jueves, 4 de febrero de 2016

El cajón del escritorio



Después de nunca, finalmente tengo un escritorio. Me lo regalaron, antes de dejarlo en la calle para que se lo lleve el botellero. Es de chapa plegada, tiene un vidrio sobre la tapa y dos cajones con sus respectivas cerraduras que no funcionan.

Es difícil saber el año en que fue nuevo. Puede ser de los 50. Es el típico escritorio de repartición pública. Quizás un banco, la dirección de una escuela, una oficina de Entel o de Obras Sanitarias, un juzgado,… hasta una comisaría.

No tiene marcas o inscripciones que delaten su pasado. Solo una: el cajón derecho está manchado con tinta. Es tinta azul, la de la almohadilla de los sellos. El tipo anterior, el que alguna vez se sentó aquí mismo y que seguramente estará muerto, guardó alguna vez en el cajón los sellos y la almohadilla.

Casi lo veo. Era pelado, usaba casi siempre una camisa celeste, con corbata azul, a rayas y bien ancha. Las camisas se las regalaba su esposa, una para el cumpleaños y otra para Navidad, y la corbata se la regalaba su suegra, siempre azules y a rayas. Miraba por arriba de los lentes de leer y resoplaba, cada vez que revisaba los papeles que le traía otro tipo casi igual que él, para que los firmara y les pusiera el sello.

En realidad, tenía dos sellos. Uno decía APROBADO y el otro RECHAZADO. El primero estaba casi nuevo, apenas manchado con tinta. Al otro ya lo habían tenido que renovar varias veces.
Abajo del vidrio del escritorio, el tipo había puesto fotos de su familia. Su mujer y sus cuatro hijos. Todos eran gordos y sonrientes.

No importa en qué repartición trabajaba. Era el tipo del escritorio y su trabajo lo podía cumplir en cualquiera. Podía rechazar con igual esmero una conexión de agua como una libertad condicional.

El tipo llegaba a las 8 y se iba a las 14. Puntual como nadie. Jamás faltaba. Era un tipo modelo.

De tanto revisar el escritorio, encontré un papelito encajado en una rendija del cajón izquierdo. El papel ya estaba amarillo. Tenía una inscripción en lápiz, ya bastante borrosa por el paso del tiempo.
Solo dos palabras tenía el papelito, escritas en mayúscula. Simples. Contundentes.

“PELADO PUTO”

miércoles, 27 de enero de 2016

Foreman mira al cielo




Los recuerdos son maravillosos. Son mucho mejores que la realidad. Esta foto estuvo pegada en la cabecera de mi cama durante los últimos años de mi infancia y bastantes de mi adolescencia, digamos entre los 11 y los 17. Es una foto muy buena, pero yo la recordaba mejor aún.
En la foto de mi recuerdo George Foreman está tirado exactamente en el centro del ring, casi colocado allí con precisión geométrica. Mira al cielo, aturdido, con los brazos abiertos. 
Muhammad Alí está elegantemente parado en el rincón neutral y se puede sospechar que sonríe e insulta.
El árbitro no aparece en la escena, aunque ahora me doy cuenta que eso es imposible. No aparece y no la ensucia. En el ring del recuerdo de esa foto, de esa madrugada del 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, en Zaire, el árbitro no aparece.
Alí ha conseguido lo que quería: vengarse del gobierno estadounidense que lo metió preso por negarse a combatir en Vietnam, le quitó el título y le prohibió pelear.
Yo recuerdo la foto. Estuvo pegada en la cabecera de mi cama, en un tabique de cartón prensado que separaba burdamente la única habitación en donde dormíamos mi hermano, mi viejo y yo, del único otro ambiente que era todo lo demás.
Foreman miraba al cielo, pero desde mi cabecera miraba a mi rudimentaria biblioteca, que era mi puerta al resto del mundo.
Foreman escuchaba la cuenta de 10 del árbitro, que yo borré de mi recuerdo. Fue lenta la cuenta, duró años. El árbitro imaginario recién gritó “¡out!”, cuando yo me fui de casa, para siempre.

La vida en una cuadra



Hace un par de meses me mudé a un departamento, que queda en un primer piso. La cuadra en donde está, tiene de todo. Es una cuadra más larga de lo normal, de unos 130 metros.

La calle tiene mucho tráfico, las veredas árboles grandes y la gente pasa sin mirar hacia arriba. El arriba no existe para nadie. El mundo termina a la altura de la frente. No había notado eso, hasta ahora.

En mi cuadra hay de todo, para vivir. En una esquina hay una peluquería y en la otra una funeraria. Entre medio hay un almacén, una casa de tejidos de bebés, una dietética, un centro médico en donde hacen radiografías y ecografías… En la vereda de enfrente hay otro almacén, un centro de diálisis, una agencia de quiniela…

Mi cuadra tiene de todo. Uno puede vivir acá, sin salir a ninguna parte.

Solo hay que tener cuidado e ingresar a cada negocio en el orden que corresponde. 

jueves, 14 de enero de 2016

La terraza


El lugar donde vivo no tiene muchas virtudes. En realidad, no tiene mucho de nada. Lo que si tiene, es una terraza.
No es una terraza preparada para serlo. Más bien es un techo plano, donde no hay casi nada. Apenas el tanque de agua y un tendedero en donde solo se puede colgar la ropa que uno pretende regalarle a los perros del vecino. Por allí arriba, siempre hay viento. Fuerte, más o menos fuerte o, como mínimo, una brisa intensa que arranca las sábanas, las camisas y hasta los calzones. Apenas las medias resisten. Desde que vivo acá, tengo muchas medias y poca ropa.
Es un departamento solitario en un primer piso, arriba de un local vacío. Por eso, la terraza está bien alto, más por arriba que casi todo el resto de la ciudad. Apenas la superan algunos edificios lejanos, el campanario sin campanas de la Municipalidad y el mástil de la plaza.
Pero ahí donde se la ve, tan modestita y sin barandas ni nada, la terraza es lo mejor que tiene este lugar. Es el mejor lugar que he conocido en los últimos años. Pero no siempre. Es el mejor lugar cuando cae el sol, cuando ya es de noche. Antes, el sol revienta la piel.
Pero cuando oscurece, todo cambia. Siempre está fresco. Siempre hay una brisa, por lo general del sudeste, que cruza la terraza y renueva.
Pero eso no es lo mejor de la terraza. Allí arriba, los ruidos de la ciudad ya casi no se escuchan y las luces artificiales ya no molestan. Entonces, el cielo es más oscuro y las estrellas mucho más brillantes.
La primera vez que subí ahí de noche, me impactó. Más aún: me llevó al pasado, a otros cielos similares.
Y, a pesar de que los creía ya olvidados, se acomodaron instantáneamente en el cielo de mi terraza.
Sin pensarlo, supe hacia dónde mirar para buscar la Cruz del Sur, las Tres Marías y hacía dónde para ver todavía a Venus, que quería acostarse en la cordillera.
Y recordé tres cielos.
Uno, el de mis años niños, en mi tierra. Allá, en medio del monte, en donde estaba la casa de mi viejo. No hay otro cielo más estrellado que ese. Ninguno, en ninguna parte.
El otro cielo es el que vi cuando tenía (creo) unos 19 años. Yo corría en medio de la noche, por la ruta, entre Carmen de Patagones y Viedma. No había nada ni nadie. Solo yo corriendo, dejado de un tremendo cielo estrellado. No recuerdo haberme sentido así nunca más. Perdí la noción del tiempo, del lugar, del cansancio, del destino. Algún día contaré que así allí, esa noche, corriendo. Esa es otra historia.
El tercer cielo fue el de una noche en Neuquén. En un banco de una plazoleta que quedaba junto a la terminal de ómnibus vieja, de la ciudad capital. La última vez que pasé por Neuquén me causó una gran desolación ver que ya el banco no estaba, ni la plazoleta, ni la terminal. La de aquel cielo estrellado fue la misma sensación de inmensidad, aunque quizás esa noche la inmensidad tenía otros condimentos. Creo que yo tenía unos 32 años.
En mi terraza, en este modesto espacio sin firuletes, encontré mis otros tres cielos la primera vez que subí.
Desde ese momento, subo todas las noches. A veces me quedó un rato larguísimo y otras solo un instante.
No hay nada especial allí. Apenas un cielo estrellado, con la Cruz del Sur y las Tres Marías y mis otros tres cielos.
Es una zoncera. No me hagan caso. Quizás solo supo a la terraza a esperar que pase un pelado por la vereda y gritarle alguna cosa, sin que me vea.