Cinco minutos
Mi viejo siempre se levantó temprano. Prendía el fuego,
calentaba el agua y se ponía a matear sentado al lado de la cocina a leña.
De grande me di cuenta que su madrugar, tenía relación con
su necesidad del silencio y la reflexión en soledad.
Al mediodía, después de preparar el almuerzo y comer, el
cansancio lo vencía. Pero, por alguna razón, no se permitía dormir siestas
largas. Anunciaba que se tiraría “cinco minutos” (lo decía en alemán) y se
desmayaba en la cama.
Mi hermano y yo deseábamos que ese descanso se estirara. Era
nuestra posibilidad de jugar, de hacer lo que se nos diera la gana porque,
después, había que trabajar.
Pero mi viejo se despertaba a los 5 minutos, quizás a los 10
con mucha suerte.
Se levantaba de un salto, casi siempre malhumorado por haber
perdido tanto tiempo, por haberse dado el permiso del descanso. Nosotros
también pagamos por precio por eso.
Y el cansancio aparecía otra vez a la noche, nunca muy
tarde.
A las 10, después de la cena y otra vez sentado junto a la
cocina a leña, cabeceaba y se quedaba dormido. Nunca se iba a la cama antes que
nosotros. Era otro rato de soledad y, de paso, no lo veíamos derrumbarse.
Heredé ese reproche por el descanso. Lucho con él, pero
fracaso. Sin ir más lejos, aquí estoy, escribiendo este recuerdo cuando podría
estar durmiendo.
Durante mucho tiempo, creo que hasta que murió, solo
conservé el recuerdo de su malhumor después de la siesta de 5 minutos.
Ahora recuerdo otras cosas, pero ya es tarde.
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