miércoles, 24 de abril de 2013

"¡Güevaditas pa´ los pendejooos!"



Por Enrique Pfaab
Hay quienes perduran por sus obras, mientras que otros por sus ideas. Algunos que sobreviven por sus gestas, otros por sus delitos, y la mayoría simplemente por sus hijos. Pero también hay unos pocos que quedan en la memoria por su pregón.
“¡Patay, arrope, catitas, güevaditas pa’ los chiiicos!”, gritaba Gatica, con voz ronca, mientras pedaleaba enérgicamente su pintoresco triciclo de Palmira a Tres Porteñas, de San Martín a Junín y desde su casa hasta casi cualquier parte.
En el oriente mendocino es casi imposible que haya alguien con más de 45 años que no recuerde ese canto destemplado. Y también es difícil que no se recuerde al triciclo y su dueño. Sin embargo, este cronista no ha encontrado a nadie que pueda asegurar cuál era su nombre de pila y sólo ha logrado confirmar que su apellido era Gatica.
Residía en Palmira, aunque solía dormir en donde lo sorprendiera la noche o la borrachera.
Los policías viejos dicen que era un buen hombre, aunque se le solían meter al cajón de chapa del triciclo algunas cositas que no le pertenecían.
Gatica, su triciclo y su pregón eran una unidad.
El hombre era delgado, pero increíblemente enérgico y resistente, capaz de recorrer los casi 30 kilómetros entre Palmira y Tres Porteñas con su vehículo cargado con baratijas.
El triciclo era una reforma de una noble bicicleta inglesa Triumph, la de freno a varilla, que tenía un inmenso cajón de chapa, como las que usaban algunos cafeteros, heladeros y hasta algún repartidor. Estaba repleta de banderines, espejos y cuanto chirimbolo llamativo su propietario hubiera considerado digno de ser añadido. Una tapa con bisagras y un candado transformaban el cajón de lata en una segura caja metálica cuando su dueño debía ausentarse por algún motivo.
El pregón de “¡patay, arrope, catitas, güevaditas pa’ los chiiicos!” indicaba que en ese triciclo se podían adquirir las más variadas e inusuales baratijas. Desde yuyos medicinales hasta condimentos, desde desplumados pajaritos hasta autitos de plástico, desde tortitas hasta alguna plancha usada de procedencia incierta. Lo que más vendía era patay, esas deliciosas golosinas de harina de algarrobo tan difíciles de conseguir en este presente ingrato.
Gatica vivía en una modesta casita de adobe, arrinconada en el fondo de Palmira. Se había juntado con una mujer norteña, posiblemente jujeña o boliviana, retacona y robusta, de ojos perdidos entre pómulos hinchados y cejas tupidas. Solía cargarla en su triciclo y llevarla con él, más para asegurarse que no se le fuera que para cumplir alguna función en el cambalache.
La policía se apersonaba cada tanto en la casa de Gatica. A veces para usarlo como fuente de información y en otras ocasiones para buscar allí alguna cosa que hubiera desaparecido en la zona. Días atrás, mientras festejaba su cumpleaños 90, un vecino del lugar contó una anécdota que todavía se recuerda en la zona. Cierta tarde, un par de policías llegaron a la casa de Gatica buscando algunas cosas birladas de una vivienda cercana. El bagayero salió a atenderlos y sin siquiera saludarlos les espetó, imperativo: “¡Acá no hay ninguna radio!”.
Gatica solía emborracharse con frecuencia y, cuando la curda le alcanzaba para llegar hasta su casa, solía descargar sus frustraciones con su mujer. Una siesta, el alcohol lo puso exageradamente violento y le dio una soberana paliza a ella. No se sabe si la pobre fue hasta la comisaría o si fueron los policías los que casualmente fueron a su casa para hacer las averiguaciones acostumbradas. Lo cierto es que Gatica fue denunciado.
Se lo buscó en los lugares habituales, pero no lo encontraron. Como a las 18, su triciclo apareció frente a la iglesia de Junín, sin roturas ni faltantes, salvo su dueño.
“Pongan un policía de consigna al lado del cachivache ese. El loco este ya va a aparecer a buscarlo”, ordenó el comisario que se había hecho cargo del caso.
A la 1, el cabo que había sido asignado fue relevado “sin novedad”. A esa altura ya se habían inspeccionado todos los bares, clubes y aguantaderos que Gatica solía frecuentar. Los policías estaban preocupados. Imaginaban que el personaje podría haberse caído a un canal o que se había desgraciado para evitar el calabozo. La teoría menos probable era la de que hubiera abandonado la zona.
Ya eran las 9 y se habían hecho otros dos relevos junto al triciclo. El milico pegó un salto cuando se comenzó a levantar sola la tapa del cajón de chapa. Gatica surgió de allí adentro, lagañoso y despeinado. Miró al policía y con su voz aguardentosa lo saludó con un: “¡Güenos díííías!”.
Dicen que Gatica estuvo todo ese día preso y que recién lo largaron cuando caía la noche, después de pintarles los dedos e informarle que era propietario de una causa por lesiones. Una semana después, su mujer lo abandonó definitivamente; dicen que viajó para el Norte en busca de una mejor vida.
En tanto, según cuentan en el pueblo, Gatica murió unos años después, una madrugada de diciembre. Volvía con su triciclo de Tres Porteñas después de un domingo de truco y vino. Se le hizo la noche cuando pedaleaba por el carril Chimbas, a la altura de Chapanay, y decidió pararse en la banquina y dormir la mona en el cajón. Un camión cargado con duraznos le pasó por arriba. Una sobrina suya después contó su final, sin leyenda. "Murió enfermo, en una cama del hospital. Todavía lo recuerdo con cariño".

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