lunes, 22 de abril de 2013

El fantástico Crispín Campos



Texto: Enrique Pfaab

Ilustración: Gabino Tapia

“Una mañana me levanté, puse el agua para el mate y me di cuenta de que no me quedaba nada de azúcar. En el almacén tampoco había. Entonces ensillé mi caballo y me fui a Tucumán. Cuando volví, el agua recién estaba empezando a hervir”. El lustrabotas levantó la vista para ver el efecto que había causado su relato. El cliente lo miraba fijo. No se animaba a reír, ya que la historia había sido contada en tono solemne y a su interlocutor no se le movía ni un músculo de la cara.
Por relatos como este, Crispín Campos se convirtió en un mito en Tunuyán. “Los más jóvenes no saben quién fue, pero la gente que tiene mi edad o más lo recuerda perfectamente”, dice Oscar, mientras le hecha combustible al auto que ha parado junto al surtidor del que está encargado. El abuelo de Oscar ronda los 85 años y Crispín hubiera tenido su misma edad en el presente.
Vivía cerca del puente del río. Se ganaba la vida de mil formas pero sus actividades principales eran las de lustrabotas y boxeador, aunque con esta última jamás ganó un centavo.
Pero su recuerdo no perdura por sus habilidades deportivas ni su sapiencia con la pomada y el cepillo, sino por su enorme imaginación y su capacidad para armar con ella relatos fantásticos que siempre lo tenían como protagonista.
Crispín Campos supo contarles a sus clientes que cierta vez se le había dado por criar caracoles, ya que se vendían bien por ese entonces. “Tenía que entregar un pedido en la feria de Guaymallén”, contaba. “La camioneta que me tenía que venir a buscar finalmente no apareció. Entonces me los llevé arriando”, decía.
Aseguraba haber tenido un perro galgo muy rápido. “Una vez me lo fui a probar a un canódromo, porque me lo querían comprar. Lo pusimos en el start y le largamos la liebre mecánica. El perro se quedó quieto. No se movió. Quedó paralizado. Cuando fuimos a ver qué le pasaba nos dimos cuenta de que ahí estaba solo el cuero del animal. El perro era tan rápido que salió disparado y dejó solo el pellejo. Se murió desangrado cuando alcanzó la liebre”.
Este personaje decía ser un amante de la caza y, cada tanto, agarraba una escopeta y salía a despuntar el vicio. Contaba que cierta vez había rumbeado para la montaña. Se había hecho de un par de liebres cuando decidió pegar la vuelta ya que casi se le había agotado la munición. “Apenas me quedaba una bala”, contaba. “Entonces, a unos 10 metros, se me aparecieron dos pumas que me encararon. Fue ahí donde agarré mi cuchillito verijero, que es muy filoso. Con una mano lo sujeté en la punta del caño, con el filo para arriba. Ahí disparé. La bala se partió al medio y pude matar a los pumas de un solo tiro”.
Es muy probable que esas historias increíbles hayan sido adornadas aún más por quienes las escucharon de boca del lustrabotas y que, con el correr de los años, hayan ido perdiendo fidelidad y ganando en fantasía. Pero da lo mismo a los efectos de esta crónica.
Quizás el relato más pintoresco de Crispín del que se tenga memoria es aquel que contó una vez, cuando aseguró haber recibido el encargo de llevar un arreo de 600 vacas a Chile.
“Salí solo, temprano, como a las 5. Anduve todo el día. Cuando empezó a oscurecer empezó a venirse una tormenta y ya estaba muy lejos para volverme. Así que seguí andando para encontrar algún lugar más reparado. Como a la hora ya no se veía nada, entre la noche y la nubazón. Se había largado a llover y hasta caía algo de nieve. No alcanzaba a ver las vacas y apenas podía tocar alguna con el talero”: Campos sabía ponerle suspenso a su relato. Respiraba hondo y hacía unos largos silencios. “Entonces hubo un refusilo y alcancé a contarlas. De las 600 vacas me quedaban 599. Me faltaba una nomás. Entonces seguí para Chile”.
Por muchos años se utilizó la frase “Vos tenés más historias que Crispín Campos” cuando se quería calificar a alguien de fantasioso y, cada tanto, aún se escucha. Sin embargo la juventud de Tunuyán apenas sabe de él y los pocos muchachos que han escuchado de sus historias creen que es un mito pueblerino.
Dicen que Crispín se murió un día, hace como cinco o seis años. Es mejor creer que esta es sólo una más de sus exageraciones y que Campos ha decidido comprobar cuánto tiempo aguanta sin respirar.

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