domingo, 17 de noviembre de 2013

Las tumbas que nadie quiere ver



Texto: Enrique Pfaab

Fotos: Horacio Rodríguez

Adentro reina el silencio. Afuera también. Adentro hay cinco mil cadáveres, la mayoría sin nombre ni fecha. Afuera hay muchos que no saben que este lugar existe y otros simplemente prefieren ignorarlo. Adentro hay tumbas cavadas entre el 76 y el 82 donde se colocaron de a tres cuerpos juntos y que llegaron en bolsas de arpillera, sin ninguna identificación. Afuera dicen que quizás sea mejor seguir sosteniendo el silencio.
Juan está agachado, tratando de empalmar dos mangueras negras de media pulgada. El agua cae, lo salpica y forma un charco de barro espeso. El hombre tiene que regar para que no muera lo poco que tiene vida. “No se cuánta gente habrá sepultada acá y me parece que no hay forma de saberlo. Los únicos que están más o menos contados son los de ese cuadro (señala) y que son los muertos de las familias que pagan”, dice. Juan es el encargado actual del Cementerio de El Ramblón, el más antiguo de San Martín y en donde siempre se ha enterrado a los “pobres de solemnidad”, como dice una ordenanza municipal que todavía está vigente.
“Hace poco que estoy acá”, dice Juan, mientras sigue luchando con la manguera. Muchos en San Martín no saben que este lugar existe. Otros lo llaman “el cementerio de los pobres”. Muchos más identifican ese predio de una hectárea como el sitio “donde se enterraba a los desaparecidos”.
Casi no hay registros ni nombres. Solo los pocos nichos y unas doscientas tumbas están claramente identificadas. El resto solo tienen unas crucecitas de madera o lo poco que queda de ellas. O nada, y apenas se alcanza a distinguir un suave relieve en el suelo.    
“Estamos tratando de ordenar todo con mucho esfuerzo. La mayoría de los libros se perdieron y durante muchos años el encargado del lugar anotó en un cuaderno que desapareció. Recién tenemos organizado desde el 2008 a la fecha”, dice Bibiana Fernández, quien hace poco tiempo se hizo cargo del área que administra los tres cementerios municipales del departamento.
Juan dice lo mismo: “Ahora está un poco mejor. Cuando yo entré era todo un yuyal. Es difícil saber dónde hay tumbas y dónde no”.
El caos tiene varias razones. El salitre, las vizcacheras, el viento, las lluvias que anegan todo, la falta de mantenimiento… y el olvido. Natural o voluntario.
Para indagar hay que retroceder en el tiempo. Juan es muy “nuevo” en el puesto y dice que no tiene recuerdos, ni relatos de recuerdos. Apenas puede confirmar que el ochenta por ciento de las tumbas no están identificadas y que es bastante frecuente que cuando se cava una nueva sepultura  aparezcan esqueletos en donde se creía que no había nada.
El cementerio de El Ramblón no está en ese distrito sanmartiniano. Según los límites catastrales es territorio de Alto Verde, a unos 15 kilómetros del centro de la ciudad, en una zona netamente rural y muy poco poblada. La hectárea se ubica en la esquina sudeste del cruce del Carril Norte y la Calle del Cementerio. Así se llama.
Antes que Juan , el encargado fue Daniel Eulalio Sáez (49), que ahora trabaja en el cementerio de Buen Orden.
Fue el último que vivió en una casa junto al camposanto, que ahora está en ruinas. Cumplió el rol de encargado por no más de cinco años.
Allá por el 2005 fue entrevistado por Alejandro Ravazzani, un estudiante de Historia que  ahora es profesor. En ese encuentro, y también en este encuentro cuando atiende en la puerta de su casa, relató casi lo mismo. Que ha escavado muchas veces para hacer nuevas tumbas y que ha encontrado huesos “a 70 centímetros de profundidad”. Que hay muchas tumbas sin marcas porque “la mayoría tiene cruces de madera y se rompen. A veces yo he puesto cruces nuevas con unas maderitas”.
Después, preguntado específicamente sobre qué sabe de la versión sobre tumbas de personas asesinadas por miembros del Ejercito o de las fuerzas de seguridad entre el 76 y 83, dice que “me contaron que enterraban de a tres cuerpos por fosa”. En la entrevista que se le hizo en 2005 dio más detalles: “Allá, en esa parte (señala un sector al fondo, hacia el sur del cementerio) están enterrados unos que, para mí, son de los subversivos. Yo no estaba, estaba el cuidador anterior, pero él me contó que una noche cuando estaban los militares, llegó un camión del Ejército con 35 cuerpos, todos metidos en bolsas, y se los hicieron enterrar ahí, de a tres por tumba. Le dijeron que no preguntara nada, si no quería terminar como esos. Para mí que son desaparecidos. Puede ser.” (“Los médanos del cólera”; monografía; Ravazzani, Alejandro; Pag. 69; Cátedra: Taller de producción del conocimiento científico; IFDyT 9-001; noviembre; 2005)
 El profesor Ravazzani acepta repetir la visita al el cementerio y repasar ese recuerdo en el mismo lugar en donde lo escuchó. “Me señaló ese sector” dice con seguridad. Su dedo apunta a una fila de cruces sin nombre, después de unas tumbas deterioradas pero identificadas.
La tierra está muy blanda, incluso en los senderos. Parece que el piso va a ceder al siguiente paso. Dicen que es por la sobrepoblación de cadáveres y por las vizcacheras que hay en todo el lugar. Una empleada administrativa de la comuna recordó: “Una vez fui a un sepelio allí. Una mujer que estaba en el cortejo se enterró y se cayó muy adentro. La tuvieron que sacar entre varios, llamar a una ambulancia y llevarla al hospital por una crisis nerviosa”.  
Ravazzani señala. Son cuatro cruces maltrechas de madera, idénticas a otras cientos y cientos que hay en el resto del predio. Están al sur del pasillo central y a unos 30 metros del portón de ingreso.
Hay que buscar una primera versión. Hablar con “el cuidador anterior” que menciona Sáez. Le decían “Gonzalito” o simplemente “Lito”. Ahora está jubilado. Después de vivir muchos años en la casa junto al cementerio, ahora tiene casa propia en un barrio de Alto Verde.
Es una mañana soleada. En el frente de la casa hay un hombre sentado sobre el gabinete de gas. Es Delfín González. Ahora tiene 76 años. “Trabajé del 70 al 2002 en la Municipalidad”, dice. El hombre desconfía apenas se le pide que cuente su historia y la del Cementerio de El Ramblón. Repite varias veces: “Pero usted, dígame exactamente ¿qué es lo que quiere saber?”. González sabe por qué se lo busca. Él puede saber si entre el 76 y el 82 fueron enterrados en ese cementerio cuerpos no identificados, llevados por los militares o por orden de ellos.


El hombre no responde directamente. Cuenta: “Yo debo haber enterrado unos 400 NN en esos años. Los llevaban como a cualquier otro, por orden de la Municipalidad (el interventor era el mayor Norberto Aurelio López). Eran cuerpos que tienen que haber pasado por la morgue del hospital y tiene que haber registros en el cementerio y en el mismo hospital”, dice.
Indica dónde ubicó esos 400 NN. “Del pasillo central, a la izquierda (el dato es distinto al que tiene Ravazzani). Están los nichos, después viene una hilera de tumbas, después el cuadro de los niños y después el de los NN. Están ahí”, pero no confirma que allí haya cuerpos de asesinados/ desaparecidos.
Rechaza ir a recorrer el cementerio. Dice que no puede, que su mujer y un hijo tienen alguna discapacidad y que debe cuidar de ellos. Delfín González cuenta algunas cosas. Su silencio el resto.
Todos los que saben en San Martín de la existencia del Cementerio de El Ramblón tienen la misma versión. Es lo primero que surge cuando se consulta sobre su historia. Algunos la cuentan solo como una versión. Otros son más concretos: “Si, algo de eso hay”, dicen. Son vecinos de los ámbitos más diversos: comerciantes, obreros, funcionarios y hasta algunas personas ligadas al trabajo con los difuntos.
En su momento Alejandro Ravazzani y un amigo suyo denunciaron en distintos organismos el contenido del relato hecho por Daniel Eulalio Sáez. Sin embargo nunca se investigó. Así lo confirma personal del Equipo Argentino de Antropología Forense. “Nunca trabajamos allí”, dicen en la oficina del EAAF que está en Buenos Aires. “Lo tiene que ordenar la Justicia Federal”, agregan. El EAAF ya ha trabajado en el Cuadro 33 del cementerio de la ciudad de Mendoza y en estos días lo hace en el de San Carlos, buscando restos de desaparecidos en la época de la Dictadura.
El Cementerio de El Ramblón es el más antiguo del departamento. Allí, entre tumbas, hay un mito por derrumbar o una historia que escribir. Ahora. Definitivamente.


lunes, 19 de agosto de 2013

No me digas adiós


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Hay personas que enriquecen la vida de los demás sin saberlo, casi sin buscarlo, con enorme naturalidad. Lo hacen por generosas, pero esa generosidad la llevan tan incorporada en su carácter que la aplican en cada acto sin esfuerzo ni alharaca. Aportan a la vida de los otros y después se van silenciosamente, con la misma modestia con la que llegaron.
Sara era canosa, más bien bajita y redondita. Usaba anteojos y el pelo recortado. Pese a su condición extremadamente humilde, se vestía sencillamente pero con prolijidad. “Que te vean con la ropa remendada, pero limpia”, aconsejaba.
Eran principios de la década del ’70. Ella tendría unos 50 años en esa época o quizás algunos más. Pero era una de esas mujeres gastadas por el trabajo y las privaciones, y se movía con lentitud, aunque con destreza. 
Vivía en un barrio marginal de la ciudad de San Fernando, en el Norte del Gran Buenos Aires. Su casa estaba “del otro lado” de la Panamericana, cerquita de la antena de radio El Mundo y casi pegada a un potrero en donde los fines se armaban picados ásperos. Jamás se vieron finales de campeonatos profesionales tan disputados como esos partidos entre ignotos jugadores.
Sara trabajaba de empleada doméstica en una casa de esforzada clase media. Su patrón la había contratado como una medida de urgencia más que por comodidad. Había enviudado hacía poco y tenía dos hijos que criar: uno de 5 años y el otro de 8 meses, y no tenía familiares que pudieran auxiliarlo en la atención de los niños cuando salía a trabajar.
Pese a la resistencia natural del hermanito mayor por cambiar a su madre por una desconocida, la nana se fue ganando el cariño de los pequeños con mucha paciencia y enorme ternura.
Sara no sabía leer ni escribir, y cuando el mayor de los niños empezó la escuela primaria fue aprendiendo junto con él. Se sentaba con el pequeño mientras este cumplía con las tareas y las hacía ella también. Entre tantas virtudes tenía la de avergonzarse por tener que pedirle ayuda al niño para hacer la “A” o las primeras sumas.
A cambio de eso, ella le regalaba unos riquísimos relatos de su pasado, que a su compañerito de estudio le sonaban como los mejores cuentos. El chico muchas veces prefería convencer a Sara para que le contara alguno de sus recuerdos antes que ir a dar una vuelta a la manzana en bicicleta.
No era difícil convencerla. Al segundo ruego la mujer ya rescataba alguna experiencia de sus años mozos.
Pero la mayoría de los relatos estaban estrechamente ligados a la historia reciente de la Argentina. Sara tenía grabados a fuegos los años de Perón y Evita, los golpes militares y el significado que tuvo para la gente como ella los vaivenes políticos de las décadas del ’40, ’50 y ’60.
Por eso era peronista y por eso le enseñó al niño, por expreso pedido de él, la versión completa de la Marcha Peronista, esa que ya casi nadie recuerda. Ahora sólo se entonan versiones acotadas de la original. Lo mismo ocurre con el Himno nacional que, si se cantara completamente, consumiría todo el tiempo de los actos escolares actuales.
Cierta noche, en medio de la cena, el mayor de los hermanitos tuvo la ocurrencia de cantar la marcha recién aprendida. Era lo primero que memorizaba completamente, antes incluso que de los versos de la escuela. Su padre, sin definición política clara, se espantó y le prohibió a Sara seguir con esas enseñanzas, orden que ni ella ni el niño respetaron y siguieron con el ritual en la clandestinidad.
Era la misma clandestinidad de los movimientos de la juventud peronista de esos años, en un país que todavía gobernaban los militares, Juan Carlos Onganía, primero, y Eduardo Agustín Lanusse, después.
Por las calles de San Fernando se podían leer las pintadas “Perón Vuelve”, hechas con brocha gorda y con pintura negra o blanca. Cada tanto también pasaba algún grupo tocando bombos y cantando la marchita. No eran manifestaciones. Más bien eran grupos que, a paso veloz y mirando hacia todos lados para detectar a la policía, trataban de hacerse sentir y sumar algún adepto.
El niño se ufanaba de saberse la letra y el motivo de esas urgentes caminatas por las calles del barrio.
Sara no mostraba ningún temor por ese momento convulsionado. Al contrario, le contaba al niño sobre su esperanza de que esa vuelta se concretara. “Tarde o temprano, va a volver”, le decía.
La mujer sólo tenía un miedo, casi irracional, que posiblemente no tuviera ninguna relación con la política y sí con su vida. Pero jamás quiso hablar de ellos. “¡No me digas adiós!”, le rogaba al niño cada vez que debían despedirse. “Adiós es no verse más”, decía, casi al borde de las lágrimas.
Quizás sabía que llegaría el final. Un día, sin demasiados preparativos, el padre de los niños decidió que era tiempo de mudarse y que posiblemente a la reducida familia le aguardaba un futuro más próspero en el sur, a 1.800 kilómetros de San Fernando.
Entonces embaló sus cosas, cargó una parte en un furgón del tren Arrayanes del Ferrocarril General Roca y otra parte en su Rastrojero 58 y partió.
Antes de despedirse, Sara le regaló al niño un librito de encuadernación roja. “Lo que el diccionario no contiene. Ortografía”, decía la portada. Adentro, en la página 608 y con una lapicera 303 con cartucho de tinta azul, la mujer escribió con letra cursiva y temblorosa: “Un recuerdo para mi querido amiguito”.
Sara quedó llorando cuando la familia subió a la chata. No se despidió, sólo rogaba: “No me digas adiós”.
El niño nunca más supo de ella. Ni siquiera supo jamás su apellido, como para intentar un reencuentro. Pero no hay para él una figura más fuerte de su infancia, ya demasiado lejana.

domingo, 4 de agosto de 2013

Tittarelli: El regreso de los olvidados


Texto: Enrique Pfaab

Fotos: Horacio Rodríguez


RIVADAVIA - Rosa María y Dora Ramona Trefontane son mellizas. Cumplirán 71 años el 31 de agosto. Se bajan del auto despacio y se emocionan. No pueden contener las lágrimas. Acaban de pisar el suelo en donde nacieron, crecieron y trabajaron toda su vida y al que no habían regresado después de jubilarse hace 11 años. “Una señora que había sido compañera nuestra nos dijo que no volviéramos. Que nos íbamos a deprimir”, dice una de ellas mientras se acerca.
Arturo Cano tiene 78 años y toma del brazo a Dora. La ayuda a caminar. Él comenzó a trabajar en este lugar 4 de mayo de 1959, cuando todavía estaba en la secundaria y también se quedó aquí hasta su jubilación. “Vine como auxiliar de contabilidad. Yo estudiaba en la Escuela de Comercio y me trajo el contador de Tittarelli, que era profesor mío”, recuerda.
Con ellos viene Humberto Antonio Panella. Tiene 65 años y dice que por ser el primogénito su padre le puso los nombres de todos los Panella. “Después tuvo otros tres hijos varones y tuvo que salir a buscar”, bromea. Humberto ya se está abrazando con un obrero, y con otro, y con otro más. Los abrazos se trasladan instantáneamente a “las mellizas”, como les dicen acá, y también a don Cano. Son abrazos prolongados, intensos, tanto que no se sabe cuándo empieza el recién llegado y cuándo el que da la bienvenida.
Se abrazan, suspiran, se emocionan, toman aire y se vuelven a abrazar.  Hacen bien. No se vive una resurrección todos los días.
Están en la Bodega Tittarelli, en La Forestal, del distrito rivadaviense de La Libertad. Vivieron allí durante años y dejaron su vida allí cuando partieron y la bodega entró en decadencia. Cuando pasó de manos de los Tittarelli a otras manos.
Pero hoy todo es distinto. Una compañía de informática de Rosario, Air Computers, decidió comprarla y hacerla renacer. Más allá de la enorme propiedad de 1.100 hectáreas y de las imponentes instalaciones, bien conservadas pese a la hecatombe, les interesó la marca. Tittarelli supo ser uno de los mejores aceites de oliva del mundo. También elaboró vinos de excelencia e impuso algunos con identidad propia, como el Lambrusco.
En esta mañana soleada, mientras la emoción atropella, sale a recibirlos Daniel Gómez, uno de los responsables de la compañía rosarina. Es joven y foráneo, pero ya ha escuchado hablar mucho de las mellizas Trefontane, de don Humberto y de don Cano. “Esta es su casa, mucho más que la nuestra”, les dice. Desde que se ha bajado del auto en enólogo Panella, maestro de generaciones, despliega una verba incontenible. Ha estado callado por demasiado tiempo. Y el rosarino queda impactado por semejantes conocimientos de la profesión y del lugar en donde se encuentran. “¿Quiere volver a trabajar acá?”, le ofrece sin vueltas a Humberto Panella. Y Panella acepta, no sin antes recordar que ya tiene una vida de esfuerzo cumplida y que ahora deberá poner límites de horarios para el trabajo, “pero no habrá problemas si algún día hay que quedarse hasta las 10 de la noche”, dice, embriagado por volver a respirar ese aire conocido.
Este diario había convocado a los cuatro a Tittarelli para recorrer y recordar con ellos, pero todo se ha distorsionado. La emoción ha podido más. Ya no es una nota. Es una resurrección., una revancha. El retorno.   
Humberto Panella sigue hablando. “Yo empecé a trabajar acá el 8 de enero del 70. Antes estaba con don Domingo Catena y Cayetano Sanmartino, que era el gerente en ese momento de Tittarelli, me fue a buscar. Me dijo: Don Pacífico (uno de los hijos de Enrico, fundador de este templo aceitero y vitivinícola en 1915) dice si querés ir a trabajar con él. Yo dudé. Catena estaba en pleno auge. Había Arizu y se despachaban 25 millones de litros por mes. Pero vine. Cuando tuve la primera entrevista con don Pacífico me puse un pullover rojo y me acuerdo que a él no le gustó mucho. Pese a eso empecé a trabajar y me quedé hasta el mes de Julio de 1991. Fueron 21 años y seis meses… ¡Ehhh, don Luppi! ¡¿Cómo dice que le va?!”, y se abraza con el mentado, a quien no ve desde esa fecha. Luego, después de darle varias palmadas en el lomo a Luppi y de explicar: “acá somos todos como una familia”,  sigue escurriendo recuerdos: “Cuando llegué esta era una empresa que trabajaba mucho la aceituna y se hacía mucho aceite, pero la bodega era más bien trasladista y tenía poco fraccionamiento. En cambio preparábamos  y exportábamos a Brasil más de un millón de kilos de aceitunas. Toda la producción se ponía en barricas de madera de álamo. El tonelero era don Sosa y le ayudaba don Rojas. Le echábamos 180 kilos de aceitunas bien preparadas a cada una. Después, en el 74, entró otro gerente,  Eugenio Bartolini, y comenzamos con el fraccionamiento y terminamos siendo líderes con los vinos de producción propia. Allí nació el famoso Lambrusco, de Tittarelli. Llegamos a vender un millón de litros de vino fraccionado por mes”.



Las mellizas Trefontane son bajitas, simpáticas y solteras “a Dios gracias”, dicen ambas. Todavía tienen los ojos húmedos y en la mejilla izquierda de Rosa sobrevive una lágrima. “Empezamos a trabajar acá a los 14 años, cuando salimos de la escuela y continuar con los estudios era casi imposible. No había colectivos y salir del bosque de La Forestal a las 7 de la mañana para tratar de llegar a la ciudad era imposible. Además nuestro padre Salvador, que trabajaba en Tittarelli como mecánico, no estaba en condiciones como para llevarnos todos los días. Entonces, cuando terminamos 6 grado, nos fuimos a pasear a Buenos Aires. Estuvimos tres meses, hasta que nos mandaron una carta certificada, que en aquel en entonces era cosa seria, en la que nos decían que nos viniéramos para empezar a trabajar. Y aquí estuvimos, hasta que cumplimos 60 años y nos jubilamos. Mi primer trabajo fue clasificar aceitunas en la cinta. Después fui encargada en la fábrica de aceite y también estuve en el control en el del depósito de los insumos”. Rosa sacará pecho un rato más tarde, cuando un joven empelado nuevo alabe una lata de aceite producida a mediados de los 2000, cuando Tittarelli ya era de otros y estaba en decadencia. “¡Ese aceite no es el nuestro! Todavía me quedan en casa algunas latas del que hacíamos ¡Ya le voy a traer una para que lo pruebe y lo analice!”. Luego dice que cuando se jubiló se fue y no volvió más… hasta hoy. “Extrañaba, pero me dijeron que esto estaba muy triste y no quise venir. Pero ahora me siento bien”.
Entre tanto Humberto Panella sigue hablando. Cuenta que haya por el 73 o 74, cuando se estaba construyendo el carril Florida, también se hicieron los dos impresionantes sótanos de la bodega, uno debajo de otro. En el más profundo hay una cava increíble, única, en donde en pleno enero no hay más de 14 grados en pleno mediodía de enero. “Estaba trabajando una máquina de Vialidad, una Caterpillar Deutz que manejaba el Jeta Gil. Le propusimos que los fines de semana, cuando no trabajaba en la ruta, nos hiciera la excavación para hacer el sótano, pagando las horas extras y el combustible. Lo autorizaron y así lo hicimos. Después, con la misma máquina arrancó todos los olivos que había allá enfrente. En un día sacó 600. Después plantamos ahí 40 hectáreas de espalderos de cabernet”.
No hablan de su trabajo. Cuentan de su vida. Rememoran como si se tratara de recuerdos familiares. Dora Ramona Trefontane dice que con 14 años trabajar “era como un juego”. Dice que “ganábamos 25 pesos. Hacíamos cualquier trabajo”. Después muestra la inscripción de la medalla de oro que lleva colgada y que se puso especialmente para esta ocasión. Dice: “2002” y se la regalaron el día en que se jubiló. “Nunca había vuelto. No quise. Me habían dicho que era deprimente. Pero ahora estoy contenta”.
Arturo Cano dice que su título de perito mercantil le bastó para terminar llevando las cuentas y los papeles de una de las bodegas más importante del país. “En ese tiempo había pocos contadores”, cuenta.
Entre todos recuerdan y pintan el perfil de don Pacífico Tittarelli, la figura más fuerte de la familia y que ha quedada grabada en forma indeleble en los cuatro, no solo en la memoria sino también en el corazón. “Era un hombre único”, dice una de las mellizas.
Carismático, emprendedor, generoso, de muy buen trato con los empleados, todos lo destacan como un hombre que sabía generar un clima amable de trabajo intenso y que no era mezquino al momento de reconocer el esfuerzo.
“Todos los fines de año, junto con el sueldo y el aguinaldo, pagaba otros dos sueldos más como reconocimiento”, cuenta Humberto Panella. “Además, a los más destacados, les había comenzado a regalar 10 hectáreas de finca, con tres hectáreas cultivadas. Por desgracias se murió el 24 de abril del 78, antes de que me llegara el turno”, dice el enólogo, tratando de quitarle pena al recuerdo.
Pacífico fue el que ideó, dibujó, diseñó y mandó a construir la mítica Bodega del 900.  “Le dio el proyecto al arquitecto Santiago Monteverde, que fue el que la levantó. Todo lo que se ve hoy ahí lo hicieron los empelados en los talleres de Tittarelli. Hasta esa tremenda araña que está en el centro del salón principal”, recuerda Humberto. Fue inaugurada un mediodía del 74 y don Pacífico invitó a todo su personal a almorzar. Hubo tallarines. Luego, todos los viernes y por orden de antigüedad, un empleado era invitado a comer gratis allí y podía llevar a otros 6 comensales. “Don Pacífico estaba siempre allí”, dice Dora Trefontane. “Él nos conocía bien a cada uno (en las mejores épocas de Tittarelli, entre personal de la bodega, la aceitera y las fincas trabajaban 400 personas) Si usted iba y si no se acercaba a saludarlo, él mandaba un mozo a buscarnos. A veces no nos acercábamos por vergüenza, porque estaba conversando con gente muy importante, pero él se hacía el tiempo y nos llamaba y conversaba con nosotros en el medio de la comida”.
Ha pasado el tiempo. Los antiguos empleados recorren la bodega a paso sosegado. Vuelven a mirar esos rincones que tantas veces han extrañado en los últimos años. Los recuerdos se amontonan. Las emociones también. Cada uno tiene su historia y todos tienen una única historia en común: La vida en Tittarelli. Entre ellos han mezclado padrinazgos de hijos o sobrinos. Se han visto seguido y también se han dejado de ver. Han llorado juntos la muerte de un viejo compañero de trabajo y también se han alegrado por algún nacimiento. Han vivido, en definitiva.

Hoy han regresado. En realidad, nunca se han ido del todo.   

lunes, 29 de julio de 2013

Los años dorados del Copacabana



Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Allí comenzaba y terminaba todo, desde las fiestas hasta los velorios. Era el nudo de la vida social de toda una comunidad. El Copacabana, al lado del cine y del banco, frente alclub. En medio de una pujante ciudad ferroviaria de grandes corsos, de carnavales, de escenarios con orquestas famosas como la de Alfredo De Angelis. O con Palito Ortega en su esplendor.

Era el Copacabana, de Palmira, adonde venían desde Mendoza para tomar helados artesanales. “Nosotros éramos de Rivadavia. Mi abuelo era contratista de viña y mi padre, Salvador, trabajaba con él. Pero tenía un problema en una rodilla y le molestaba mucho, entonces terminó poniéndose un barcito muy modesto en 25 de Mayo y San Isidro. Después el Toto Abdo le ofreció a mi papá que se hiciera cargo de la cantina del club Palmira”, cuenta el dentista Carlos Romeo, el mayor de los hijos de Salvador y Antonia, el matrimonio que sin imaginarlo crearía el punto de encuentro por excelencia de la ciudad más próspera del oeste argentino de las décadas del '50, '60 y '70.

“Nos vinimos y vivíamos en el mismo club, todos amontonados en una piecita que estaba al fondo de la cancha de bochas”, recuerda el primogénito, que por ese entonces ya tenía tres hermanos: Nina, María y Ramón, más conocido como Toto. Sólo faltaba que naciera Gladys para completar la familia.

Fueron años de esfuerzo para los Romeo. Salvador, además de atender la cantina del club, hacía el mismo trabajo en los grandes bailes que se organizaban en la pista Canto, el gran salón –hoy sólo un baldío– que
estaba en la primera cuadra de la calle Garibaldi y en donde, según cuentan, también supieron funcionar el restorán La Huella y el bar La Copa de Leche, que entre sus méritos supo tener como devoto cliente a Nicolino Locche.

“Mi padre finalmente pudo negociar con el Negro Castro, que era el dueño del edificio, y puso el Copacabana. Eran años buenos. Lo fue para nosotros, para Palmira y para el país”, dice el odontólogo Carlos Romeo.

Salvador se encargaba de comprar la fruta, la leche y el resto de los insumos. Antonia, de fabricar los helados, “porque era la única que sabía”. Después el resto de la familia aprendió cómo fabricarlos y las copas de acero inoxidable del Copacabana se hicieron famosas. “Venía gente de todos lados a Palmira a tomar esos helados”, cuenta Quito Benegas, un hombre que supo ser uno de los tantos niños que veían ese lugar sobre la avenida Alem como un paraíso terrenal.

Entremos a ese salón bullicioso
Está el Toto Abdo hablando de fútbol junto con algunos jugadores del club. En otra mesa Antonio Leda y el Gordo Ledesma discuten de política, como siempre. Uno radical y el otro peronista. Alrededor de ellos se reúnen algunos que hacen acotaciones y, sin quererlo, terminan tomando partido por uno u otro.

Más allá, en otra mesa rodeada por curiosos, se juega una partida de tute. En esta mano don Jorge Tanús lleva las de ganar. Ahora entra al Copacabana Moisés Chabán, que ya ha cerrado su lavadero. En un rato  aparecerá su hermano Juan, que tiene la virtud de que no se le ha conocido trabajo alguno. Con él vendrá Julio César Baduí, impecable como siempre, que dejará estacionada su Estanciera en la puerta. Es un dandy.

Luego de un café partirá a la ciudad de Mendoza y elegirá una boite para bailar hasta las 5 de la madrugada. Y también llegará el Fanfa Alonso. Y Marrucho Pizarro, que también ya bajó las persianas de la gomería.

En la parada de taxi del quiosco Kapel está Ángel Aruta esperando un viaje. En un rato tendrá mucho trabajo, cuando los que dan la vuelta del perro en el paseo Juan B. Justo decidan regresar a su casa. En la otra parada, la de los hermanos Trippi, ubicada frente al club, el cine y el Copacabana, está Tufano Trippi. Como siempre se ha echado a dormir en los asientos delanteros mientras espera pasajeros y saca los pies por la ventanilla del conductor. Y como siempre tiene puestas medias blancas y alpargatas colocadas como chancletas.

Alguien pasará y le colgará en ellos una bolsa con mugre. En el salón el Gordo Chanchi hará sus bromas y lanzará una de sus estruendosas carcajadas que, según dicen, se escuchan hasta en San Roque.

Puede ser que llegue también César Úbeda o Hugo Pichula Guajardo, todo depende de quién esté de guardia y a cargo de manejar la ambulancia del Policlínico Ferroviario. Pero no todos estarán en el Copacabana. También habrá parroquianos en el bar El Mundo, de don Raimundo Acuña. Otros simplemente esperarán que empiece la función trasnoche del cine Colón para ver a la Coca Sarli, o elegirán el bar El Tufik, o simplemente buscarán novia en la avenida.

Hoy no es una noche especial. No es noche de carnaval, de corso, de kermés en la calle. Hoy está casi todo el mundo, pero no todo, como ocurre en esos días de festejo pagano. Aun así, hay que esperar mesa en el  Copacabana.

Los Romeo van y vienen sin detenerse un instante, tratando de atender a todos. Salgamos. Salgamos al presente. El Copacabana es escombros. El cine también. Ya no está el taxi del Tufano esperando en la puerta ni asoman sus pies por la ventanilla. Ya no hay nadie. Todo se fue con el último tren.

lunes, 22 de julio de 2013

La ciudad en donde el tiempo se detuvo


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
El tiempo se detuvo. Ya nadie llega tarde en San Martín, nadie anda apurado, nadie envejece. Este instante es eterno. Algunos forasteros que andan de paso sostienen que todo se paralizó hace unos dos años, pero aquí dicen que eso es rotundamente falso, que el paso del tiempo es algo relativo y que no hay ley que diga que uno no pueda vivir eternamente un único instante.
Sin embargo, los defensores del momento infinito aceptan que esta situación no es absolutamente idílica y produce algunas confusiones. Para los que miran el reloj de la Municipalidad desde el norte, son las 3.15; para los que lo observan desde el oeste, son las 3.34; para quienes están al sur, son las 2.32 y para aquellos que pasan por el Este del edificio, son las 9.40. Entonces, si hay cuatro amigos que acuerdan encontrarse en algún lugar, deben establecer cuál punto cardinal tomarán como referencia.
Y para completar, el viento en San Martín siempre sopla del mismo lado. Así lo certifica la veleta que corona al Palacio Municipal y que siempre señala que Eolo sopla cruzado, desde el noroeste.
“El que se mandó la macana con el reloj es uno que trabaja en la Municipalidad y que se puso a hacer algo con las luces de la cúpula. Yo les dije que abrieran un hueco y pusieran una puertita para pasar, pero no me hicieron caso y desarmaron la maquinaria del reloj. Después no lo pudieron armar nunca más”.
Quien cuenta este episodio sucedido hace unos dos años –tiempo medido fuera del territorio sanmartiniano– es Antonio Américo Fortte. Hoy tiene 81 años, está jubilado “y muy viejo para subirme por esa escalerita de hierro hasta el lugar donde está el reloj y poder repararlo”, dice.
Don Antonio está en su casa del barrio Córdoba y no abre la reja. Contesta desde adentro. Son tiempos en los que no se puede confiar en desconocidos. Además, no quiere fotos, “no puedo salir con esta facha”. Eso no le impide ser generoso en el relato.
“En 1980 entré a la Municipalidad y les pedí que me dejaran revisar la maquinaria del reloj, que estaba parado desde hacía mucho tiempo. Me daba mucha pena verlo así. Después de insistir bastante, me dejaron revisarlo y arreglarlo y luego me incorporaron a la planta permanente de la comuna”, cuenta.
Desde ese momento y hasta su jubilación, en 1996, Antonio Fortte trabajó en la Municipalidad manteniendo en funcionamiento el reloj, al que le adaptó un sistema de péndulos y pesas para que nunca dejara de funcionar.
“También me dedicaba a arreglar el reloj que marca el ingreso y egreso de los empleados, mantenía la instalación eléctrica y las líneas de teléfonos”, cuenta. Los empleados más viejos de la Municipalidad dicen que Antonio fue y es el único que entiende esa máquina, diseñada y armada por otro relojero mendocino en los años ’40, ya fallecido.
Antonio trabajó con su padre desde niño. El hombre era carpintero y él lo ayudaba. Dice que no pudo terminar los estudios formales, pero que eso no le impidió seguir adquiriendo conocimientos. “Aprendí relojería por correspondencia en la Escuela Suiza de Buenos Aires”.
Ese fue su oficio, pero no el único trabajo, ya que su habilidad manual hacía que lo llamaran de bodegas para hacer reparaciones en las máquinas.
“El problema es que ya nadie se preocupa por conservar los objetos antiguos, aunque tengan mucho valor histórico”, dice. Además, asegura que el reloj de la Municipalidad de San Martín no es el único de la zona que ha caído en el olvido. “La iglesia de Rivadavia tiene un reloj con un carrillón maravilloso y hace años que no funciona. El padre Luis era el único que se preocupaba por él. Cuando dejó esa iglesia, el reloj quedó olvidado.
Además, a algunos les molestaba ese juego de campanadas que marcaba la hora cada 15 minutos”, recuerda Antonio.
Fortte también se encargó durante años de mantener en funcionamiento el reloj de la iglesia de Rodeo del Medio. “Ahora no sé si está funcionando. No hay quién le ponga un poco de dedicación a mantener estas maquinarias. Me acuerdo que algún bruto una vez lo lubricó con gasoil en lugar de aceite”, dice.
Cuando pasa por el centro de la ciudad, Antonio sufre. Le duele ver las manecillas quietas, siempre marcando la misma hora. Dice que él conoce al intendente y que este se interesaría en hacer reparar el aparato, “pero no me dejan verlo. Cada vez que fui, regresé sin poder conversar con él”.
Dice que está viejo y que no puede subir esa larga escalera de hierro, totalmente vertical, que sube hasta la cúpula donde está el reloj. Pero sostiene que podría colaborar con su consejo y orientar a los más jóvenes.
Mientras tanto, en San Martín el tiempo no transcurre. Se ha paralizado hace dos años. Todos viven el mismo momento, una y otra vez. Y algunos se mueren, sin saber por qué.

lunes, 1 de julio de 2013

El más famoso de los olvidos


Luis H. Morales era sólo un nombre ficticio, nunca existió. Sin embargo, todos lo recuerdan. Luis Profili fue constructor de oficio. Levantó muchos de los edificios más emblemáticos de San Martín y tuvo tres hijos. Pero la mayoría lo ha olvidado. Lo curioso es que fueron la misma persona y que la obra más famosa del hombre real le pertenece al ficticio.
Luis Hermenegildo Profili nació en 1906. Era hijo de Alfredo Profili y Apolonia Corinti, un matrimonio italiano que tuvo otros tres niños. De su padre heredó el oficio de la cuchara y el fratacho, y con él se ganó la vida con solvencia, pese a que no estudió carrera alguna. Junto con su padre levantaron el edificio del viejo hospital, lo que es hoy colegios, dependencias municipales y la Comisaría 12; el antiguo mercado de abasto, donde actualmente funciona la Casa de la Cultura; el cine Monumental, que todos sueñan con revivir, y el desaparecido Banco de los Andes, que es hoy la Cooperativa Eléctrica Alto Verde y Algarrobo Grande.
Luis Hermenegildo Profili se casó con Elena Doménico y tuvo tres hijos: Alfredo, Elena Eda y Osvaldo, más conocido como el Dodo.
El folclorista Roberto Mercado realizó una detenida investigación sobre la vida de este sanmartiniano, que será la esencia de su nuevo libro y de una tesis para la UNCuyo. En algunos de los apuntes, cedidos para esta crónica, da cuenta de que Profili, sin saber música, se las ingenió para componer 7 u 8 melodías, especialmente zambas y cuecas. Después debió estudiar algo más para poder registrarlas con el nombre de Luis H. Morales. “Se puso un seudónimo porque no quería hacerse conocer, porque era tímido y porque decía que el apellido Profili era muy italiano, y quería utilizar uno algo más folclórico”, dice Elena, la hija del compositor.
En 1950 creó el que sería uno de los temas más populares de toda la música argentina, Zamba de mi esperanza. Pasaron 14 años para que la registrara. Algunos descreen, todavía hoy, que sea este tímido constructor el autor de semejante pieza, que terminó por ser parte de la historia del país.
“Para mi no hay dudas de que Luis Profili es el autor. La simpleza del texto y la música concuerdan con el resto de sus composiciones. Y también que haya utilizado un seudónimo para registrarla”, sostiene Mercado.
Pero además hay otros detalles que confirman que De mi esperanza es del sanmartiniano.
La historia dice que Félix Dardo Palorma ayudó a Profili ha darle los últimos retoques a la zamba antes de presentarla en SADAIC, un trámite que el amateur también desconocía y en el que Palorma también colaboró.
“En agradecimiento, Profili le ofreció registrar la zamba juntos y también le quiso regalar algunas hectáreas de uno de los viñedos que había comprado, pero Palorma no aceptó. Yo tengo una partitura de la cueca Voy llegando a Cuyo, que tiene una dedicatoria de Palorma a Profili que dice “vaya esta cueca para que baile con su moza esperanzada”, refiriéndose claramente a Zamba de mi esperanza. Y también en un párrafo de esa cueca Palorma escribe: “Cómo he resuelto quedarme, ya tengo unas hileritas”, refiriéndose al regalo de tierras que su amigo quiso hacerle”, cuenta Roberto Mercado.
Además, la famosa zamba es en esencia una descripción del baile, algo que Profili amaba profundamente.

Del encuentro y el destino

Pero también Profili / Morales y su zamba tendrían un guiño del destino años después, cuando el constructor se cruzó con el mítico Jorge Cafrune en un viaje que este hizo a Mendoza. “Muy tímido, Profili se presentó modestamente ante Cafrune y le tocó la zamba. Cafrune, que ya se la había escuchado a los hermanos Albarracín, quedó encantado y la trasformaría en un tema emblemático y tremendamente popular”, sostiene Mercado. A partir de ese momento, cada vez que el músico jujeño venía a Mendoza, visitaba a la familia Profili en San Martín. “Pasaba un rato, y se quedó varias veces a comer”, recuerda Elena, la hija de don Luis.
Luis Profili murió en 1975, mientras el barbado cantor seguía trasformando su zamba en la más popular de las composiciones argentinas. Irónicamente, el destino de Cafrune también quedaría marcado con esta zamba.
En el ’76, De mi esperanza fue prohibida por la Dictadura Militar. Pese a ello, en el festival de Cosquín, de enero de 1978, el público le pidió a Cafrune que la entonara. “Aunque no está en el repertorio autorizado, si mi pueblo me la pide, la voy a cantar”, dijo el folclorista. Unos días después, el 31 de enero y como homenaje a José de San Martín, Cafrune emprendió una travesía a caballo hacia Yapeyú, lugar de nacimiento del Libertador, para llevar un puñado de tierra de la ciudad francesa de Boulogne Sur Mer, en donde había fallecido el general.
Esa misma noche y a poco de salir, fue embestido a la altura de Benavídez por una camioneta. Murió un par de horas después. El accidente nunca fue esclarecido totalmente, pero siempre se sostuvo que fue un asesinato planificado por la dictadura.
Muchos años después dos sobrevivientes del centro clandestino de detención La Perla declararon que escucharon cuando el teniente Carlos Villanueva y otros militares planeaban el asesinato de Jorge Cafrune, luego del episodio de Cosquín, para “evitar que otros hagan lo mismo”.

domingo, 30 de junio de 2013

El matadero



Texto: Enrique Pfaab

Foto: Horacio Rodríguez

La maza le golpea la cabeza. Cae. Las mismas manos ahora agarran una picana y una descarga eléctrica subraya su muerte. Ya hay otro par de manos esperado para colgarla cabeza abajo, darle un limpio tajo en el cogote y que mane por ahí una catarata de sangre caliente. Y hay 43 pares de manos más, hambrientas, listas para despedazarla sin emoción alguna, sincronizadamente.  
Son las cinco de una madrugada muy fría. Cuando amanezca comenzará a helar. Adentro todo está lleno de un vapor fantasmal. La maza cae, una y otra vez. Trescientas veces, para romper trescientos cráneos. Matará una y otra vez, sin error ni piedad.  En unas horas, reunidos en un quincho, en un restaurante o en la mesa de un comedor, miles celebrarán esta masacre en cadena. Así fue, es y seguirá siendo, por más que se hagan esfuerzos por ignorarlo.
El matadero La Corina está dentro del grupo de los cuatro o cinco más importantes de Mendoza. Lo creó Manuel Baigorria, que todavía hoy y con sus 84 años, aparece en plena faena para limpiar con el chorro de una manguera algo de la sangre que escurre por las canaletas.
La ceremonia se repite todos los lunes, miércoles y viernes de 4 a 9 de la mañana.
Entre trescientas y cuatrocientas reses que llegaron de la Pampa Húmeda y algunas de la misma Mendoza se amontonan en los corrales. Fueron elegidas por los mismos abastecedores que, ya faenadas en La Corina, las distribuirán a los frigoríficos y las carnicerías. Los que tienen buen ojo y que se jactan de vender buena carne habrán elegido animales jóvenes. Novillos sanos y robustos que fueron capados por los dueños de los campos para que ganaran peso rápidamente. “Si vos invitás a un asado y decís que le comprante la carne a Melgarejo, estás certificando que será un buen asado”, cuenta como ejemplo un juninense.
Otros, los menos, resignarán calidad y traerán animales más grandes a precios más bajos. Vacas que ya no son útiles para producir leche o tener cría. “¿Alguna estaba preñada?”, le pregunta un abastecedor a su socio, que estaba controlando la faena. “No”, contesta el interrogado. El hombre tenía la esperanza de que hubiera un ternero nonato. Una delicia para la mesa por más que suene cruel, casi salvaje.  
Las vacas son las más duras en morir. La que pasa ahora sobrevive al primer mazazo, al segundo y hasta al tercero. Recién el cuarto la mata.
En el viaje hacia el matadero alguna res quizás se haya lastimado y hasta haya muero en el corral. Entonces el personal de la Municipalidad y de los organismos sanitarios la controlarán y determinarán si la muerte se produjo por enfermedad o por golpes y si la carne y las vísceras son aptas para el consumo. “Revisamos si hay algo anormal, si se puede aprovechar la totalidad del animal, parte de él o si hay que quemarlo”, cuenta Antonio Palacios, de la Municipalidad de San Martín. El hombre viste y se ve igual que el resto de la gente que está en el matadero: ropa y botas blancas manchadas de rojo, que serán lavadas sistemáticamente cada vez que termine la jornada.
Los animales de cada abastecedor van entrando por turno. Van hacia un embudo que las obliga a encolumnarse, una tras otra. No saben hacia dónde van, solo siguen mansamente a la que va adelante. Igual que el Hombre. En su paso un obrero las va bañando con una manguera. “Es para sacarle el stress que les produce el viaje”, explica Santiago Lana, encargado de La Corina.
La siguiente secuencia ya ocurre dentro del edificio. También por turno las reses van llegando a su última estación. Allí, subido en una plataforma que le permite estar por arriba del animal, un hombre joven las espera. La res queda atrapada entre dos compuertas. El hombre levanta la maza y la deja caer con fuerza sobre la cabeza del animal, que recibe el golpe y se desploma instantáneamente. Ya tendida en el suelo el mismo hombre la toca con la picana, que produce una descarga eléctrica fulminante, definitiva. La res hace un último movimiento espasmódico. Entonces el obrero abre la compuerta y deja que el cuerpo inerte resbale hacia el comienzo del descuartizamiento.
El mazazo, el golpe de electricidad, la caída del animal, sus ojos abiertos, su cuerpo caliente y vaporoso, son la primera parte del rito. Podría decirse que siendo producto de una cultura carnívora, uno debería ser inmune a las emociones. Podría razonarse que sin carneo no hay delicias ni placer. Pero no. En ese instante solo se siente la presencia de la muerte, llegando una y otra vez en cada golpe, desalojando a la vida en un segundo por más que esa vida sea la de un animal nacido para el engorde. Santiago Lana reconoce que es así y que la acumulación de matanzas termina afectando en cierta manera el espíritu del matador. “Por suerte acá trabaja gente tranquila. En otros mataderos el ambiente es mucho más bravo”, dice.
A partir de allí el cuerpo del animal, todavía caliente, comenzará a transitar por una cadena de faenadores.
El primero le sujetará una cadena en una de sus patas traseras y elevará la res con un aparejo hasta colocarla al comienzo de un riel superior que la guiará por todo el trayecto. Ese primer obrero, con uno de los dos enormes cuchillos que todos llevan en la cintura, le hará un corte casi en el mismo lugar de la cabeza donde recibió el golpe. Ese corte será suficiente para que desde allí se empiece a cuerear la res. Además, ya colgada cabeza abajo, le hará un tajo en el cuello y por allí saldrán diez litros de sangre en un solo borbotón.
Luego, mientras la res va avanzando por el riel, se le cortarán las manos y las patas a la altura de la primera coyuntura. Después se le irá quitando el cuero como si fuera una media, desde la cabeza hacia el rabo. Los operarios apenas ayudan ese proceso con la punta de sus cuchillos. Luego vendrá la decapitación y la extracción de las vísceras. Más adelante una sierra la abrirá al medio, por la barriga,  y otra terminará de partirla en dos.  Todo esto estará acompañado por constantes chorros de agua caliente que la irán limpiando. Ya en el final, el riel se bifurcará en otros ramales. Todos concluirán en la cámara frigorífica donde la temperatura está varios grados bajo cero. Es difícil caminar por allí. Una capa de hielo cubre el piso. Las medias reses permanecerán en ese lugar un mínimo de 24 horas, para que la carne (ya no es otra cosa) se conserve perfecta hasta que llegue a las grandes heladeras de las carnicerías. Tanto frío hay en la cámara que al salir al exterior la madrugada bajo cero parece un amanecer primaveral.
En el costado norte del inmenso edificio hay una gran galería, con distintas puertas que dan hacia las “estaciones” del riel del descaurtizamiento. Por cada una de ellas sale algo de la res. En la primera, las pesuñas. En la otra, el cuero. Luego la cabeza. Allá las vísceras. La grasa. “Se aprovecha todo, absolutamente todo”, dice el encargado Lana. Frente a la salida de cada puerta hay un camión o una camioneta, esperando la carga. Una espera los huesos, que se convertirán en harina para agregarle nutrientes a los alimentos balanceados de perros y gatos. Otro transporte es cargado con las achuras. La mayor parte de la grasa será jabón. Aquel cargará los cueros, que serán salados rápidamente para evitar su descomposición y luego enviados a alguna curtiembre, fuera de la provincia. De ese mismo cuero también saldrán tres capas distintas y que tendrán distintos fines. “Desde guantes de trabajo hasta tapizados de autos de alta gama, que es la gran demanda que hay en este momento en el exterior”, explica el responsable del lugar.
En el extremo oeste del edificio los camiones con cajas térmicas van cargando las medias reses de la faena anterior y parten a hacer el reparto. Cada uno de los abastecedores ha controlado cada paso, desde la llegada del ganado hasta su sacrificio, durante todo el trayecto desde que ingresa vivo hasta su salida del matadero. “Nosotros solo prestamos el servicio de faenado”, cuenta Lana.
Cada animal ingresa con su marca, cada media res sale sellada, controlada y lista para despostada, vendida al menudeo y convertida en un jugoso bife.
Hasta hace unas dos décadas atrás era común que cada pueblo tuviera su propio matadero, más o menos organizado. Allí se carneaba, se despostaba y se repartirá. Luego mejoraron los sistemas de refrigeración y los camiones pudieron transportar a mayores distancias. Ahora hay muchos mataderos abandonados y muy pocos en la provincia que trabajen en forma sostenida.
Allá en el Siglo XIX el escritor unitario Esteban Echeverría escribía lo que algunos consideran el primer cuento argentino: “El matadero”. Más allá de dejar establecida su posición política y su parecer sobre el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Echeverría pinta la faena magistralmente.
“La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnados de sangre”.
Hoy no es igual, aunque lo sea. Han mejorado rotundamente las medidas de higiene y sanitarias y también se ha reducido al mínimo posible la agonía del animal. El resto es lo mismo. Los cuarenta y cinco obreros blanden sus cuchillos con una habilidad de temer. La ropa, que a las 4 era blanca, ahora está toda manchada de sangre. Están empapados de sudor y humedad. No descansan un instante. Las reses no dejan de buscar la muerte en esas cinco horas y ellos no pueden detenerse. Son parte de la cadena. Cada uno es un eslabón que tajea y separa. Por eso en el matadero no hay lugar para el descanso ni el refrigerio. Los operarios llegan con su ropa de trabajo puesta, inmaculada, y se van con ella puesta, sangrante. Apenas se lavan un poco las manos y la cara y solo se detienen, apenas cruzado el portón de ingreso, donde un vendedor ambulante de café y tortitas los espera para darles el desayuno.
El carneo en el campo tampoco difiere mucho de este. Una imagen infantil regresa sorpresiva e inevitablemente a la mente del cronista.
Faena familiar. Una vaca ya inútil será el motivo de la reunión, que ha convocado a todos los parientes, indispensables como mano de obra y también para repartir el desposte, ya que no hay heladeras ni nada parecido.
La vaca cae maneada de patas y manos. También el extremo de una soga ya la tiene atada de atrás, mientras que el otro extremo fue pasado por una roldana, que está sujeta a la gruesa rama de un añoso árbol.
Cuando todos ya están listos el dueño de casa saca su facón de la cintura y le hace un tajo en el cogote. La sangre brota y una mujer la junta en un fuentón. El animal va muriendo lentamente. Primero se mueve furiosamente, pero junto con la sangre va perdiendo fuerzas. Cuando ya no hay resistencia los hombres toman un extremo de la soja y comienzan a cinchar, hasta elevar al animal y dejarlo cabeza abajo, colgado de la rama. Luego el proceso es idéntico al del matadero, solo que aquí todos hacen todo sin que la res se mueva de su sitio.
Las mujeres van y vienen, cargando achuras, lavándolas y metiéndolas en baldes, en ollas y en palanganas. Se cuerea, se corta, se desguaza. Se mete todo en bolsas para evitar las moscas, que junto con los perros se han percatado del festín. Cuando la soga quede como único testigo de la matanza ya habrá comenzado a caer la tarde. Mientras los hombres se disputan los sesos del animal, las mujeres cocinan el pan casero y alistan la ubre y alguna entraña.
Los vacunos mueren con los ojos abiertos y así les quedan por siempre. Se les llenan de tierra en el campo y en el matadero de sangre.
Todos los faenadores se parecen, como ocurre en todo oficio o profesión. Sufridos, duros, fuertes, reservados cuando se les consulta sobre su trabajo. “Sería lindo salir en una nota… No. Mejor no”, se arrepiente uno, que había encarado como para contar mil historias. Quizás teman ser catalogados de sanguinarios, de despiadados. “Mejor no saque fotos de esto. A algunos puede resultarles desagradable”, sugiere el encargado, cuando el reportero gráfico apunta su lente hacia el operario que está degollando a la res de turno. Y el reportero acepta la sugerencia, casi agradecido.
Pese a esto el oficio es pasado de padres a hijos y es muy frecuente que quien trabaja actualmente en un matadero haya sido antecedido por alguien de su familia. “Acá hace poco que estoy, pero yo empecé a ir a un matadero de chico, cuando tenía ocho años”, cuenta uno de los obreros. “Primero fui para buscar achuras para llevarle a mi madre y después empecé a hacer changuitas, y ya me quedé”, agrega, entre el ruido de las sierras, que abren las reses como una sandía.
Es cierto. Es una actividad cruel, pero solo el mínimo instante en donde el animal se transforma en alimento. En donde la vida es derrotada por la muerte, como ocurre desde siempre y para siempre. Es cruel, pero deja de serlo si se recuerda la parrilla, las brasas y el cuerito dorado de un costillar.
Está amaneciendo. Ya no quedan camiones con cajas térmicas que cargar. Apenas se continúa llenado las camionetas que se llevarán las achuras y los huesos. La que transporta los cueros ya sale con su último viaje.
Está helando. Los obreros se aprestan a limpiar las instalaciones. Mucha agua, detergente y desinfectante. Todo debe quedar limpio, impecable. La actividad no admite descuidos ni dejadez.
Es la última actividad del día. Algunos ya se están yendo a descansar, cuando el resto del mundo ni siquiera ha comenzado la jornada.
Mañana algunos camiones vendrán a cargar. Pasado mañana otras 300 reses harán fila y caminarán hacia la maza que les molerá el cráneo. Morirán casi sin darse cuenta. Como todos. 

lunes, 24 de junio de 2013

El hombre que sabía llegar a la meta


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri

Miró a su hijo a los ojos, con su tranquilidad de siempre, sin el más mínimo dramatismo, como si se tratara de una charla más. Le dijo: “Mirá Luisito, por la cuenta que vengo sacando me queda poquito. Cuando yo parta no me llevés al cementerio de San Martín. Te lo digo en serio y por dos motivos: el primero es por que si me dejás acá, en Junín, voy a tener cerca el autódromo y cuando haya carrera los fines de semana voy a poder sentir los motores. Y el segundo motivo es que tu mamá está allá, en Buen Orden, y si me llevás con ella me va a seguir rompiendo las bolas”.

Guido Maineri ya había pasado los 90 años y sabía que la línea de meta estaba cerca. Su hijo le replicó: “¡Dejate de hablar macanas, papá!”.

Pero don Guido sabía. Como había sabido siempre. Él era un “llegador” y sabía que estaba llegando. Llegar era una de sus virtudes y así se lo habían reconocido siempre sus camaradas Juan y Oscar Gálvez, Juan Manuel Fangio, y también sus amigos y compañeros de andanzas Oberdan Baldini, el Chapeque Francisco Mazzoni y Narciso Galleguillo, entre otros.

Luisito no quería aceptar ese final. Todavía hoy a Luis Maineri le cuesta aceptarlo. Es difícil creer que su padre, su mejor amigo, ayer, hoy y siempre, no esté junto a él aconsejándolo, haciéndolo reír y mostrándole que sólo hay una forma de transitar por esta vida: con simpleza, con pasión, con espero, con la cabeza abierta como para encontrar solución a cada problema.

Guido Arturo Maineri nació el 27 de noviembre de 1912 en Bizzozzero, en la provincia de Varese, en Italia y murió el 14 de diciembre de 2006, en Junín, Mendoza. Unos días antes, el 7 de diciembre de 2006, sufrió el primer ataque. “Estaba acá, en el sillón. Sentadito. Te imaginás la desesperación que me dio cuando sufrió el ACV. Se recuperó como a los 40 minutos. Cuando se despertó, ya estaba Carlos Redondo, el médico. Entonces el papi lo miró y le dijo: ‘Carlitos, ¿qué pasa?... se me quemó un condensador, ¿no?’. Carlos le dijo que sí, entonces mi papá le preguntó: ‘¿Se me va a quemar otro?, decime la verdad, ¿se me va a quemar otro?, porque me doy cuenta que la corriente mía está medio fulera…’”.

Luis, el hijo de Guido Maineri, recuerda esto mientras llora y se ríe al mismo tiempo. Es que una vez más su padre ha logrado lo que quería: enseñarle que la vida es sólo una serie de circunstancias y que la forma en que se las enfrente las transforma en buenas o malas. Incluido el final.

Durante 94 años, Guido Maineri hizo algunas cosas con su vida. Es una historia fácil de reconstruir gracias a su nieta Antonella Maineri (14). Ella fue la única que tuvo el privilegio de que su abuelo le cambiara los pañales, le diera la mamadera y le trasmitiera la pasión por el automovilismo. Por eso Antonella es la que se encargó de reunir fechas, fotos, nombres e hitos de la historia de uno de los volantes más importantes de la provincia.

En 1925 Guido, con 13 años, se embarcó hacia la Argentina con su familia y se radicaron en Godoy Cruz. Un año después se mudaron a San Martín y en el ’27 Guido comenzó a trabajar en la agencia Ford para ayudar a la economía hogareña. En esa época ya tocaba el violín y el mandolín, e integraba varias orquestas. Pero su pasión ya eran los fierros. En 1932 se puso de novio con quien fue su mujer, Elena Barocchi, y en el ’36 montó su propio taller mecánico sobre la actual avenida Boulogne Sur Mer. Allí también construyó su casa. En el ’37 nació María Élide. Recién en el ’53 llegó su hijo varón, Guido Luis. Pero antes de que naciera Luis ya Guido estaba metido de lleno en las carreras y en la aviación. En mayo del ’45 fue uno de los fundadores del aeroclub San Martín, se recibió como piloto civil y se compró un avión Píper.

El año ’47 fue su gran momento. El 9 de marzo se sumergió en el automovilismo y corrió su primera carrera. Fue en el hipódromo de San Martín, donde actualmente está el autódromo Jorge Ángel Pena. Su auto, como siempre, fue un Ford: en ese mismo año, con el número 91, corrió el Gran Premio Internacional. Salió décimo.

En 1948 se corrió la histórica Buenos Aires –Caracas y la inmediata posterior Lima– Buenos Aires. A Caracas llegó noveno y a Buenos Aires sexto. Pero después de 15.000 kilómetros recorridos y de acuerdo con la suma de tiempos, en la clasificación general quedó en el tercer puesto, detrás de Juan Gálvez y de Daimo Bojanich.



En 1949 participó en lo que él siempre consideró como su mejor carrera: el Gran Premio de la República, con un recorrido de 11.150 kilómetros dividido en 12 etapas. Fue cuarto, detrás de Juan Gálvez, Juan Manuel Fangio y Oscar Gálvez. Su trayectoria deportiva duró hasta 1956, siempre teniéndolo en la línea de llegada, dentro de los primeros. Ese año se retiró “para poder estar más tiempo con su familia”, según cuenta su nieta.

Detrás de Luis hay una vitrina repleta de copas inmensas. Copas verdaderas, las de metal, no de esas de plástico infame que se entregan ahora. Están cuidadosamente envueltas en celofán, cerrado con un moño en la punta. Allí está la vida de Guido. Cuenta su hijo Luis: “Él siempre decía lo mismo que Oscar Gálvez: ‘Las carreras se ganan en el taller’. El viejo fue un detallista. Él metía mano en el auto. Pese a que tenía mucha gente que lo ayudaba, la última apretada de tornillos la daba él mismo. Y siempre se preocupó por tener un auto llegador, más que ganador. Un auto bien armadito”.

Guido y Luis estuvieron siempre juntos. Trabajaron juntos en el taller y también hacían viajes en un camión por el país en épocas de transportistas. Siempre fue así. Hasta los últimos días. Guido no supo quedarse quieto. En el 2000 el autódromo de Junín, ubicado muy cerca del cementerio, fue bautizado con su nombre y en 2005 el propio Guido dispuso que su histórica cupé Ford roja ocupara un lugar en el museo de Ángel Cucco, en Buenos Aires.

“Era un italiano chinchudo. Siempre tenía razón. Como todos los jóvenes uno decía: ‘¡Qué sabe el viejo!’ Pero cuando se da vuelta la página uno se da cuenta de que el viejo sabía… y que siempre sabía más”, dice Luis.

Guido tuvo siete nietos y siete bisnietos. Antonella tiene 14 años y es una de sus herederas. Quizá sea “la Maineri más auténtica, la que tiene en las venas la sangre fierrera del abuelo”.

Un domingo de estos, a la mañana, esta adolescente estará a la vera del circuito del autódromo Guido Maineri viendo las carreras. Mientras tanto, su abuelo las escuchará a la distancia, después de haber cruzado, como siempre, la línea de meta.

lunes, 10 de junio de 2013

Adiós a la infancia


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Apenas sobrevivían unos pocos pelos en la cabeza de Fito. Eran un manojito insignificante que levemente se enrulaba. Quizás tenía unos 60 años o un poco más. Era de esos tipos altos y robustos, que parecen gordos pero no lo son. Para el pibito de 5 años era una figura invencible, patriarcal, venerable. Sin que él lo supiera, Fito le reclamaba al resto de los integrantes de la familia que el niño no lo llamaba abuelo. Le decía Fito, como todos, y al hombre eso le pesaba.
Era ferroviario desde siempre y socialista desde antes. Uno de los primeros asociados a la Cooperativa El Hogar Obrero. Su carácter fuerte estaba matizado con un espíritu solidario y eso le había hecho ganar el respeto de sus compañeros de trabajo.
Ya de grande había conocido a Mary, una mujer que había sido abandonada por su marido y que como único recuerdo le había dejado tres hijas mujeres. Cuando Fito, que en realidad se llamaba Adolfo Bequi, llegó a la vida de estas cuatro mujeres, las hijas de Mary ya eran grandes y estaban casi saliendo de la adolescencia. Al hombre no le importó eso y se transformó en el jefe del hogar, con todo lo que eso significaba. Mantenía a todos los que vivían en un amplio departamento ubicado en el segundo piso del antiguo edificio de Suipacha 923 de la Capital Federal. Pero Fito imponía autoridad y exigía que se respetaran sus designios. Quizás por eso toda la familia reafirmó una forma de ver la vida cuya semilla ya había germinado antes. Todos eran socialistas y socios e hinchas de Independiente.
Ángela, la mayor de las hermanas, se casó poco después y la del medio,  Nélida, un tiempo más tarde, con un  militar norteamericano y se fue a vivir al nuevo imperio. La menor, Mercedes, fue la última en partir hacia el Sur y formar su propia familia. Ángela tuvo dos hijos, Oscar y Eduardo, y luego su matrimonio fracasó y regresó al nido. Fito aceptó ese regreso con  los mismos condicionamientos de siempre. Su palabra era santa y no se podía cuestionar. Entretanto, Mercedes tuvo dos hijos y un día nefasto murió imprevista e inexplicablemente.
Fito viajó al Sur y se trajo a los hijos de Mercedes, hasta que el viudo se acomodara a la nueva situación. El mayor de los niños tenía 5 años y el menor, 8 meses. El ferroviario convocó a un consejo familiar y ordenó un par de acciones urgentes. La primera  era tratar de distraer al pequeño de 5 años y, como medida inmediata, había que hacerlo hincha del Rojo y llevarlo a la cancha.
Eduardo, el menor de los hijos de Ángela, fue designado para cumplir la misión: convencer al niño de que Independiente debía ser su pasión de ahí en adelante. Pese a que Eduardo ya estaba en la  adolescencia, tomó ese desafío como propio. Mientras aceptaba volver a la infancia y jugar con el pequeño, llevaba adelante una metódica campaña para trasformar a su primito en un nuevo fanático. Tenía a su favor que el equipo de Independiente pasaba por un momento de gloria.
Promediaba 1969. El equipo del Rojo estaba integrado por Santoro, Comisso, Monges, Semenewicz y el Chivo Pavoni. El Pato Pastoriza, Raimondo y Adorno. Bernao, Yazalde y Tarabini.
El niño no opuso resistencia. La fuerte imagen de Fito y el cariño por Eduardo hacían desaparecer cualquier objeción. Pero faltaba el golpe de gracia. Había que llevarlo a la cancha. Entonces, un domingo en que Independiente jugaba de local fueron a Avellaneda. Adentro del estadio se separaron. Fito fue a la platea de vitalicios para ver el partido con sus amigos de la cancha. “¿Por qué no podemos ir con él?”, le preguntó el purrete a su primo, quienes se habían quedado en la platea común. “A Fito no le gusta que lo molesten cuando juega Independiente”, contestó Eduardo.
Fito era así: duro, casi dictatorial.
En la siesta se debía hablar en un susurro para no despertarlo. Cuando se levantaba había que tenerle preparadas las tostadas bien crocantes y el café. El único que ahora podía romper esa rutina era el pibito. Fito le había concedido un beneficio: antes de levantarse de la cama y mientras fingía que todavía dormía, permitía que el niño fuera hasta su cama, que se subiera a ella y que le tirara suavemente de los poquísimos pelos que le quedaban. Entonces, Fito fingía que despertaba sobresaltado y el niño estallaba en carcajadas.
Pero esa ternura desaparecía totalmente en la cancha. Fito no podía ser molestado mientras miraba jugar al Rojo.
Pasó el tiempo. Siete años pasaron. El niño creció. En el ’77 ya era un fanático más de Independiente, ya no vivía en Buenos Aires y seguía los partidos por radio. Era el Independiente de Bochini, de Trossero.
Para esa época, el chico viajó a la capital para visitar a su familia. Fito ya había muerto. El pibe le pidió a su primo Eduardo que lo llevara a la cancha. En esa fecha, Independiente jugaba de visitante contra el  glorioso Huracán de Brindisi, Housemann y Babington.
Esa tarde, el sol pegaba de lleno sobre la tribuna de los hinchas de la visita. El chico terminó insolado y con una derrota de su equipo por 2 a 1.
Fue la última vez que fue a la cancha. No regresó más. Quizás haya influido esa derrota, pero más influyó la ausencia de Fito en la platea. Pese a todo, su pasión por el Rojo no mermó.
Aún hoy dura. Aún hoy, cuando su equipo está en el cadalso del descenso.
Aún hoy, cuando ese pibito escribe estas líneas y entiende que los grandes como el Rojo y como Fito no se van a ninguna parte. Sólo descasan.