada a la vera del camino y sin que hubiera indicios del Pelado.
Aprovechando los pedales que tenía la Siambreta el cartero pedaleó hasta el primer surtidor, donde le echó un par de litros de nafta que le alcanzaron para volver a San Martín.Del Pelado nada se supo hasta unas semanas más tarde, cuando participó en un asalto en las afueras de Buenos Aires, aunque esta es sólo una versión. Carlos Antonio Gil murió unos años después. En San Martín muchos lo recuerdan y dicen que todavía hoy sigue con su oficio de chasqui. Ahora ya no son cartas las que reparte, sino las tonadas que interpreta con dulzura su nieta Luciana Guaquinchay.

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