sábado, 27 de abril de 2013

El viejo y su vida de yeso




Por Enrique Pfaab

Foto: Horacio Rodríguez

Edición y corrección: Gabriela Heredia

Ya no hay apuro. El tiempo se terminó. Con sus manos ochentosas Oscar Raúl Gómez lija y dibuja con paciencia una plancha de yeso. Hace que el material se trasforme en madera. Dibuja vetas, nudos y el empalme entre una tabla y otra, como si fuera un tablero de machimbre. “Me lo pidió una señora. El electricista puso unos cables en el cielorraso, la plancha se le cayó y se hizo pedazos”, dice.
Está en un tallercito pequeño que da a la calle Godoy Cruz y que se parece más a un pasillo que a un lugar de trabajo. No está solo. Alrededor suyo, desde el piso y las estanterías, lo miran ángeles, algunas esculturas de Maradona (que es casi lo mismo), dos o tres Gardeles, algunos Perones, un par de Evitas, vírgenes, santos… Y fuentes, columnas, floreros, enanitos…
Oscar Raúl Gómez va a cumplir los 80 el 20 de junio. “Yo ya digo que tengo 80, total… quién me paga lo atrasau…”. La mayoría en San Martín lo conoce de esa esquina, de Godoy Cruz y Remedios de Escalada, por su trabajo de artesano en yeso. Pero antes, mucho antes, fue otras tantas cosas...
“Yo era el guachito, el hijo de una madre soltera. Y en esos años a esas mujeres las despreciaban. Ni la miraban a los ojos. A mí me decían guacho y yo de eso no me olvido”.
Amalia Gómez estaba con trabajo de parto hace casi ochenta años. “Porque era madre soltera no la querían recibir en el hospital”, dice hoy aquel bebé que llevaba en su vientre. “En eso apareció una docente que también había tenido familia en esos días e hizo que la atendieran. Después, como no teníamos dónde vivir, esa misma mujer le ofreció a mi madre darnos un lugar en su casa, a cambio de que mi mamá amamantara a su hijo. Mi madre siempre me decía que yo tenía un hermano de leche”.
El cobijo duró lo que duró la lactancia. “El nene de la maestra empezó a comer y nosotros dos, que éramos chiquitos, comenzamos a pelearnos como todos los niños”, recuerda don Gómez. Un día la docente encaró a Amalia y le dijo: “Mirá Amalia, te vas a tener que buscar trabajo porque yo no te aguanto el nene”. Y se fueron. “Cuando veo los cartelitos en los quioscos o en los almacenes que dicen  Se ofrece señora para cuidar ancianos, o para limpieza,  me acuerdo de esa época”, dice don Gómez. En  Junín había un libanés que tenía un almacén de ramos generales, que conocía a Amado Cura, un hombre que supo tener un comercio de ramos generales en la esquina en donde está hoy don Gómez tallando el yeso y que necesitaba alguien que cuidara de su esposa, postrada en una silla de ruedas. “El libanés le dijo a mi madre: Seguro que la va a ocupar porque usted es española (en realidad hija de españoles) y no quieren criollas, porque en son sucias, dejadas”.  El comerciante tuvo razón. Amado Cura la empleó, con la condición que la mujer se mudara a su chalet de El Ramblón sin su pequeño hijo.
Entonces el niño fue a vivir con su abuela, en un modestísimo ranchito en El Central, en la calle Mendoza, cerca de lo que se conocía como el parque Marianoff. “Mi abuelita me conoció allí. Mi madre le ofreció mantenerme a mí y a ella. Pero mis tías, que hasta ese momento habían ayudado a su abuela, le dijeron “no te ayudamos más, porque no queremos darle de comer a ese guacho que tiene ella”.
Así, “vestido con hilachas” y mientras todos lo llamaban “guacho”, la miseria fue la escuela del pequeño Raúl. Una escuela mágica. “Como los reyes nunca pasaban por casa, aprendí a hacerme mis propios autitos, con pedazos de chapa, rueditas con tapas de bordalesas (sic) y ejes con alambritos. Yo copiaba las chatitas Ford modelo 26 o 28, sin vidrios ni parabrisas”. Así, por la necesidad, el niño fue puliendo su innata habilidad manual, la misma que le daría un futuro próspero muchos años después.
Pero también en esos años, cuando le tocó comenzar la escuela, en Nueva California, sintió el dolor de no tener padre. “Todos los chicos levantaban la mano cuando la maestra preguntaba cuáles padres vendrían a arreglar la cancha de fútbol o a clavar el palo encebado para celebrar alguna fiesta patria. Yo era el único que se quedaba con la mano baja”, cuenta Raúl.
Pero la vida a veces regala algunas oportunidades. Cambia, casi por sorpresa. La mujer enferma de Amado Cura finalmente falleció y el hombre le ofreció a su empleada continuar trabajando en la casa.  Pasó el tiempo. “Y después parece que hubo una relación entre ellos y terminaron formando pareja. Amado Cura (don Gómez siempre lo menciona con nombre y apellido) le dijo a mi madre que yo y mi abuelita fuéramos a vivir con ellos. Del ranchito donde vivíamos no nos trajimos nada, porque eran solo hilachas”, recuerda. “Para mí fue un padrazo. Siempre me trató como un hijo. Dejé de ser “el guacho”.  Él fue quien me compró mi primera bicicleta en un remate. Incluso quiso darme su apellido pero resultó ser un trámite muy complejo y caro. Una familia amiga de él, que ahora tiene el apellido Lacón, había logrado con mucho esfuerzo que el Registro Civil se lo modificara. Antes era Laconcha. Pero era un trámite muy caro y mi madre no quiso”, dice.
Quizás por su capacidad de aprovechar todo al máximo, esa primera bicicleta fue mucho más que un entretenimiento. Su padre adoptivo no lo vio, porque murió cuando Raúl tenía 15 años, pero el muchacho se trasformó en uno de los mejores ciclistas de competencia de la zona y de Mendoza. Y allí nació otro capítulo riquísimo en la vida de don Gómez, que ya vivía con su familia en la esquina que Godoy Cruz y Remedios de Escalada y que Amado Cura había escriturado a nombre de su madre.
Un día, allá por los comienzos de la década del 50, llegaron a San Martín Juan Gálvez y con su hermano Roberto como acompañante. La cupé Ford paró en la Unidad Básica Peronista. “El auto tenía inscripciones por todos lados que decían “Reelección 52 -58. Fórmula Perón – Evita”.
Raúl Oscar Gómez tenía 18 años y fue a curiosear. Allí se encontró con Enrique Stoisa, que era senador provincial. “¡¿Qué hacés Raulito’!. ¿No te animás a representarnos como los Gálvez, pero en bicicleta? – cuenta el hombre- .”Yo le tomé la palabra y un tiempo después uní Mendoza con Buenos Aires.Fueron cuatro días para hacer mil y pico de kilómetros, a 200 y tantos por día. En la casaca tenía inscripciones por todos lados, como Perón cumple y esas cosas”.
Don Gómez recuerda que llegó a la seccional de la UOCRA, en Rawson 42, a pocas cuadras de Plaza Once. “A las 21 horas me dieron audiencia con Eva. Cuando entré a su despacho ella se sorprendió. Pensé que era porque yo no estaba de traje, sino vestido de ciclista. Pero no. Era porque, según me dijo, me veía muy parecido a otra persona”.
Aquel deportista recuerda lo que le dijo Eva Perón: “Usted es muy similar a un joven que va a la Universidad y que es el primer integrante de la Juventud Peronista. Se llama Antonio Cafiero. Ahora usted será el segundo integrante de la Juventud y nos representará en Mendoza”.
Gómez dice: “Lo único que le pedí fue trabajo y Evita me hizo una carta de recomendación: “Cédasele trabajo, municipal, provincial o nacional, según la capacidad del portador”, decía uno de los párrafos de la nota.
 A las pocas semanas el joven Gómez se presentó con semejante misiva en la Jefatura de la Policía de Mendoza. “Yo no tenía hecho el servicio militar y era difícil entrar, pero inmediatamente me atendió Roberto Costa Villalba y ordenó que me mandaran a la Escuela de Policía y me dieran instrucción. Después pasé a ser motorista personal de él”.
Gómez estuvo en la Policía hasta el 55, cuando se produjo el golpe militar. Pero entre medio pasó algo trascendental en la vida del artesano. Cuando tenía 19 años conoció a una jovencita de 15: Elsa Petrona Merlo.  “No me la quise perder y nos casamos”, cuenta.
En esta parte el anciano no puede contener la emoción. Sin embargo recuerda. Estuvimos casados 55 años, hasta que se me murió el 15 de junio, de hace 7 años. Ese día estaba riéndose con los vecinos en la vereda. Entró y me dijo:´me siento medio mareada, viejito. Yo le dije: ´Estarás por engriparte, viejita´.Entonces se sentó, hizo ´¡jhhhhh¡´ (inspira con la boca abierta) y se me murió. No alcanzó ni a hablar. Fue un infarto”.
“Desde que nos casamos y hasta el último momento yo le llevé todos los días el desayuno a la cama. Ella fue mi destino. Yo no fui un dominado pero si ella condujo mi destino y fui conducido por una mujer extraordinaria”.
Después renunció a la Policía (“Si hubiera hecho lo que hizo la mayoría, que fueron despedidos y luego Perón cuando volvió a ser presidente les reconoció la antigüedad de todos los años no trabajados y los ascensos, me hubiera jubilado como comisario”) Gómez se dedicó a la albañilería. Pero su habilidad manual inmediatamente sobresalió y se transformó en un especialista en hacer trabajos casi artísticos, con la cuchara y el fratacho.
Tan bien le fue que terminó yéndose a vivir a Buenos Aires. “Estuve allí veinte años, trabajando muchísimo y después viví cinco años, especialmente construyendo casas quintas”. Se convirtió en un artesano de obra, haciendo fuentes de agua, querubines y palomas. “Esto lo aprendí solo”, reconoce.
Ahora le cuesta moverse y trabaja sentado. Tiene una hernia de disco que lo tiene a mal traer. “Un día de estos me voy a San Luis a ver si me pueden arreglar un poco”. Buscará un componedor de huesos y tratará de seguir adelante.
Dice que el 20 de junio cuando cumpla los 80, no hará festejos. Pese a que estarán con el sus hijos, sus catorce nietos y sus dos bisnietos, dice que “ya nada tiene sentido después de que murió mi viejita. Solo espero el momento en que pueda acompañarla”.
En su tallercito lo miran los ángeles, los Gardeles , los Perones y los Maradonas. Trabaja con la puerta abierta y también lo miran los transeúntes. Es imposible no mirarlo. De allí surge un aire cálido, intenso, a veces melancólico, siempre tierno. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario