lunes, 31 de agosto de 2015

Hoy murió Mario Vaccarone, a los 101



Los años y la muerte no transforman a todos en honorables. Mario Vaccarone tenía 101 y murió hoy. La nota fue escrita cuando tenía 99, en marzo de 2013. Contó su vida y la de un pueblo, llena de matices. Uno es lo que ha vivido, y nada más.

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Son las 11 de una mañana gris de domingo, un gris extraño para Mendoza. Las campanas de la iglesia repican y logran convocar a una concurrencia que es sólo un tercio de la que reunirán las celebraciones evangélicas que se harán en la tarde. Una mujer, que trata de disimular que ha superado los cuarenta vestida con calzas negras y tacos altísimos, se baja de un auto de 100 mil pesos y apura el paso para llegar antes de que el cura empiece la misa.

Un padre cumple con la promesa y pasea con sus hijas por la plaza. Las dos andan en bicicleta. Una está todavía en la edad de las rueditas auxiliares y la otra debe tener unos 8 años y ya pedalea libre y segura.

Una mujer de unos 30 camina ligero con una botellita de agua en la mano. Da vueltas y vueltas a la plaza, queriendo dejar atrás los 15 kilos que se le han trepado no sabe cuándo y que se le amontonaron en las caderas. Y un viejito cruza en diagonal llevando en una mano la bolsita con los fideos frescos para el almuerzo familiar.

Desde la mitad de esta plaza, la principal de Palmira, nace una callecita de sólo 40 metros y que es la más corta de la ciudad. Lleva el nombre de Guillermo Fuseo, una de las figuras más importantes que tiene la historia jarillera. La calle es casi una metáfora de lo que es el pueblo: nace en la plaza y muere en las vías.

Allí, en esta callecita, está la casa de Mario Bruno Vaccarone. El domingo que viene este hombre de ojos celeste claro cumple 99 años. Todos los días, una vez a la mañana y otra a la tarde, don Mario da cuatro vueltas a la plaza y casi siempre, mientras pasa por la frontera norte de ese cuadrado de tilos y araucarias, saluda a los niños que se columpian o se tiran por el tobogán. Siempre viste igual: bermudas a cuadros que parecen calzoncillos y una camisita de mangas cortas, y en los días de frío se lo ve con algún abrigo. Gira y gira por la plaza en el sentido contrario a las agujas del reloj , como para hacer retroceder el tiempo.

Edith, a quien don Mario apoda la Panchita y que es 18 años más joven que él, dice que su marido hizo de todo en su vida.

Nació en Gutiérrez, Maipú, el 17 de marzo de 1914. Cuando tenía seis años su familia se mudó al Este, primero a San Martín y al poco tiempo a Palmira. “Había unas casitas y del carril (la Avenida del Libertador) para allá (señala hacia el sur) era todo ciénagas”, recuerda.

Su primer oficio fue el de peluquero. Lo aprendió con su hermano Renzo, que era 6 años mayor. También de joven fue jugador de fútbol del club Palmira y luego, miembro de la comisión de la institución. Después se hizo árbitro y dirigió durante varios años en la Liga Rivadaviense. Supo ganarse la vida como oficial y jefe de depósito en el ferrocarril. Integró la comisión del Centro Recreativo Libertad y Acción Florencio Sánchez, una entidad cultural que se dedicaba especialmente al teatro, pero donde también se hacían bailes y festivales de boxeo. Fue comisario de la unidad policial de Palmira, presidente y uno de los fundadores de los Bomberos Voluntarios, delegado municipal, concejal “y no fue partero sólo porque no la embocó”, dice Panchita, riéndose.

Mario Vaccarone es demócrata desde siempre. Escucha muy poco (su mujer dice: “Además se hace el zonzo para hacerme rabiar”) y quien ayuda a dialogar con él es Gastón Kairúz, nieto de Juan Kairúz, quien fue intendente de San Martín, peronista, eterno rival político de Vaccarone y con quien “nos llevábamos muy bien”, dice ahora el ganso.

El hombre acepta que fue un tenaz picaflor. “Tuve cinco hijos. Mario, el primero, lo tuve de contrabando”, cuenta, refiriéndose a que era soltero en ese tiempo. Ese primogénito lleva el apellido de la madre y recién vino a conocer a su padre cuando era un joven que estaba a punto de ingresar a la adultez. Ahora ese muchacho es un reconocido peluquero de la ciudad de Mendoza, de 78 años.

Después, como hijos “legales”, vinieron Mary, Pino, el Canario y Pancho. “Yo no sé cómo se llaman en realidad”, dice Edith y no hay forma de que don Mario “escuche” esa pregunta y responda.

Edith, la Pancha, tiene 81 ahora. Conoció a su marido allá por el 91: “Cuando yo salí del Policlínico Ferroviario”, donde trabajaba. “Salió” a la fuerza, porque el policlínico se murió con el ferrocarril. “No sé, nos casamos porque así lo quería él y porque fue el destino. Yo no me quería casar por nada del mundo. Había estado 10 años solita, después de enviudar. Él, cuando se quedó viudo, me vino a buscar y me insistió para que nos casáramos”, dice la mujer, que es un apéndice de don Mario, una muleta, la explicación de sus 99 años, casi sordos pero lúcidos.

“Él me hace renegar. Hace como que no me escucha,… pero me entiende. ¡Me da unos nervios…!”, dice Edith, con gracia.

Don Mario ya está preparando la fiesta para los 99. La charla con el cronista y el “intérprete” lo han privado de la caminata matinal y se lo nota inquieto por salir a la calle. Es que más que una prescripción médica, el paseo es un deleite para Vaccarone. Allí puede ver cómo transcurre la vida. Mira con sus ojos celestes a la mujer de unos 30 que quiere bajar de peso, a la de calzas y tacos que finge ser veinteañera, al hombre que pasea con sus hijas… y los tilos que presienten el otoño.

La verdadera historia de Josecito

(Ilustración: Diego Juri)

De chiquito era simpático. Llamaba la atención de todos y despertaba cierta ternura. Pero el bicho creció. Creció mucho y 130 kilos eran demasiados para el living de la casa y hasta para acomodarlos en la cochera. Para colmo, Josecito se ponía muy ruidoso cuando le atacaba el amor y atronaba con sus gruñidos. Y para completar se ponía muy oloroso y transpiraba como lo que era: un marrano.

El cerdito Josecito llegó a este hogar de Junín (cuya familia desea permanecer en el anonimato por razones que ya veremos) a los 30 días de nacido, apenas fue destetado de su madre. Era integrante de una camada de 12 cochinitos sanos y con buen futuro para formar parte de alguna piara en cualquier granja de Philipps o Medrano.

Pero Josecito tenía destino de chancho ciudadano. La familia que lo adoptó vivía en una casa del casco céntrico de Junín, con un patio no demasiado grande. No tenían perro y Josecito podría ser una mascota tranquila, ideal para que jugara con los niños.

Como todos los de su especie y pese a su apariencia, Josecito era un bicho ágil, rápido e inteligente. Además, en los primeros meses de vida, los cerditos desarrollan lazos sociales muy fuertes que prevalecen durante toda su vida, por lo que el animalito creó una estrecha y cariñosa relación con la familia.

El chancho pasó a tener una vida de perro, que no es sinónimo de mala vida. Cucha, correa y paseos en la plaza. También asiduos baños, ya que los cerdos son los únicos mamíferos que no poseen glándulas sudoríparas y por eso buscan mantener su piel humectada embarrándose constantemente, en especial en los días de calor. Además, Josecito escapaba del sol intenso ya que la piel del cerdo se irrita muy fácilmente. Por eso lo de “chancho limpio nunca engorda” es una falacia. En realidad, el chancho limpio andaría paspado, ardido, irritado, pero engordaría sin problemas. Eso lo sabe bien el actor George Clooney, quien es una de las celebridades que eligió tener un marrano como mascota.

Josecito y su familia adoptiva fueron aprendiendo estas cosas a medida que avanzaba la convivencia y ese aprendizaje fue a veces una experiencia feliz y, otras, un poco traumática.

Era divertido verlo correr junto a los perros en la calle o en la plazoleta del barrio, pero era un problema que el chanchito le apuntara sin dudar al primer charco que veía para revolcarse con placer y llegar así de regreso a la casa. “¿No te dije yo que cuidaras que no se embarrara? ¡Mirá cómo me dejó la alfombra!”, rezongaba casi todos los días el ama de casa, reprochándoles el descuido a su marido o a sus hijos.

A pesar de estos inconvenientes, mientras fue un cerdito chico y juguetón, la presencia de Josecito sólo generaba risas, ternura y alegría. Sus dueños se dieron cuenta de que, como todo puerco, Josecito no podía doblar su cuello hacia arriba y, por lo tanto, para mirar a sus dueños debía pararse en dos patas. Los cuatro dedos y las respectivas pezuñas de cada pata delantera se apoyaban en las piernas de sus festejantes y a veces dejaban algunos arañazos. Pero era el costo de tener a un bicho tan especial dentro del hogar.

La situación se comenzó a complicar cuando Josecito fue creciendo y ganando peso. En poco más de un año había pasado de ser un cerdito de 5 kilos a un marrano de 120.

Pocos cerdos mueren de viejos. La mayoría pasa por el cuchillo y se convierte en jamón antes de llegar a la ancianidad. Pero aquellos que evitan el carneo viven entre 13 y 15 años. Por esto se podría decir que a los dos años Josecito estaba entrando en la adolescencia y que la mascota comenzaba a sentir sus primeras necesidades sexuales.

Cierta tarde, mientras paseaba por la plaza, Josecito salió corriendo detrás de una perrita cocker spaniel. La dueña, una señora de 65, comenzó a proferir gritos desesperados pidiendo auxilio, mientras los propietarios del cerdo trataban de alcanzarlo. El caso es que Josecito se lanzó sobre la perra, en un intento desesperado de copular…, y la aplastó. Debajo del chancho se escuchaban los aullidos apagados de la perrita, mientras Josecito roncaba desilusionado.

Después de este incidente, la persecución de perras se transformó en algo que se repetía en cada salida. Primero los dueños del cochino optaron por suspender estas excursiones, pero el animal estaba tan nervioso que rompía todo y en un momento hasta intentó, desesperado, satisfacer sus necesidades con una amiga de la familia que había venido de visita. Entonces se decidió buscar una chancha. “Lo llevamos a una granja, lo dejamos unos días para que se descargue y después lo traemos de vuelta”, dictaminó el dueño de casa.

Así fue que Josecito fue cargado, no sin dificultad, en un taxiflet y llevado a un chiquero de Alto Verde. Apenas abrieron la compuerta del Rastrojero y lo pusieron en tierra firme, Josecito salió corriendo hacia el corral y estuvo a un paso de derribar la puerta. Allí la familia adoptiva del cerdo descubrió otro detalle de la vida porcina: los chanchos tienen un orgasmo que dura cerca de 30 minutos y lanzan gritos que parecen humanos.

El bicho pasó cuatro días en la granja y volvió cansado, sucio y relajado después de semejante juerga. Los siguientes tres días no hizo otra cosa que dormir. Apenas se despertaba para comer algo y beber agua.

Pero el remedio causó efecto apenas dos semanas. Pasado ese tiempo, Josecito tenía ganas de repetir la visita al chiquero. “Yo les digo: O nos mudamos a una finca o regalamos a Josecito”, intimó la mujer de la familia, cansada ya de tantos trastornos. Pero esa amenaza no tuvo aceptación. Todos imaginaron el posible futuro de Josecito si lo regalaban: iba a terminar hecho chorizos en pocos días. Tampoco cuadraba la posibilidad de mudarse. Esto no estaba dentro de los planes ni del presupuesto familiar.

Todos se quedaron preocupados y debatiendo durante los siguientes 10 días, buscando alguna solución.

Finalmente, el padre y el hijo mayor decidieron por su cuenta. Un día, la madre y sus hijos menores salieron a hacer unas compras por el centro de Junín y, de paso, almorzar en la casa de una tía. Cuando regresaron, Josecito ya no estaba… con vida. Los hombres lo habían desgraciado. Hubo una gran y generalizada escena de llantos, pero finalmente todos coincidieron en que había sido lo mejor. “Lo comemos nosotros antes de que se lo coman otros”, fue el razonamiento.

A pesar de que Josecito estaba tierno y sabroso, costó tragarlo.

La familia ya no tuvo otra mascota.

domingo, 30 de agosto de 2015

Vendimia: No critiques la fiesta, o morirás

(Ilustración: Diego Juri)


“Sólo contá y no critiqués, por más que parezca un acto escolar”, le aconsejó la editora al periodista que iba a cubrir por primera vez una fiesta de la Vendimia departamental. “Siempre tenemos muchos problemas cada vez que alguien hace una crítica. Se lo toman peor que si cuestionaras su moral”, argumentó. Tenía razón, aun cuando desconocía un episodio ocurrido muchos años antes, casi cuarenta, en donde una crítica de este tipo estuvo a punto de terminar en un duelo.

Sección Policiales del diario Mendoza del miércoles 19 de marzo de 1969.

Uno de los títulos de cabeza de página alertaba: “Retarían a duelo al director de Turismo”.

Eran años turbulentos. El teniente general Juan Carlos Onganía era el presidente de facto del país. La Morsa, como apodaban a Onganía, había designado en 1966 como interventor federal en Mendoza al general de Brigada retirado José Eugenio Blanco, que cumplía el rol de gobernador.

A su vez Blanco nombró como director de Turismo de la provincia al teniente coronel Oscar Manzoni.

La noche del 14 de marzo del '69, como todos los años para esa época, se hizo la Fiesta Nacional de la Vendimia. Eduardo Hualpa fue el encargado de dirigir Vendimia mágica, con libreto de Alfredo Luis Villalba. Ellos mismos serían los que en 1974 harían La Vendimia de la Patria Grande, que tuvo un fuerte contenido político y que generó todavía mayor polémica que esta del '69.

La fiesta fue austera, como todas las de los últimos años de esa década. Pero tuvo algo innovador: se montaron por primera vez cajas lumínicas en el escenario del Frank Romero Day, algo que después fue repetido, mejorado y vuelto a repetir hasta el hartazgo. Con el paso de los años esa fiesta se recuerda como “montada sobre un escenario con audaces líneas y logrado diseño”, pero en esos días parece que recibió una lluvia de críticas.

Esa noche la representante de Guaymallén, Cecilia Baumgartner, fue coronada reina con 68 votos, contra los 41 que obtuvo la virreina. Iba a ser la primera soberana que viajara por el mundo representando a Mendoza. Pero esto quedó en un segundo plano. Todos se dedicaron a cuestionar el espectáculo.

Según los archivos de la época, la crítica más despiadada había sido hecha en el diario más antiguo de la provincia y el director de Turismo se tomó a pecho estos cuestionamientos.

El diario Mendoza, sin hacer propia la información y sólo refiriéndose a una versión radial, contaba en la edición del 19 de marzo del '69 en la bajada del título: “Los ambientes periodísticos y oficiales de la provincia se vieron conmovidos ayer por la noticia de un reto a duelo que el cronista de un diario habría formalizado ante el director provincial de Turismo, teniente coronel Oscar Manzoni. Las primeras informaciones surgieron de una radio local que en su informativo de las 23 relató con abundancia de detalles todo lo acontecido y que conforme a aquella versión habría ocurrido de la siguiente manera”.

Esa “manera” era el cuerpo de la nota, que decía: “El director de Turismo se habría sentido molesto por las críticas a la Fiesta Central de la Vendimia que en un artículo formuló el matutino citado (aunque no “citaba” al matutino), razón por la cual convocó a una conferencia de prensa en su despacho. El diario envió a la entrevista al señor Francisco Orsini, quien, al parecer, sin alcanzar a omitir opinión alguna, fue ofendido verbalmente por el funcionario. La violenta escena culminó cuando el funcionario, luego de estrellar una silla contra los pies del periodista, emitió severos juicios contra los integrantes de la prensa”.

Con la florida redacción que se estilaba en esa época en la nota se continuaba relatando que “antes de retirarse, según la versión radial, el periodista Orsini habría recordado al funcionario que no se representaba a sí mismo sino a la empresa que lo enviaba y contra la cual evidentemente se emitían los audaces juicios. Poco después el periodista habría manifestado su deseo de formalizar un planteo caballeresco al teniente coronel Manzoni. La emisora afirmaba asimismo que habrían sido designados padrinos de Orsini el vicecomodoro Oscar Arnoldo Morales y el doctor Guillermo Petra Sierralta”.

El diario Mendoza, después de escuchada esta versión radial de los hechos, decidió que era necesario saber más de lo ocurrido y verificar la información y envió a un periodista a averiguarlo. La nota cuenta que “entrevistado ayer el vicecomodoro Oscar Arnoldo Morales, manifestó a Mendoza que se había sentido sorprendido ante la noticia, que personalmente no escuchó y que propalara la emisora, pero que no habría sido consultado en ningún momento para actuar en el presunto padrinazgo”. Nada. Hasta allí nada. Había que encontrar al otro supuesto padrino.

“Sin embargo, pese al silencio que el Código de Honor impone a todos los intervinientes de una u otra manera en un duelo, el doctor Guillermo Sierralta fue más sugestivo. Aclaró que en ninguno de los casos en que le tocó actuar en situaciones parecidas dejó de guardar el silencio que imponen las normas éticas y por lo tanto no podía formular ahora tampoco ninguna declaración”. Entonces sólo quedó claro algo: Sierralta no confirmaba el convite a un duelo, pero sí aseguraba indirectamente que ya había oficiado de padrino en otros entreveros semejantes.

La tarde del 18 de marzo se reunió de urgencia la Comisión Directiva del Círculo de Periodistas de Mendoza, en su sede histórica de Godoy Cruz 166.

Allí se emitió el siguiente comunicado:

“1) Hacer llegar su formal protesta ante los poderes públicos por la insólita actitud del director provincial de Turismo, que ha ofendido y agraviado al periodismo de Mendoza, en particular al periodista y asociado Francisco Orsini, hecho que contrasta con la tradicional conducta observada por los gobernantes de la provincia, que en la generalidad, de los casos han repudiado este tipo de desbordes reñidos con las más elementales normas de convivencia y respeto por la misión de informar.

“2) Expresar que el derecho de crítica que los medios periodísticos han hecho de un evento artístico constituye un principio garantizado y respaldado por la Constitución Nacional (curiosamente se mencionaba los derechos y garantías que otorgaba una Carta Magna que estaba vulnerada por un golpe militar).

“3) Respaldar y prestar amplia adhesión al periodista y consocio Francisco Orsini, injustamente agraviado en circunstancias en que cumplía la tarea inherente a su profesión”.

No se sabe finalmente si el duelo se produjo. En todo caso no hubo que lamentar muertes. Posiblemente haya sido pactado a “primera sangre”, es decir hasta que uno de los contendientes resultara herido aunque fuera levemente.

Lo cierto es que a pesar de que han pasado más de 40 años, es mejor no criticar una fiesta vendimial. Por las dudas, ¿vio?

Tractor Echegaray, el bromista de Junín

(Ilustración: Diego Juri)

“Señora, ¿me vende fiambre?”, preguntó el niño. La mujer lo miró sorprendida. “¡Ahh! ¡Seguro que a vos te mandó el Coco Echegaray! Decile de mi parte, de Catalina Alarcón, que se deje de hacer estas bromas”. Después cerró la puerta de su casa, donde funcionaba también una funeraria.

Para Coco –a quien también apodaban Tractor por ser bajito, fornido y con mucho empuje– las bromas eran un deleite. Tenía una verdulería en la esquina de Segura y Estrella, en Junín, donde también estaba la casa familiar.

Era vecino del Copo de Nieve, del Camote y del Pan Casero, apodos que pueden resultar curiosos en cualquier ciudad, pero en Junín sería extraño que no los tuvieran.

Coco nació en el ’24 y hasta el ’87, cuando murió con escasos 63 años, se dedicó todos los días a tratar de arrancar una sonrisa.

Tenía una debilidad especial por los más pequeños. Durante muchos años, cada Día del Niño, había grandes reuniones de chicos en la puerta de su negocio. Con su esposa, Paz Blanca García, trabajaba durante varios días preparando pororó, copos de azúcar y algún regalito para ellos. Los repartía después de organizar algún juego en la calle. También hacía esos festejos en alguna escuelita.

“Hasta Mario Abed, que ahora es intendente, venía a casa a festejar cuando era niño”, recuerda Coquito Echegaray, uno de sus hijos y quien heredó su apodo como corresponde.

Siempre había algún niño dando vueltas en su verdulería y el Coco le encargaba algún mandado. “Andá a comprar fiambre acá enfrente”, le pedía a uno, y le indicaba la casa de la familia Alarcón, en donde no había salame pero sí un difunto.

“Andá a la carpintería de Cabrera y pedí que te presten el serrucho de goma”, le encargaba a otro. “Llevate esa damajuana, andá al almacén y pedí que te la llenen de corriente”, le pedía a uno. “Mañana tráiganse escaleras y vayan a cosechar frutillas a la finca de Felino Marinosi”, le decía a otro grupo. A otros les encargaba: “Traigan viruta de la gomería”.

Después, cuando los niños volvían sin haber cumplido sus mandados, les regalaba unas enormes bolsas de caramelos.

Mientras su esposa atendía la verdulería, él hacía el reparto con una carretela. Había bautizado a su caballo con el nombre de Pocas Plumas.

Pero también se dedicaba a organizar actividades recreativas para los grandes. Todos los años convocaba a una carrera de bicicletas para hombres que se disputaba desde la ciudad hasta el dique de Philipps. Sólo había dos condiciones que cumplir. Las bicicletas debían ser para mujeres y toda la familia debía esperar al competidor en la llegada con una vianda, para realizar un almuerzo comunitario.

Además, junto con algunos amigos organizaba los domingos grandes cazuelas en un galón. Eran almuerzos a la canasta: cada cual ponía su parte.

Alguna vez, junto con Raúl Jaunín como socio, rescató del olvido el cine Cervantes. La sala había estado cerrada varios años y el Coco quiso recuperarla. Logró mantenerla en funcionamiento durante seis años. Pero no tenía espíritu de empresario y no hizo negocio con ella.

Su hijo Alberto (Coquito) ha heredado parte de su carácter, quizás por eso hoy es presidente del Club Alberdi, una entidad donde sólo se realizan actividades sociales y en el que todavía se intenta alimentar la amistad.

Coco Echegaray murió demasiado rápido. Apenas tenía 63 años. Su corazón no quiso más. Lo gastó viviendo.

Remigio Bobadilla


El milico se acercó y sacó el papel que se asomaba debajo de la silla del tordillo que estaba allí, quieto, pastando a la sombra del olivo. Después leyó:

Al señor jefe máximo del más alto tribunal de la provincia

Su Mayoría:

Se han llevado a los chicos. Y dicen que no los van a devolver. Así nomás. Creo que usté sabrá disculpar la molestia, Su Mayoría, pero he andado lidiando con este entuerto por todos lados y perece que me he metido en un brete del que no hay forma de salir. Además, aunque no lo sepa y con el mayor respeto, Su Mayoría se ha llevado su parte del asunto.

En los últimos tiempos mi familia y yo hemos tenido una suerte reculativa.

Y por más que hemos tratado de explicarle cómo son las cosas a los del juzgado de acá, no dejan que los chicos vuelvan con nosotros.

Mire, Su Mayoría. La Carmela y yo nos arrimamos como hace 15 años. Tuvimos tres críos: El Damián, el Jaime y la Lucía. Vivimos en un puesto que queda a unos 50 kilómetros del pueblo, como quien va para el norte, cortando a campo traviesa. Un ranchito modesto, pero bien plantado.

El patrón me paga unos pesos por mes, me da algunos vicios y, además, me deja criar algunos chivos junto con los suyos.

La Carmela y yo hemos tratado de darle a los gurises lo más mejor.

Mas que nada hemos tratado de que sean respetuosos y que sepan que con trabajo, honradez y educación no hay de que tener julepe.

El Damián es el mayorcito. Anda ya por los 13. El Jaime tiene 10 y después está la Lucía que, con la ayuda de Dios, será la última y ya cumplió los 5.

Cuando corresponde, los machitos están en la escuela. Cuando no, ayudan en la casa. El Damián sale conmigo al campo y el Jaime se encarga de ayudarle a la madre: pica leña; se encarga de las gallinas, de un par de chanchos y de esas cosas que le ordena la Carmela. La Lucía parece que nos ha salido buena, porque ya trata de ayudarle a la madre en la cocina y a lavar las pilchas.

Por suerte en casa nunca ha faltado la comida aunque, a decir verdad, hubo veces en que la cosa estuvo medio peluda y se hizo difícil parar la olla. Pero nunca faltó un buen guiso y la leche en la mañana para los pibes.

En la escuela los críos se la han rebuscado bastante bien. El Jaime hubiera terminado en diciembre el cuarto grado y el Damián, que salió más bruto y repitió el séptimo, después acomodó el tranco y agarró canaleta.

Mire Su Mayoría, todo venía bien hasta que llegaron las fiestas pasadas, cuando los muchachitos volvieron a la casa para las vacaciones de verano.

Yo venía complicado con el laburo y una manito del Damián no me venía mal. Hay cosas que, por más que uno quiera, no puede hacer solo. Y lo primero que tenía que hacer era aprovecharlo para arreglar algunos alambrados que estaban volteados.

Todo anduvo bien, Su Mayoría. Cuando trabajábamos cerca de la casa, volvíamos para cenar y dormir. Sinó, hacíamos noche en el reparo de algún chacay.

Habían pasado como diez días y ya casi habíamos terminado con lo más importante. Era viernes y, el domingo a la tarde, el Damián y el Jaime tenían que salir de vuelta para la escuela.

Fue ahí donde el diablo metió la cola.

Estábamos arreglando una de las últimas alambradas. Le reconozco, Su Mayoría, que por ahí yo andaba apurado para terminar. Por ahí eso fue: el apuro. Estábamos cerquita de la aguada. Ya habíamos cambiado los postes, tirado los hilos y puesto las varillas.

Yo me encargaba de poner las primeras grampas mientras el Damián, que ya estaba ducho, le daba rosca a las golondrinas con una francesa vieja que yo tenía especialmente reservada para eso.

No se bien como fue, porque yo estaba a unos 40 metros del Damián. Cuando sentí el chicotazo yo lo miré y él se miraba la mano. Calculo que la francesa se zafó, que había agarrado el alambre muy corto. No sé, Su Mayoría. Lo que si sé es que el alambre se soltó, pegó el latigazo y se llevó el dedo del Damián. El del medio, el cochino que le dicen, el de la mano derecha. Se lo arrancó limpito, desde la primera coyuntura. El chicotazo mandó la punta del alambre, con dedo y todo, a unos 10 metros.

Yo fui corriendo hasta donde estaba el muchachito, quietito, blanco, sin una lágrima. Se miraba el dedo mocho y no decía nada. Yo lo sacudí para que me contestara si estaba bien. El dijo que si con la cabeza y nada más.

El corte era limpito. Como a propósito. Recién empezaba a sangrar. Se nota que, a donde el alambre lo acogotó, le apretó tanto las venas que apenas podían chorrear. Me saqué el pañuelo del cuello y le envolví el muñonsito. Después me fui a buscar el dedo. Lo encontré enseguida. Todavía estaba enroscado en la punta del alambre, metido en el medio de una mata de neneo. Le saqué algunos abrojos que se habían pegados en la carne. Después vacié la tabaquera de cogote de ñandú, lo metí ahí adentro y lo envolví, bien apretadito, como hace uno cuando quiere que el tabaco no se le seque.

Montamos y salimos para las casas. Estábamos como a una hora y media. El Damián venía medio enroscado, pero firme, sin ladearse. Calladito. Blanco.

Yo lo trataba de tranquilizar. Le decía que no se preocupara. Que, a la final, ese dedo del medio no servía para nada. Que se yo.

De lejos vi que, parada al lado del corral, estaba la chata del turco. A esa altura del mes el turco siempre pasaba a dejarnos algunos vicios y a cobrarnos los del mes anterior.

Cuando entramos a la casa le conté a la Carmela y al turco lo que había pasado. Recién después la vi a ella.

Era una mujer rubia, de rulos, calculo que de unos 45 años. Me dijo el nombre, pero no me acuerdo. Dijo que trabajaba para el Gobierno en algo de “no sé que social”. Yo no la había visto nunca. Cada tanto ha venido alguien por estos lados, pero a esta mujer era la primera vez que la veía.

Se ofrecieron a llevar al Damián hasta la salita del pueblo. Yo les dije que bueno y que si podía ir con ellos. Me dijeron que la caja de la chata estaba llena y que adelante entraban nada mas que tres. Me dijeron que, por la hora, me convenía descansar esa noche y que saliera a caballo al amanecer para el pueblo. Que no me preocupara, que ellos se iban a encargar. Les dije que bueno. Subieron al Damián, sentado entre los dos. Yo les di la tabaquera con el dedo y se fueron.

Me levanté como a las 5 y monté a eso de las 6. A las 8, cuando iba por el bajo, vi que por la ruta pasaba, como yendo para las casas, la camioneta de la Policía. Me pareció que iban como cuatro personas, pero por el tierral que levantaba no pude saber quienes eran. Calculé que era el subcomisario, que estaba buscando algún cuatrero.

Eran como las 9 cuando llegué al pueblo y me apeé en la salita. La Etelvina, la enfermera, me frenó en la puerta. Me dijo: “Mire, donBobadilla: el Damián está bien, pero usté no lo puede ver”. “¿Le pudieron pegar el dedo?”, le dije yo. Me dijo que no, pero que no se había infectado y que apenas tenía un poquito de fiebre. “Va a estar bien. No se preocupe. Yo no le puedo decir nada mas, pero le pido que vuelva a su casa y después le van a avisar que tiene que hacer”, me dijo, mientras me devolvía la tabaquera, que estaba toda pegotosa. Yo no quise armar lío. A mi el asunto me pareció medio raro, pero le dije: “Está bien”, y me fui.

Cuando volvía para las casas, me volví a cruzar con la camioneta del subcomisario. Me pareció que venía con más gente, pero pensé que habían agarrado a los cuatreros. Lo único que me llamó la atención es que en la caja no llevaban ni cueros ni carne. Después, primero cuando vi los rastros en la tranquera y, más tarde, cuando le vi la cara a la Carmela, se me representó lo que había pasado. “Se llevaron a los chicos”, me dijo mi patrona. Me lo dijo temblando, con una voz rara, que no le había escuchado nunca. Tenía los ojos rojos y casi no le podía entender lo que me quería decir. Apenas le pude entender que había venido el subcomisario y que “por orden del Juzgado de Familia” se tenían que llevar al Jaime y a la Lucía a la ciudad. Que al Damián también lo iban a llevar, una vez que le sanara el dedo mocho.

No se cuanto tiempo estuvimos sentados al lado de la cocina sin hablar. Cada tanto yo agarraba el fierro, abría la puertita y le echaba algún palito para que no se apagara el fuego. De tanto en tanto la Carmela ensillaba el mate. Nada más que para hacer algo. No se cuanto tiempo pasó. Debe haber sido como al tercer día que juntamos algunas pilchas y salimos para la ciudad. Ya hace tres meses de eso.

Mire, Su Mayoría. En el juzgado siempre nos atendieron bien. De entrada. Nos dieron permiso para ver a los chicos un par de veces por semana. La Carmela se quedó en la ciudad y los ve los miércoles y los sábados. Yo voy una vez cada dos semanas, cuando puedo dejar acomodados los asuntos del campo.

Pero hay varias cosas que todavía no puedo entender. Talvez usté me las pueda explicar.

Me dicen acá que nos sacaron a los chicos porque ”está prohibido el trabajo infantil”. Además dicen que, por lo que le pasó al Damián, los chicos están “en situación de riesgo”. No sé que quieren decir con eso.

Dicen que la señora esa que venía con el turco nos denunció. Dicen que ellos entienden la situación, pero que la jueza de familia es una sola, que está con mucho trabajo, que tiene causas muy graves y que tengamos paciencia.

Antes nos decían que pronto todo se iba a arreglar. Que usté iba a abrir otro juzgado de familia y que nuestra causa iba a ser la primera que se iba a solucionar. Yo les dije que estaba bien. Que bueno. Pero no pasó nada. O pasó lo peor, según se ve.

Dijeron que la cosa era definitiva. Que todos los que estudiaron en caso decidieron que los pibes no tienen que estar acá con nosotros, en medio del campo.

La Carmela dice que por eso no quiere volver. Que si está en la ciudad capaz que se los devuelven.

No sé, Su Mayoría. Parece que con lo nuestro la cosa ya no tiene vuelta. Pero, por si acaso, yo le cuento esto para que usté sepa que acá, los paisanos no somos mala gente. Nada más es que no vivimos igual que allá, en la ciudad.

Además, Su Mayoría, ¿sabe porqué el Damián terminó con el dedo arrancado?. Porque yo quise dejarles a mis hijos lo único que tengo: trabajo, honradez y educación. Porque si uno tiene eso, no hay de que tener julepe, ¿no?.

No se, yo digo. Quizá esté errado.

Con respeto, un servidor

Remigio Bobadilla

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El milico volvió a doblar la carta y la metió al bolsillo. Agarró las riendas del tordillo y lo empezó a llevar al palenque mientras atrás, colgado de una de las ramas del olivo, todavía se bamboleaba el cuerpo de su patrón.

sábado, 29 de agosto de 2015

Martín Palermo no habló conmigo


Un día, Martín Palermo fue el técnico de Godoy Cruz. Y un día, se fue. Para escribir sobre eso, buscaron al más caradura que había, y me encontraron a mi. Salió

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Otra vez, como todos los días de los últimos 40 años, no hablé con Martín Palermo. El platense se fue de Mendoza sin que hayamos cruzado una sola palabra. El Loco seguirá su vida ignorando que existo y yo seguiré escuchando hablar de él. Es que este tipo está empecinado en ser tema de conversación desde hace dos décadas.

Entonces leo sobre él y lo miro por tevé. De camisa lila, aritos y su pelo platinado (ya nadie recuerda que en realidad es castaño oscuro y que alguna vez lo usó muy largo) lo veo entrar a la cancha de Racing. Es viernes a la noche. Grita y putea como si hubiera renovado contrato por 10 años y si ése fuera el partido más importante de su vida.

Apenas comenzado, a los 4 minutos, el Loco se amarga. Y se amarga todavía más a los 26, cuando el Pipa Villar hace algo así como un gol en contra. El problema es que esta noche no llueve, no está montada la escenografía como para una gesta épica, como aquella tormentosa del 10 de octubre de 2009. Esa fue la única vez, ya que no soy hincha de Boca ni de Estudiantes, que Palermo me hizo emocionar. En tiempo de descuento, cuando ya se habían jugado 47 minutos del segundo tiempo, el Loco metió el segundo para que la Selección dejara de sufrir ante Perú y no se quedara fuera del Mundial. Palermo se sacaba la camiseta, levantaba los brazos y dejaba que lo bañara la lluvia. Y lloraba. Me emocioné, no por la Selección ni el gol, sino por este tipo que parece torpe, tosco, pero que se caga de risa de todos los que lo definíamos así. Pensar que el Loco había entrado a la cancha un ratito antes en remplazo del mendocino Enzo Pérez. Quizás el destino ya se estaba entrelazando.

Aquella noche, y ahora esta del viernes, me hizo acordar también de otra. La del sábado 24 de febrero de 2007. Esa vez lo el Loco nos metió un zapallazo desde mitad de cancha. Desde más allá todavía. La agarró de volea, lo pescó a Oscarcito Ustari muy adelantado y, también cuando se moría el partido, Boca nos terminó ganando 3 a 1. ¡Pobre Ustari!, pensar que decían por esos días que era uno de los arqueros que más prometía. Si no fuera por ese podrido gol todos ya hubieran olvidado ese partido.

El Tomba pierde y Palermo sufre, como si no se fuera a ir nunca. Pero se va. Esta noche sufre, aunque no tanto como aquella del 4 de julio de 1999 cuando erró tres penales y la Selección de Bielsa perdió 3 a 0 con Colombia por la Copa América. Se va, pero antes espera a que cada uno de sus jugadores abandone la cancha y los acompaña a salir, derrotados.

Palermo tiene esas cosas. Fue y volvió muchas veces y tiene esa tranquilidad de los que ya saben que no hay victoria eterna ni fracaso que no dé revancha. Es esa clase de personas que nació para ídolo y que, aún así, es capaz de trabar una profunda amistad con el ídolo de sus archirrival. Ahí lo tienen a su compinche Guillermo Barros Schelotto. Y también es capaz de decir las cosas sin muchas vueltas y mandar a freír churros al presidente del club para el que trabajó, seguro de que dentro de 40 años todos recordarán a Palermo y muy pocos sabrán quién fue José Mansur. En 40 años les contará

a su historia a sus bisnietos. Ellos creerán que exagera, pero no será así. Más aún, olvidará detalles importantes de su carrera, como esa vez que perdió con Racing en su último partido como DT del Tomba. Y no les hablará de mí, porque no, nunca habló conmigo.

Entre claros y oscuros

Algún medio nacional tituló hace unos días que a Martín Palermo “se le terminó la beca” como técnico en Godoy Cruz. La frase es injusta. Es cierto que el Loco aprovechó este primer contrato en su carrera como DT para hacer experiencia, pero también es cierto que retribuyó eso con trabajo y seriedad, y también que el Tomba reforzó su imagen en el mundillo del fútbol apoyándose en la fama de su entrenador.

Contratado bajo la presidencia de Mario Contreras y con un instantáneo feeling con la hinchada, su gestión no fue cuestionada independientemente de que la campaña del equipo alterara buenas con malas. Sin embargo, la situación se complicó rápida e impensadamente cuando se sentó a negociar su continuidad con Mansur, el actual mandamás del club. De nada sirvió que Martín, con un plantel mucho más modesto, hubiera casi empardado las campañas del Turco Asad y del Polilla Da Silva. Y a Palermo no le gustó el juego.

Dijo que algunos dirigentes mintieron cuando dejaron trascender que el problema era el monto de dinero que exigía el entrenador para renovar el contrato; que nunca fueron claros en su postura y que tenían la decisión tomada, desde hacía tiempo, de sacarlo del juego y de traer a otro DT para sucederlo al frente del banco de suplentes.

A Palermo no le gustó y, de acuerdo con el clima que se vive en el Tomba, a los jugadores y a los hinchas tampoco.

Y el Loco se fue. Algún día será, inevitablemente, el entrenador de Boca, quizás de Estudiantes. Porque es ídolo. Nació para serlo. Es una especie que ya casi no existe. Se fue para seguir escribiendo su historia. Esa historia que, si hubiera nacido en Estados Unidos, ya tendría una decena de guiones esperando turno en Hollywood, la llamada meca del cine.

"¡Veinticinco, mierda!"

(Foto: Horacio Rodríguez)

Noche de verano. El estadio Malvinas Argentinas está repleto. En la cancha se juega el clásico de los clásicos: Boca – River. Una pelota cae llovida al centro de área, a pedido de un delantero. Pero un 3 llega antes y, sin piedad ni vergüenza, la revolea lejos. En un extremo de la platea alguien grita “¡Veinticinco, mierda!”. Nadie entiende el grito, salvo uno, que está sentado 20 metros más allá y que ahora sabe que hay otro vecino de Philipps entre la multitud.

Queda en Junín. El pueblo adoptó el nombre de su estación de trenes y no tiene fecha precisa de fundación. Es la villa cabecera del distrito que también lleva ese nombre: “Philipps”, con una “L” y dos “P”, y no como la lamparita.

Allí está el glorioso Club Social y Deportivo 25 de Mayo, que supo ser animador de la Liga Rivadaviense y que el próximo 1º de Mayo cumplirá 80 años. De allí, de su pueblo y de su hinchada escasa, surgió ese grito futbolero de júbilo, de alivio y de aliento: “¡Veinticinco, mierda!”.

El grito nació del fútbol pero después se escapó de la cancha. Según cuenta el profesor y folclorista Roberto Mercado en su libro “Philipps, 100 años de un pueblo”, con la autoridad asignada por haber nacido y usado pañales en ese terruño, “este fue el grito de júbilo cuando el equipo salía a la cancha o cuando un defensor la rechazaba con mucha fuerza hacia arriba, cuando las papas quemaban. En este caso el grito era aún más fuerte”. Después se usó para expresar felicidad por cualquier motivo. A saber: “Me puse de novio con la Petisa”; o “me saqué la quiniela”; también “pasé de grado”; “mañana nos pagan”; “el viernes comemos un asado”, y así. Todo rematado con un fuerte, seco y contundente “¡Veinticinco, mierda!”.

Philipps tiene un karma: su nombre, por lo general, se escribe mal y se pronuncia peor.

En las notas periodísticas, los carteles viales, los planos y las documentaciones gubernamentales aparece escrito Phillips, Philips, Phillipps y hasta Philippips. Y se escucha pronunciado, en especial por los lugareños de mayor edad, como “Pili”, Pilipe” o “Fili”. A cualquier automovilista que acierte a pasar por la rotonda de Mundo Nuevo con dirección al Este y que se detenga para levantar solidariamente a cualquier peatón local que le haga dedo, le tocará escuchar la siguiente pregunta, que sonará como un acorde: “¿Va pa´ Pili, don?”.

El profesor Mercado se tomó el trabajo de establecer el porqué del nombre de su pueblo y cómo se escribe realmente. Así encontró algunos documentos importantes. “Según testimonios orales la zona era conocida como La Jarilla y también Mundo Nuevo”, dice. Así fue hasta que se construyó el ramal a Rivadavia del ferrocarril “Buenos Aires al Pacífico” y se ubicó una estación en la incipiente villa. Esas vías se habilitaron el 26 de Enero de 1908. Unos días antes, el 10 de enero, el representante legal del ramal, Emilio Lamarca, se dirigió al director general en el siguiente tono: “Es urgente fijar los nombres de las estaciones” y una semana después recibió la respuesta que aquella correspondiente a la villa llevaría el nombre de “Uriarte”. Sin embargo el 27 de febrero de ese mismo año el propio Lamarca hace notar a sus superiores que el nombre designado “tiene similitud con el nombre Irirte de nuestra línea principal de la División Buenos Aires, lo que dará lugar a confusiones y tropiezos, tanto para la correspondencia como para el giro de las cargas”. Así se modificó el nombre de la estación y se pasó a llamar Philipps, aunque ya en su designación estaba mal escrito, con una sola “P”.

Curiosamente este distrito de Junín nunca fue creado oficialmente, ni a nivel provincial ni municipal. Comenzó a llamarse así naturalmente, después de que se bautizara su estación. Y así quedó.

El nombre del poblado es en honor a un vizconde inglés. John Wynford Philipps, primer vizconde de St. Davids, nacido el 30 de mayo de 1860 y muerto el 28 de marzo de 1938, miembro del directorio del ferrocarril de ese tiempo. “Será grandemente extrañado por todos”, dijeron sus colegas el día que falleció.

El Club Social y Deportivo 25 de Mayo fue, y quizá sea todavía, la institución más emblemática del distrito. En su acta fundacional se establece que para ser socio se debe “tener ocupación honorable, medios de subsistencia y antecedentes morales”.

La primera camiseta fue a rayas verticales negra y roja y en el 37 o 38 pasó a ser totalmente roja, posiblemente por la dificultad que significaba conseguir o confeccionar aquella otra.

Dicen que fue un semillero de talentos y sus espasmódicos progresos se debieron a transferencias de algunos jugadores. El terreno de su cancha se compró con el dinero del pase de Héctor “Quito” Chacón a Argentino. En tanto el cierre perimetral fue construido con la plata que pagó Independiente Rivadavia por Oscar Chacón y Eliseo Maza.

Mercado cita en su libro que “el fútbol dejó de tener competencia oficial en la Liga Rivadaviense de Fútbol en 1978 cuando se fusionó con el Club Atlético Junín para la temporada ’79 “, y dice que hoy “solo queda una pequeña cancha de fútbol en un terreno de propiedad del Club Hogar Rural”.

Pero los “philippeños”, como se definen los lugareños, no han perdido el orgullo por la su tierra, esa que lleva el nombre de un vizconde que seguramente nunca la pisó. Y también se felicitan por la historia de su club.

Dicen que cierta vez don Lindermán Morán supo viajar a Buenos Aires para realizar unos trámites. Un día subió a un taxi en la ciudad de La Plata y a la pregunta del taxista sobre su origen, Morán contestó: “No es por compadriar, pero soy de Pili”.

Aquí concluye esta crónica, quizás insolvente, pero voluntariosa y esforzada. Como el rechazo impiadoso de un número 3. ¡Veinticinco, mierda!.

Los fantasmas del Zoo


Entonces comenzaron los aullidos de los animales, como todas las noches; las hojas comenzaron a moverse y todos volvieron a ver la silueta humana y oscura, que parecía flotar entre los árboles. Los policías ya estaban decididos. Era en ese momento o nunca. Desenfundaron y se separaron para concretar la emboscada que habían planeado. Lograron cercarla. El jefe gritó: “¡Quieto ahí o disparamos!”. La silueta se abalanzó sobre uno de ellos y todos abrieron fuego. Vaciaron los cargadores. La sombra quedó quieta, después dio un amplio giro y casi rozándolos, cruzó a toda velocidad entre dos de los policías y se perdió en la noche. A la mañana siguiente decidieron pedir la audiencia con el subsecretario de Medio Ambiente del gobernador Arturo Lafalla.

Era el cuerpo completo de la Policía Ecológica, una división creada en del Departamento de Bomberos de la Policía de Mendoza para la prevención de delitos ambientales y que en esos días patrullaba el Zoológico. Unos meses antes se habían producido algunas irregularidades en el funcionamiento del servicio de seguridad privada que hacía esos patrullajes y se había decidido que esa función fuera cubierta con personal del Estado.

Fue a fines de los ’90. En el séptimo piso de Casa de Gobierno el jefe del cuerpo, un muchacho formal, respetuoso y bien preparado, encabezaba la comitiva. Fueron atendidos por el subsecretario, el director del Zoológico y funcionarios de la Gobernación, que esperaban escuchar un reclamo laboral. En realidad era un pedido, aunque no del tenor que ellos suponían.

“Este espectro nos tiene mal. No hay manera de sacarlo. Primero creíamos que era alguna persona que quería robarse algún animal, pero no. Es un espíritu o algo así. Aparece todas las noches, recorre el zoológico y los animales se ponen muy nerviosos. Anoche le disparamos, pero las balas lo traspasaron y no le hicieron nada. El espectro se fue como si nada”, dijo el jefe de la unidad.

Uno de los funcionarios los miró, cuchicheó algo con sus pares y luego preguntó: “¿Ustedes que quieren que hagamos?”.

El mismo policía carraspeó y dijo: “Quisiéramos que ustedes le manden una nota al Arzobispado de Mendoza, a ver si ellos pueden hacer algo. Que hagan un exorcismo, a ver si con eso el espíritu se calma”.

Más allá de la existencia del espectro, al subsecretario de Medio Ambiente le preocupaba la andanada de disparos que se había efectuado la noche anterior y temía que esto se volviera a producir. Lo grave es que si esto ocurría no había una forma coherente de dar explicaciones. Entonces aceptó remitir una nota formal al Arzobispado.

El exorcismo se realizó a los pocos días. No hay testimonio de lo que allí ocurrió. Algunos sostienen que un sacerdote recorrió los senderos internos, parándose cada 10 metros para rezar un padrenuestro y luego se persignaba y murmuraba frases inteligibles. También afirman que ese atardecer los animales estaban más nerviosos que lo acostumbrado y que se escuchaban quejidos. Hasta alguno sostiene que oyó una gutural maldición.

“No sabemos si dio resultado. Lo cierto es que los vigiladores no se volvieron a quejar”, testimonió un funcionario de aquella época.

Este espíritu es una leyenda antigua del lugar. Cada tanto, por algún incidente sin explicación ocurrido dentro del Zoo, revive con fuerza y se genera una psicosis entre quienes allí trabajan, en especial en las horas nocturnas.

Aún hoy dicen que este espectro, vestido de negro y con rasgos claramente humanos, se deja ver especialmente en las frescas noches de otoño. Los animales ya casi no se espantan, salvo que el fantasma los despierte abruptamente.

Hay quien asegura que es el alma sin descanso de un hombre que fue atacado y muerto por un león. Pero eso es solo una fábula. El resto no.

El tío Demetrio

(Ilustración: Diego Juri)


La línea recta es la menor distancia entre dos puntos. Esa es la definición geométrica. Así lo enseñan en la escuela. Para los niños de otras épocas la cosa era más práctica. Era la distancia más corta entre la escuela y la casa. Era “ir por dentro”, por la picada, por la cortada, por dentro de las fincas, de acuerdo con la zona en donde el mocoso se criaba.

Eran otros tiempos, tal vez no mejores pero sí más amables, menos agresivos, más piadosos; donde había menos alambrados y, donde las había, más servidumbres de paso. Aun sin que fuera una línea recta exacta, la distancia entre este punto y aquel, entre la escuela y la casa, la casa y la canchita, la casa y el almacén, debía unirse por el camino más corto.

Venido del monte, este cronista recorría cinco kilómetros para ir a la escuela o a la canchita “de los Celedón”, un mallín aledaño a la casa de esta familia y en donde el pasto estaba siempre verde.

Por la ruta el camino se hacía largo y había demasiadas subidas y bajadas pronunciadas y las banquinas eran pedregosas e incómodas. Entonces, para hacer más corto el trayecto y también más agradable,

lo mejor era “cortar camino” por detrás de un cerro.

Era una huellita mínima, marcada naturalmente por los animales, vacas y caballos que después de pastar regresaban solos al atardecer a su corral. De tanto ir y venir estos bichos dejaban marcado un senderito firme, despejado de ramas y que gracias a su sentido de orientación natural siempre era el más corto. Así, encarando entre cañaverales y monte que parecía casi impenetrable, se desembocaba en algún camino vecinal que llegaba hasta donde uno quería ir y lo que insumía 45 minutos terminaban siendo sólo 20.

En las tierras mendocinas la cosa era más o menos igual.

Dividida en miles y pequeñas parcelas, en minifundios, el territorio quedó partido desde principios del siglo XX en un mosaico de fincas, en su mayor parte dedicadas a los viñedos y algo menos a las plantaciones de frutales y olivares, y también en chacras dedicadas al cultivo de hortalizas.

El memorioso ingeniero Jesús Rubén Azor Montoya colaboró con este escriba forastero para evitarle un despiste. “Esas parcelas tuvieron en promedio entre las 5 y las 10 hectáreas y constituían verdaderos jardines por el laboreo al que se sometían mediante el esfuerzo de sus patrones en muchos casos y por intermedio de los llamados contratistas en otros casos. El contratista era (y es) una figura original en la legislación laboral; a la vez obrero y socio en la producción con el propietario; un asalariado que sentía a la tierra que trabajaba como su dueño, ya que compartía con el patrón el fruto de la tierra en un porcentual establecido”.

Rubén también se deja inundar por los recuerdos fácilmente, como buen hombre sensible, y cuenta: “El tío Demetrio (en realidad no guardábamos ningún parentesco, pero en los descendientes de españoles era común usar este término para con quienes el afecto era muy grande) había llegado de la Madre Patria allá por 1910, quizás en la misma época en que mis abuelos paternos”.

“Él añoraba Andalucía, donde había trabajado viñas de secano, a las que sólo las lluvias proveían la humedad necesaria. Aquí, en Argentina y más precisamente en Mendoza, había logrado con esfuerzo en el

cultivo de chacras ahorrar alguna fortuna que la invirtió en dos pequeñas propiedades, una en la calle Olivares y otra en la calle La Posta en el departamento de Junín. Todas con derecho a riego, lo que era una bendición del Cielo”.

“Lo que podríamos llamar “manzanas” por aquella época eran rectángulos de 3 kilómetros de largo por 500 metros de ancho. De modo que desplazarse de una a la otra siguiendo las calles le implicaba una

distancia muy grande que se podía acotar notablemente “yendo por dentro”.

Esto era un eufemismo por atravesar las propiedades por callejones, en aquella época verdaderas calles comunales muy bien cuidadas, y alcanzar el objetivo recorriendo una distancia hasta cinco veces menor”.

El “ir por dentro” terminó siendo un regionalismo cuyano que todavía se usa, especialmente en la zona rural.

Azor, que en realidad no tiene tantos años como para haber vivido esta anécdota pero sí suficiente memoria para guardar alguna historia contada en algún asado, cuenta que cierta tarde de febrero de la primera mitad del 1900, “habiendo pasado el bochorno de la siesta y con una temperatura más agradable con el avance de la tarde, el tío Demetrio emprendió su caminata a la finca de la calle La Posta atravesando callejones de distintas propiedades”.

“En el camino se cruzó a mi tío Andrés, fanático de la caza, escopeta en ristre tras las huellas de una liebre de Castilla que era común encontrar en los potreros y entre los surcos de las viñas. Cruzaron algunas palabras, se dieron mutuos saludos a las respectivas familias y cada cual siguió con su faena”.

“El tío Demetrio tenía por aquel entonces alrededor de setenta años y el calor lo agobiaba a medida que avanzaba. Al cruzar por la casa de un contratista, la esposa de éste que lo conocía lo saludó e invitó a sentarse a la sombra del parral que refrescaba un largo corredor”.

“El trato en el campo mendocino siempre ha sido amable y más cuando de un anciano se trataba, ya que por aquellos tiempos los años otorgaban a los hombres el respeto de jóvenes y niños. Acomodado ya en su silla de totora, recuperó el resuello y la voz de la mujer lo interrogó con amabilidad”:

–Tío, ¿un vinito para refrescarse?.

–Hija, ¿no me hará mal después de la leche? – preguntó con tono cansino.

–¿Y cuánto hace que usted la ha tomado? – inquirió la mujer.

–¡Cuando nací! Trae para aquí ese vaso – respondió con una sonrisa pícara.

La historia es una minucia, pero pinta un paisaje, una época y costumbres que casi han desaparecido.

Pero lo más importante: rescata algunos valores, pequeñas imágenes.

Hoy, cuando todos eligen la ruta más iluminada, transitada y conocida para llegar a algún lado, cuando nadie se detiene en ninguna parte, urgido por llegar a su destino final, cuando no hay tiempo para nada,

quizás sea el momento de volver a “ir por dentro”.

Allí, en ese sendero solitario, seguro habrá más posibilidades de toparse con un paisaje más amable, tener un soliloquio enriquecedor, que alguien le invite un vino a la sombra.

viernes, 28 de agosto de 2015

En Junín dan clases para espantar a los colados

(Ilustración: Eugenio Carozzo)

Siempre hay uno. Nadie lo invita. Nadie lo conoce bien. No se sabe por qué está allí y tampoco nadie sabe por qué no se va de una santa vez. Es ese tipo plomo que se cuela en el primer grupo de amigos con el que se cruza o se mete en la primera fiesta, sin invitación y sin conocer a nadie. Suele ser un tipo pesado, que hace comentarios desafortunados y que no tienen relación con la charla. Evita siempre contribuir en la “vaquita” para pagar los gastos, yéndose dos minutos antes de que se haga la colecta.

Siempre hay uno. Por más que nadie se anime a decirle “andate”, todos desean su agradable ausencia.

Esta historia ocurrió hace 12 años pero podría haber sucedido ayer.

Era un grupito de diez muchachos, de entre 18 y 21 años. “Era común vernos juntos en distintos lugares: la plaza, una heladería que ahora ya no existe o simplemente en el cordón de vereda”, recuerda Juan, uno de esos muchachones que se resistían a ingresar en la adultez y que ahora son señores casados, profesionales, funcionarios, hombres serios de Junín.

“Durante aquel verano, se sumó al grupo un muchacho del que jamás conocimos su nombre y tampoco supimos cómo fue que empezó a acompañarnos. Al principio no nos molestaba, aunque con el correr del tiempo eso fue cambiando”, dice el memorioso, que un rato antes negaba en forma contundente que tuviera en su pasado alguna cosa que mereciera ser contada. “Todos tenemos una historia, quien no la tiene es porque no ha vivido”, insistió el cronista. Después, Juan confesó.

Los muchachos comenzaron a desplegar un montón de estrategias para evitar la compañía del desconocido, pero todas ellas fracasaban rotundamente. De alguna manera el intruso los encontraba por más que cambiaran la hora y el lugar del encuentro.

Pero en un momento, una noche, el flaco este cometió un gran error: “Le tengo miedo al diablo”, dijo el colado. El grupo sospechó que detrás de esa confesión podía estar el final de su incómoda presencia. Comenzaron a preguntarle sobre sus creencias y sus temores, y descubrieron que era muy supersticioso y que creía en cuanto mito anduviera suelto. “Decidimos que la manera de sacarnos de encima al extraño era asustarlo”, cuenta Juan.

Entonces, encontrándose en pequeños subgrupos y durante el día, los diez muchachos urdieron un plan que no podía fallar: fingirían que uno de ellos estaba poseído por el demonio y que debían realizar una especie de exorcismo. Un ritual con velas, humo y dentro de lo posible, un féretro.

Todos estaban dispuestos: Juan, Fernando, Alfredo, Caco, Matías, Yamil, Elián, Pablo, Cristian, Charly. Todos.

Fernando se ofreció inmediatamente para meterse dentro del féretro. Él iba a hacer de poseído. Su sugerencia fue aceptada inmediatamente, ya que el voluntario tenía entre sus virtudes la de poder contener la risa sin problemas, una condición indispensable para que el plan tuviera éxito.

El mismo control debían tener los que encarnaran los principales roles. Se necesitaba quien comandara la ceremonia, un hechicero, varios ayudantes y alguien que fingiera estar en trance, además del muchacho que estaría dentro del cajón.

Después vino uno de los pasos más difíciles: conseguir el bendito ataúd. Era un elemento clave para que la puesta en escena fuera creíble y lograra el efecto deseado. No había opciones: había que tomarlo “prestado” de la casa velatoria del abuelo de uno de los integrantes del grupo. Los muchachos consiguieron la llave de ingreso al depósito donde se apilaban los féretros, pero no la del portón de ingreso a la propiedad. Entonces no tuvieron otra opción que sacar el cajón por arriba de la pared que daba a la calle. “Cuando tuvimos el ataúd en la vereda lo cargamos al hombro y empezamos a cruzar la calle para ir hasta el altillo de la casa de uno de la banda, en donde haríamos la ceremonia”, recuerda Juan.

Ese cuadro: cuatro tipos llevando el sarcófago en andas en medio de la calle, fue lo que se encontraron un par de policías que estaban de rondín. Los muchachos palidecieron, pero el patrullero frenó respetuosamente y esperó a que el singular cortejo terminara de cruzar. Después siguieron su ruta sin preguntar nada.

Juan recuerda: “Alfredo dirigió la ceremonia leyendo un libro que habíamos encontrado y que estaba escrito en latín. Nadie entendía una jota de lo que decía, pero metía miedo. Caco hizo de brujo y se dedicó a hacer los efectos especiales. Se untó las manos con vaselina y las pasaba por encima del fuego que habíamos prendido dentro de una gran vasija de barro y que, decía, era el caldero del diablo. Además le tiraba granadina al fuego y esto provocaba unos chisporroteos que espantaban”.

El incómodo y persistente invitado fue ubicado en la primera fila, arrodillado, y miraba el espectáculo al borde del desmayo. Atrás de él el resto del grupo lanzaba algunos alaridos, repetía ciertos párrafos en latín y se esforzaba por contener la risa.

En el momento culminante Matías, como poseído, arriesgó su físico y saltó desde la ventana del altillo hacia el patio trasero y se escondió entre los arbustos. En ese mismo momento Alfredo terminó la lectura con un grito destemplado: “¡Vade retro, Satanás!”.

Eso fue demasiado para el colado. Decidió que para él ya era suficiente y salió del lugar sin despedirse.

“No lo vimos nunca más. No supimos nunca cómo se llamaba ni de dónde venía. El caso es que jamás nos lo volvimos a encontrar”, confesó Juan.

Esa misma noche el féretro fue regresado al depósito al que pertenecía. El grupo de amigos celebró con carcajadas durante días el éxito rotundo del plan. Aún hoy ríen cuando se encuentran en alguna calle de Junín.

“O tal vez no haya nada para reírse y este desconocido haya sido el mismo diablo que buscaba que un grupo de tarados hiciéramos una ceremonia en su honor”, dice Juan, antes de seguir con su trabajo, pensando que tendría que haberse callado la boca.

Lo que lleva y trae el Zonda



Dicen que el viento zonda afecta el físico y el espíritu de las gentes. Que trastorna sus vidas. Hay un poco de verdad y un poco de fantasía, tanto en el fenómeno climático como en sus consecuencias. Lo único que este escriba ha podido comprobar es que, este viento caluroso y polvoriento, modificó definitivamente la vida de Gervasio Bermúdez, alias El Tuerto. Al menos, así me lo contó él mismo una tarde de octubre y lo certifican las actuaciones policiales.

La historia del Tuerto merecería haber sido escrita por Marcos Zonda, el seudónimo que usó don Armando Tejada Gómez para su novela “Cuatrocientas sudestadas”, que fue finalista del Premio Plaza y Janés, de 1981. Pero don Armando no conoció a Bermúdez y ahora no queda otra que cubrir esa necesidad, con pluma mucho menos idónea.

Vivía en Isla Chica, muy cerca de la cuenca casi siempre seca del Río Mendoza. Nadie recuerda muy bien si era nativo de esa zona y él mismo ha preferido no dar detalles. Lo cierto es que vivía en una casita de adobe, muy modesta, en perfecta soledad. Los pobladores lo recuerdan como un tipo de unos 40 años, mal entrazado, callado y malhumorado y que prefería esquivar al resto de los mortales.

Vivía del trabajo rural temporario y, en época de cosecha y de poda, no hablaba con el resto de la cuadrilla y prefería trabajar lo más lejos posible de ella.

Las pocas veces que se lo veía caminando cerca de las casas era por la noche, cuando iba al almacén a comprar los vicios y algo de kerosén para el farol, ya que su casa no tenía luz, ni agua, ni nada.

“Nunca me gustó mucho la gente. Desde chiquito fui así”, me contó cuando lo conocí.

En Isla Chica lo tenían por loco y, por lo tanto, les inspiraba un poco de miedo la figura de Bermúdez. Lo habían bautizado como “El Tuerto”, porque decían que le faltaba el ojo izquierdo. En realidad (lo pude comprobar después) su ojo derecho era extremadamente celeste, casi blanco, mientras que el otro era profundamente negro. “Así nací, mitad y mitad”, me dijo.

Más allá del temor que les generaba, el Tuerto era tenido en Isla Chica como un personaje del pueblo, solitario, con el que nadie nunca había tenido problemas y al que nadie le prestaba mucha atención. Pero eso cambió una tarde de abril de 1983.

Fue una tarde de viento zonda. Dicen que sopló como pocas veces. Que cayeron 20 árboles añosos en esa zona y que la polvareda no dejaba ver nada. “Desde acá, no se veía ni el puente”, me contó un vecino, parado en la ruta 60 y señalando hacia el río, que estaba a 50 metros.

A la mañana siguiente de ese día, cuando las vecinas regaban los patios y las veredas de tierra y amontonaban las ramas y las hojas, vieron a Gervasio Bermúdez caminando hacia el almacén… acompañado de una mujer.

“Era morocha, de pelo largo, jovencita. Creo que no tenía más de 25 años y era linda muchacha”, recordó la almacenera. “No me acuerdo que compraron. Creo que lo que llevaba siempre el Tuerto: yerba, azúcar, unas tortitas y esas cosas”, dijo, y agregó: “la chica no habló ni una palabra y miraba al suelo, como si tuviera vergüenza”.

Desde ese día, Bermúdez fue el comentario del pueblo. Durante meses, quizás más tiempo todavía, la gente del lugar se dedicó a hacer miles de especulaciones. Pero, lo cierto, es que nadie se animó a preguntarle a él quién era esa muchacha, que llevaba siempre el mismo vestido floreado.

Lo que todos aseguran, es que la muchacha vivía con el Tuerto y que parecía ser su mujer.

Los siguientes cinco años Bermúdez tuvo esposa. La desconocida no andaba por el pueblo sola. Siempre que salía de la casa, lo hacía en compañía del Tuerto y, por lo tanto, nadie se animó a interrogarla sobre su origen, ni siquiera sobre su nombre.

Pero, así como al comienzo había sido la gran novedad y el principal tema de conversación, así también pasó a ser parte del paisaje y la gente dejó de prestarle atención a la vida de la pareja… hasta una tarde de octubre del 92.

Esa fue otra tarde de viento zonda. Todavía se la recuerda por los daños que provocó el temporal que, incluso, voló algunos techos y dejó sin luz a Isla Chica por una semana.

A la mañana siguiente, mientras las vecinas barrían y acomodaban el desastre, el Tuerto Bermúdez apareció por el almacén para hacer sus compras. “Vino solo, por primera vez desde que había aparecido con esa chica”, dijo la almacenera. Todos hacen el mismo relato: desde ese día, nunca más se vio a la muchacha.

Las especulaciones sobre su desaparición volvieron a ser el principal tema de conversación entre los vecinos. Tanta fue la inquietud, que alguien denunció la ausencia de la chica a la policía.

Horas después, un patrullero llegó hasta el rancho de Bermúdez y se lo llevaron detenido. Más tarde, el lugar se llenó de milicos que dieron vuelta la casa y montaron un rastrillaje por la zona. Hasta perros trajeron. Así estuvieron varios días, buscando.

El Tuerto estuvo detenido dos semanas. Después lo soltaron.

Los vecinos cuentan que se lo vio regresar a su casa, juntar dos bagayos y salir sin rumbo. Nunca más volvió. A los dos meses, por temor, alguno le prendió fuego a la casa.

Hace unos meses atrás, me encontré al Tuerto de pura casualidad. Ahora vive en un lugar solitario, más allá de El Divisadero. Su rancho debe parecerse a aquel de Isla Chica. Lo reconocí por su ojo celeste y su otro ojo, negro. Él aceptó ser el Tuerto Bermúdez.

Le pregunté por su mujer. “¿Qué mujer?”, me dijo. Le expliqué. “Yo nunca tuve mujer”, me respondió.

Le pregunté por sus 15 días de estadía en la comisaría. “Fue un invento de los vecinos. No sé por qué dijeron eso. Yo siempre viví solo. Los policías me preguntaron lo mismo que me dice usted y yo les contesté lo mismo que le contesto ahora: siempre viví solo. Acá tengo (y mostró unos papeles mugrientos) las actuaciones de la policía, en donde dicen que no hice nada malo”.

Tal cual dijo el Tuerto, las actuaciones certificaban que no había justificativo de la investigación que se inició esa tarde de octubre del 92.

“Y usted, ¿por qué cree que los vecinos dijeron eso y todavía lo cuentan?”, le pregunté.

“No sé. Debe ser porque la gente ve cosas raras cuando hay zonda. La verdad, es que lo que el zonda trae, el zonda se lo lleva”.

jueves, 27 de agosto de 2015

Los "quilombos de la gran puta" de Dante Pellegrini

(Foto: ARN Diario)


“Hoy póngale mucha pólvora, porque anoche los cañonazos hicieron menos ruido que los pedos de una vieja”, le ordenó el intendente Dante Pellegrini al suboficial del Regimiento de Infantería de Montaña Nº16 que esa mañana del sábado 18 de enero de 1997 debía efectuar los disparos de salva para celebrar el aniversario del departamento de Junín.

Era una mañana fresca, agradable. Junín todavía dormía, después de la fiesta de la Vendimia departamental, que se había realizado la noche anterior en el polideportivo municipal. “Eran unos cuantos cañones que había traído el Ejército. Los pusimos en la esquina de la plaza”, recuerda don Dante, quien el próximo abril cumplirá 80 y que fue durante 16 años consecutivos el jefe comunal del Jardín de la Provincia. “Todavía la gente me pide que vuelva”, dice.

Pellegrini es una especie en extinción. Ya no hay políticos como él, con sus virtudes y sus defectos. Entre 1987 y 2003 fue intendente de Junín, pese a tener apenas séptimo grado. “Después me fui de legislador, pero la pasé a cagar. Ahí son todos profesionales y no se hace nada productivo”, afirma. Siempre ha utilizado los modos de un hombre de trabajo, sin formalismos ni prejuicios. Menciona a los gobernadores con sus apodos o diminutivos, insulta sin empacho y recuerda con detalle la mayor parte de su vida, por ejemplo las descomunales comilonas para 4.000 personas que organizaba en las plazas.

Hay tres anécdotas que lo definen muy bien. En 2000, en plena ola de robos y asaltos en Junín, Pellegrini se subía a su Seat Toledo a las once y media de la noche, acompañado con un policía y armado con una escopeta o con un rifle que le regaló el general Martín Balza. Durante dos horas recorría Junín como si fuera su estancia o el comisario del pueblo, pagando de su bolsillo el gasto de combustible y enfrentándose sin medias tintas con Alejandro Salomón, quien era en ese momento el ministro de Seguridad de la provincia.

Otra vez, después de un violento Zonda que causó enormes daños, salió él mismo con una motosierra a cortar ramas y árboles caídos. Cierto día se presentó en el edificio central de Obras Sanitarias, en la ciudad de Mendoza. Estaba enojado. Hacía meses que trata en vano de que le aprobaran tres proyectos, con sus respectivos financiamientos, para hacer las redes cloacales de los distritos de Medrano, Ingeniero Giagnoni y Barriales. “Llegué cuando estaban todos reunidos alrededor de una mesa enorme. Entonces saqué un 32 largo y apunté al medio de la mesa. Se pegaron un cagazo tan grande que me aprobaron los tres proyectos en menos de 5 minutos. Ahora esas obras, gracias a eso, las está haciendo el Mario (Abed, actual intendente)”.

Don Dante recuerda esto en el living de su casa del barrio Jardín, en San Martín. Allí, en uno de los dormitorios, Néstor Kirchner durmió la siesta en un viaje que hizo a Mendoza en sus épocas de gobernador de Santa Cruz.

Pellegrini es peronista. De esos que logran conjugar la confusa combinación entre peronismo de izquierda y de derecha, tal como lo hacía “el General”.

Para entender esto, más allá de tener en cuenta la edad de Dante Pellegrini y los tiempos que le tocó vivir cuando joven, hay que remitirse a una de sus intensas experiencias personales. En 1953 este hombre fornido y de ojos claros era un conscripto, un muchacho de 20 años que cumplía con el servicio militar obligatorio en el Ejército, en el Grupo de Artillería.

En agosto de ese año una comisión militar de 52 hombres partió hacia la cordillera para realizar maniobras de reconocimiento de hitos limítrofes y ascensiones en la zona de San Carlos.

Los baqueanos de la zona habían anunciado tormenta y desaconsejaron realizar la expedición. Sin embargo el oficial al mando desconoció las sugerencias y partió rumbo a la Laguna del Diamante. Al día siguiente el anunciado temporal de nieve sorprendió a la comisión, dividida en tres patrullas. En un intento de replegarse murieron por congelamiento 21 militares y 2 gendarmes. El oficial a cargo, teniente Heldo Borzaga, quedó bajo los cuerpos y sobrevivió, aunque sufrió la amputación de sus piernas.

“Yo y otro compañero teníamos que llevar víveres cuando comenzó el temporal. Decidimos refugiarnos en Campo Los Andes y esperar. Al día siguiente escuchamos un silbato. Era el cabo Lima que venía a pedir auxilio. Después, con el baqueano Sotelo, comenzamos a buscar al resto. Encontramos 23 cadáveres”, recuerda Dante Pellegrini.

Este traumático episodio hizo que el cacique cultivara una fluida relación con los militares. Ya como intendente era común que Pellegrini recibiera en el departamento a distintas comisiones y las atendiera a cuerpo de rey en una de sus bodegas.

Por eso es que enero del '97 no sorprendió a nadie los cañones en la plaza departamental. La noche anterior, en plena coronación de la reina, los cañones se habían ubicado en el taller municipal y habían descargado una andanada de salva para celebrar. La mañana del 18 debían hacer lo mismo en la plaza para festejar el aniversario del departamento pero con más pólvora, para que el estruendo superara “los pedos de una vieja”.

“Fueron tres o cuatro detonaciones. Y reventaron todos los vidrios de las casas vecinas, de la iglesia, del correo y hasta de la Municipalidad. Yo me di cuenta enseguida de que nos habíamos mandado un cagadón. Hasta se cayeron varios cielorrasos de yeso”, recuerda Pellegrini. “Con los milicos hice parar a las viejas y al negro del correo que me venían a putear”, afirma.

La Municipalidad tuvo que hacerse cargo de las reparaciones y de la reposición de los cristales y también le valió al intendente una nueva pelea con el párroco Juan Manuel Arana, hoy en el Vaticano.

Pellegrini se sonríe. Es una sola de sus tantas anécdotas en las que armó “un quilombo de la gran puta”.

Guido

(Foto: Infobae)

La soledad es buena compañía. Es una mujer dulce, a veces madre y otras amante, que sabe escuchar con atención y sólo está allí para acompañar en silencio al solitario y ayudarlo a que encuentre sus respuestas. El niño solo inventa sus propios juegos. Después descubrirá los libros y el mundo será más grande. Luego surgirá la música. Todo eso será ahora su compañía,… y la soledad. “Todavía necesito esos momentos. Algunos instantes de calma, en mi casa”, dice ese mismo niño que ahora es hombre y que, a pesar de lo que acepta sin titubeos, todavía se siente un poco aturdido “con todo este despelote” que hacen los periodistas alrededor de él desde que se enteraron el 5 de agosto pasado que Ignacio, ese niño solo, era el niño ausente.

Es Ignacio porque lo ha elegido ahora, no antes. Porque dice que es el nombre con el que se identifica, con el que lo han nombrado siempre sus padres adoptivos a quienes dice querer “y a quienes les estaré agradecido siempre, porque me han criado con cariño y alegría”. Pero Ignacio también es Guido, el hijo de Walmir Oscar Puño Montoya y Laura Carlotto, el nieto de Estela. El buscado. El 114. El que llegó esta semana a Mendoza para hacer anoche una presentación musical en el cine Plaza de Godoy Cruz.

“No son dos historias distintas. Es la mía, la que transito y a la que ahora se le han agregado actores. Tuve la suerte de encontrarme con dos familias con las que tengo muchas cosas en común y eso me relaja”, dice.

Ignacio Guido Montoya Carlotto ha hablado mil veces y contestado miles de preguntas en ese “despelote” periodístico, pero hay algunas cosas que no ha contado porque “nunca me hicieron estas preguntas”. Son las más simples, las que definen a cualquiera, las que cualquiera hace cuando quiere conocer a alguien. Entonces, mientras Estela buscaba, ¿cómo era la niñez del nieto buscado?

La soledad es verde. En la pampa bonaerense todo es distancia, tanta como entre el pasado y el presente. “No había con quién jugar. Mis padres adoptivos trabajaban los dos y yo construía mis propios juegos, me imaginaba el mundo, y ese mundo se abrió cuando comencé a leer. También dibujaba mucho”, cuenta Ignacio de aquel pequeño. Los únicos juegos compartidos eran en la escuela rural que quedaba a unos 15 kilómetros de su casa y que era un trayecto que hacía todos los días, idea y vuelta.

La primera etapa de la secundaria no fue muy distinta, salvo por la distancia que se hizo mayor. “Iba al Industrial, en Olavarría, y me tenía que levantar a las 5 de la mañana”. Doble turno, teoría en uno y práctica en otro. “Volvía a casa recién a las ocho o nueve de la noche”.

De tercero a sexto año la cosa se complicaba más todavía, “sólo había turno noche”, y había que elegir una orientación. “Yo me decidí por maestro mayor de obras. Para poder cursar me fui a vivir a una casa vieja que habían comprado mis padres en la ciudad”. Es la misma casa dónde viven ahora. Ignacio apenas tenía 15 años pero se quedaba solo en esa casa de lunes a viernes y los fines de semana regresaba al campo.

La soledad era la misma, apenas había cambiado el paisaje. “Tenía algunos amigos y, cada tanto, salía a bailar, pero prefería estar solo”. Ya simpatizaba con River Plate. “Me hice de River por insistencia de Antonio, un amigo de la primaria. Era la época del River del ‘86 y yo no me resistí mucho. Ahora, después de saber que mi padre biológico era hincha de River, me da la sensación de que todo cierra. Hoy ganamos 2 a 0”, que todo tiene sentido.

Ignacio parece reflexivo y se puede presumir que siempre lo fue. Que esa soledad adolescente también fue parte de su personalidad. Se sintió cómodo en ella y no hubo descontrol.

-¿Fumás?

-No, nunca fumé.

-¿Bebés?

Sí. Con el tiempo he mejorado mi paladar. Ahora disfruto del buen vino.

-¿Blanco y tinto?

-En ese orden.

La música ya había picado a Ignacio en esos años. “Tuve claro que esa sería mi vida y me fui a Buenos Aires”, y encaró hacia ese objetivo sin dudas ni dispersiones.

Hubo alguna novia, alguna búsqueda del amor, que tuvo resultado hace seis años cuando formó pareja con Celeste Madueña. “Es ella. Es la mujer de mi vida”, dice. Ahora “estamos buscando” al primer hijo. Al bisnieto de Estela.

Celeste lo conoce bien. Sabe que su hombre necesita todavía esos espacios de soledad que tanto conoce. “Es algo natural. Busco tener esos momentos”.

La soledad es buena compañía. La búsqueda es un buen motor. Son dos cosas distintas, pero son lo mismo.

Vientos del Sur para sentirse como en casa

Ignacio y Estela han hablado mucho de su reencuentro, de su espera y de su búsqueda, de su pasado común, de Laura. Es lógico, porque Estela Carlotto fue y es el símbolo de la búsqueda incansable de un país.

Pero también hay en esta historia un costado de viento frío, un paisaje de inmensidad. “Esa inmensidad que también tiene en lugar dónde me crié, aunque sin mar”, dice Ignacio. Es el paisaje patagónico de Walmir Oscar Puño Montoya, el padre biológico de Ignacio Guido.

Ignacio viajó al frío patagónico para festejar con su abuela Hortensia Ardura (Tenchi, para la familia) su cumpleaños 92. “Fue muy impactante”, dice. Hay allí muchas cosas en las que se reconoce, empezando por el impresionante parecido físico con su padre y la sensación de un recuerdo ancestral, que nunca tuvo antes. “Me sentí en mi hogar”, cuenta.

“Cristina (la presidenta Cristina Fernández de Kirchner) ya me había anticipado eso. Que me iba a encontrar con una historia familiar muy fuerte, porque los Ardura son muy conocidos allí y son una de las familias fundadoras de Caleta Olivia”, dice Ignacio.

Walmir Oscar Puño Montoya nació el 14 de febrero de 1952 en Comodoro Rivadavia. El apodo se lo puso su madre Hortencia, cuando era niño.

Comenzó a militar después de que salió del servicio militar, en 1968. Se fue a vivir a La Plata, ya que lo tenían “fichado” en Cañadón Seco, donde vivía y trabajaba en una mina.

Mientras militaba en Montoneros, conoció a Laura. Hortensia recordó que casi no tenían contacto, apenas alguna breve comunicación telefónica. “Estábamos bajo mucho peligro, porque nos perseguían”, recordó.

Se cree que fue secuestrado junto con Laura en 1977 en una confitería de la Capital, que también estuvo en el centro clandestino de detención La Cacha y que fusilado rápidamente.

En mayo de 2009, en el marco de la Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas llevada adelante por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) fueron reconocidos sus restos.

Había sido enterrado como NN en el cementerio de Berazategui el 27 de diciembre de 1977.

Los restos de Puño fueron cremados y sus cenizas esparcidas en su tierra patagónica. Apenas un pequeño resto óseo quedó guardado, para confrontar su ADN con algún posible descendiente. Y fue ese estudio el que permitió identificar a Ignacio Guido Montoya Carlotto.

El tango

Infancia. Guido pasó hace un tiempo por Mendoza, para tocar. Todo volvió al comienzo. Volvió a una radio a transistores y a la sintonía de una AM, la única que se escuchaba en medio de ese interminable verde de la pampa húmeda. “En ese tiempo se pasaba mucho tango”, recuerda ese niño, ahora hombre. Entonces elegir el tango ahora como música preferida es algo natural, casi inevitable. En definitiva Ignacio Guido Montoya Carlotto hace eso, recordar.

Este hombre de pelo ensortijado y canoso es el nieto 114, el de Estela, el de Hortensia, el que acepta “todo este despelote” que se armó después de que recuperara, descubriera, su verdadera identidad.

Lo que el hijo sanguíneo de Laura Carlotto y Walmir Montoya tocó en Godoy Cruz es “un repertorio que hemos armado hace ya bastante tiempo y construido con cuidado y muy lentamente, relajados”, con el guitarrista Daniel Rodríguez.

Ignacio (ese es el nombre al que está acostumbrado, que quiere conservar y que agradece cuando se lo llama por él) siente en la amplitud del teclado de su piano todo el horizonte de la música. Se han elegido mutuamente. “El primer instrumento que conocí fue una pianola y sentí fascinación por ella”, dice. Y también “la primera vez que fui a escuchar música en vivo había dos teclados, que me impactaron”.

Después, como guiado por ese destino que parece ser tan claro y tan intenso, el primer profesor con el que se tomó fue un pianista y todo tuvo sentido: el tango, el piano (“es un instrumento autosuficiente”), aquella radio, “la sonoridad de Salgán, Piazzolla, Troilo, Pugliese, D´arienzo”, la voz de Goyeneche y también la de Rivero. Pero “especialmente Horacio Salgán”.

En Ignacio también está el docente y el compositor, el jazz y alguna creación más contemporánea, pero el tango es su raíz. Además del piano, también toca guitarra, “pero un poquito, apenas”, solo para ayudarse a componer. Y se le anima al acordeón, “pero lo toco como un pianista que toca el acordeón”.

Aquel día cuando Ignacio Hurban fue también Guido Montoya Carlotto no modificó sus gustos ni su música. Los reafirmó. Les dio más sentido. Un origen.

Y así pasó por Mendoza, por primera vez. Siendo un solo hombre, con una sola historia con muchos más protagonistas que aquella que tenía cuando era niño y escuchaba tango en una radio a transistores.

Enrique Pfaab

Requiem de 8 huevos para Don Coco



Uno anda por la vida buscando retazos de su infancia. Las 700 mil personas que transitan las calles de la capital mendocina de lunes a viernes hacen eso, por más que no lo sepan y que justifiquen su impulso con la ambición, la supervivencia o la rutina. Buscan una melodía, una imagen, un aroma, un sabor, algo que al menos por un instante, les permita revivir aquel tiempo de despreocupada felicidad. Los freudianos dan fe de esto. La mayoría de las veces esta búsqueda es infructuosa. Otras, muy pocas, alguien se topa con ese disparador de emociones y se le desbocan los recuerdos.

Es por esto que, desde hace 40 años, tanta gente se sienta a la mesa de doña Lola. Ni más ni menos. Ahí se juntan, sin distinción de rangos sociales ni ocupaciones, funcionarios del gobierno y taxistas; abogados a y albañiles; médicos y artistas; sacerdotes y usureros. Porque el sabor de los ravioles de mamá, de su puchero o el de sus milanesas es algo que no se olvida nunca y si hay alguno que se le parezca, mejor no perderlo.

Preguntar por la esquina de Moreno y Bogado obtendrá un gesto de ignorancia o una explicación errada. Salvo los que allí viven, nadie parece saber que donde está exactamente e, incluso, que realmente exista. En cambio no hay quien titubeé cuando uno pregunta cómo llegar al restaurante de Don Coco. Curiosamente la mentada esquina y la mítica fonda están en la misma encrucijada de la Cuarta Sección.

Es una casa antigua, sin carteles que alerten sobre su presencia. La puerta está en la ochava y por las dos pequeñas ventanas se alcanzan a ver desde afuera las sencillas mesas con mantel que confirman que se ha llegado.

Pese a que el ambiente es extremadamente sencillo, adentro todo está recién lavado o pintado, como lo ordena la buena costumbre de un hogar mendocino.

Doña Lola va y viene desde la cocina al mostrador, pidiendo y llevando platos que varían según los días: el lunes puchero; el martes canelones; el miércoles arroz con pollo; y así. En ese trajín están incluidos sus hijos Luis y Mirta y también su nuera Margarita y su yerno Miguel. Los sábados y domingos también se suman sus seis nietos.

Allí todo es familiar y, como la familia no es tan grande para satisfacer el requerimiento de la clientela que colma el salón e invade la vereda, los clientes habituales terminan ayudando a acomodar mesas y llevar platos.

Siempre fue así, desde 1971. En ese año don Coco, José María Tissera Valdez para los registros, dejó el volante de un camión en General Alvear y decidió venirse a la ciudad de Mendoza para instalar un barcito en esa esquina, a dos cuadras de lo que era la planta embotelladora de Villavicencio. Por requerimiento de la misma clientela el simple despacho de bebidas le dio paso al “plato del día”, preparado por doña Lola.

Durante las siguientes cuatro décadas esa fue simple la fórmula para capturar a los hambrientos mendocinos y hasta visitantes que solo querían comer bien, pagar poco y, por sobre todo, reconocer el sabor de la comida cacera, como aquella que preparaba mamá.

Mientras Lola hacía maravillas en la cocina, incluida una tortilla de ocho huevos, Coco le sacaba provecho a su simpatía, algo que le llevó a tener una vida un tanto accidentada en lo familiar. Sin embargo esto no atentó contra el negocio, que siempre fue prioridad para él y los suyos.

Por las noches los artísticas hacían de la fonda su lugar de reunión obligada. Sus bolsillos flacos encontraban allí un plato accesible y se les permitía realizar eternas sobremesas. Fueron muy comunes allí las guitarreadas en la vereda, que se extendían hasta entrada la madrugada. “Eso se mantuvo hasta hace unos 4 años, cuando se construyeron algunos edificios aquí cerca y los vecinos comenzaron a quejarse”, recordó Miguel, el yerno de Coco y Lola. Pese a todo los músicos y actores todavía se siguen juntando allí.

La fama de la fonda se ha extendido a todo el país y hace poco un mecánico de la Cuarta recuerda haber comido, mesa de por medio, con Abel Pinto y también con Diego Alonso, el conductor de Cárceles.



La vida no se detiene. Todos lo saben. Solo para confirmarlo, hace un par de años murió don Coco. Pero nada ha cambiado en la fonda. Doña Lola sigue cocinando y permite que sus comensales puedan continuar recuperando retazos de su infancia.