lunes, 29 de abril de 2013

El Milagroso, benefactor de los estudiantes mediocres





Por Enrique Pfaab

Ilustración: Diego Juri

Los estudiantes le llevan ofrendas. Es su santo. Dicen que les ayuda a aprobar los exámenes. Antes tenía más devotos, pero aún algunos conservan esa costumbre. Le dicen “El Milagroso” y una calle es indicada con ese nombre, pero nadie sabe bien quién fue y si existió realmente.
La leyenda es una sola, con mínimas variaciones y ha sido suficiente como para que por muchos años se le construyan criptas, se le pongan placas de agradecimiento y se le lleven flores al sitio en donde supuestamente murió aquel desconocido, al norte de la playa de maniobras de ferrocarril, en Palmira.
El tipo era un croto. Por eso se puede suponer que su llegada a Palmira tiene que haberse producido necesariamente después de 1920, cuando el entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires, José Camilo Crotto, promulgara el decreto 3/1920 que autorizaba a los peones rurales a viajar gratis en los trenes cargueros en busca de trabajo temporario. El beneficio fue aprovechado también por vagabundos y desengañados.
En esta última categoría se encasillaba este personaje, un hombre que tendría que andar por los treinta y pico y que tenía modales cuidados y buen hablar, aunque vestía andrajos como el resto de sus compañeros de desventuras.
Este cronista, atando versiones incomprobables pero reiteradas por muchos y algún que otro relato cierto, puede suponer que el hombre había sido universitario y que se había recibido de abogado o había llegado hasta ese umbral.
La leyenda dice que se había aquerenciado en Palmira por motivos imposibles de descifrar y que solía contar que había partido de su ciudad natal, posiblemente Buenos Aires, luego de que su novia lo engañó o se murió, que es casi lo mismo.
El hombre había abandonado la carrera de Derecho, en la que se había destacado, y había decidido vagar sin rumbo.
Vivía de changas, de cargar y descargar vagones y de arreglar el patiecito de alguna casa ubicada cerca de las estaciones donde había estado.
Como hospedaje, utilizaba algún furgón del ferrocarril y los obreros y guardianes hacían la vista gorda, ya que lo sabían buena persona. Además el desconocido no tenía empacho en compartir sus conocimientos y hablaba de historia, de política y por supuesto de Derecho con quien le preguntara sobre algunos de estos temas. Aún más: hay quienes aseguran que supo ayudar a algún estudiante en épocas de exámenes.
Pero la historia, como toda buena historia, no podía terminar bien. Una noche, mientras una patrulla policial hacían una batida entre los vagones para hacer salir a algún ladrón que supuestamente se había escondido en alguno de ellos, los uniformados se toparon de frente con una sobra y abrieron fuego. Era el letrado croto que cayó atravesado por las balas.
La leyenda asegura que esa muerte no quedó registrada en actuación policial alguna y que el cuerpo del desconocido fue enterrado a escondidas y en algún sitio ignorado. Sin embargo algunos aseguraron que el lugar en donde hoy se levantan las criptas es el punto exacto en donde se enterró aquel cadáver.
Dicen también que los primeros en llevarle algunas flores fueron aquellos estudiantes que el linyera había favorecido con sus enseñanzas. Luego otros comenzaron a hacerles promesas que el finado cumplía sin esfuerzo. Entonces a las promesas se sumaron los agradecimientos y, como nadie sabía cuál había sido su nombre, lo llamaron El Milagroso.
Hay una versión mucho más cercana y cierta sobre un personaje casi idéntico. Era un croto que también tenía una gran cultura y un desengaño del mismo tamaño que llegó a Palmira alrededor de 1965. Este hombre supo frecuentar el bar de Ricardo Tufic Kairúz, cuyo edificio todavía está pegado a las vías del tren. Allí entablaba largas charlas con Tufic y su hermana Mercedes, a quien todos conocían por Faride y que era docente. En esa mesa se discutía larga y sabiondamente, especialmente sobre historia. Sin embargo este desconocido no fue muerto por la policía, sino que un buen día desapareció tan misteriosamente como había llegado, según el relato de un hijo del Tufic y Faride.
El Milagroso no es la única alma que le hace favores a los estudiantes. Hay otros en distintos puntos del país. Pero en la zona es el único y todavía su poder es casi infalible.
Hay otros santos populares parecidos. Algunos hacen milagros muy modestos y a los que se puede invocar sin tener que hacerle ninguna ofrenda. Hay alguno que evita quedarse sin combustible en medio de la ruta. Existe otro que permite llegar hasta un baño en casos de urgencia. Está el que otorga el don de la sobriedad, por más que el devoto beba como una esponja y algunos dicen que hay un modesto santito que ofrece el don de la memoria eterna. Pero a ese ya casi nadie lo recuerda.      

sábado, 27 de abril de 2013

El viejo y su vida de yeso




Por Enrique Pfaab

Foto: Horacio Rodríguez

Edición y corrección: Gabriela Heredia

Ya no hay apuro. El tiempo se terminó. Con sus manos ochentosas Oscar Raúl Gómez lija y dibuja con paciencia una plancha de yeso. Hace que el material se trasforme en madera. Dibuja vetas, nudos y el empalme entre una tabla y otra, como si fuera un tablero de machimbre. “Me lo pidió una señora. El electricista puso unos cables en el cielorraso, la plancha se le cayó y se hizo pedazos”, dice.
Está en un tallercito pequeño que da a la calle Godoy Cruz y que se parece más a un pasillo que a un lugar de trabajo. No está solo. Alrededor suyo, desde el piso y las estanterías, lo miran ángeles, algunas esculturas de Maradona (que es casi lo mismo), dos o tres Gardeles, algunos Perones, un par de Evitas, vírgenes, santos… Y fuentes, columnas, floreros, enanitos…
Oscar Raúl Gómez va a cumplir los 80 el 20 de junio. “Yo ya digo que tengo 80, total… quién me paga lo atrasau…”. La mayoría en San Martín lo conoce de esa esquina, de Godoy Cruz y Remedios de Escalada, por su trabajo de artesano en yeso. Pero antes, mucho antes, fue otras tantas cosas...
“Yo era el guachito, el hijo de una madre soltera. Y en esos años a esas mujeres las despreciaban. Ni la miraban a los ojos. A mí me decían guacho y yo de eso no me olvido”.
Amalia Gómez estaba con trabajo de parto hace casi ochenta años. “Porque era madre soltera no la querían recibir en el hospital”, dice hoy aquel bebé que llevaba en su vientre. “En eso apareció una docente que también había tenido familia en esos días e hizo que la atendieran. Después, como no teníamos dónde vivir, esa misma mujer le ofreció a mi madre darnos un lugar en su casa, a cambio de que mi mamá amamantara a su hijo. Mi madre siempre me decía que yo tenía un hermano de leche”.
El cobijo duró lo que duró la lactancia. “El nene de la maestra empezó a comer y nosotros dos, que éramos chiquitos, comenzamos a pelearnos como todos los niños”, recuerda don Gómez. Un día la docente encaró a Amalia y le dijo: “Mirá Amalia, te vas a tener que buscar trabajo porque yo no te aguanto el nene”. Y se fueron. “Cuando veo los cartelitos en los quioscos o en los almacenes que dicen  Se ofrece señora para cuidar ancianos, o para limpieza,  me acuerdo de esa época”, dice don Gómez. En  Junín había un libanés que tenía un almacén de ramos generales, que conocía a Amado Cura, un hombre que supo tener un comercio de ramos generales en la esquina en donde está hoy don Gómez tallando el yeso y que necesitaba alguien que cuidara de su esposa, postrada en una silla de ruedas. “El libanés le dijo a mi madre: Seguro que la va a ocupar porque usted es española (en realidad hija de españoles) y no quieren criollas, porque en son sucias, dejadas”.  El comerciante tuvo razón. Amado Cura la empleó, con la condición que la mujer se mudara a su chalet de El Ramblón sin su pequeño hijo.
Entonces el niño fue a vivir con su abuela, en un modestísimo ranchito en El Central, en la calle Mendoza, cerca de lo que se conocía como el parque Marianoff. “Mi abuelita me conoció allí. Mi madre le ofreció mantenerme a mí y a ella. Pero mis tías, que hasta ese momento habían ayudado a su abuela, le dijeron “no te ayudamos más, porque no queremos darle de comer a ese guacho que tiene ella”.
Así, “vestido con hilachas” y mientras todos lo llamaban “guacho”, la miseria fue la escuela del pequeño Raúl. Una escuela mágica. “Como los reyes nunca pasaban por casa, aprendí a hacerme mis propios autitos, con pedazos de chapa, rueditas con tapas de bordalesas (sic) y ejes con alambritos. Yo copiaba las chatitas Ford modelo 26 o 28, sin vidrios ni parabrisas”. Así, por la necesidad, el niño fue puliendo su innata habilidad manual, la misma que le daría un futuro próspero muchos años después.
Pero también en esos años, cuando le tocó comenzar la escuela, en Nueva California, sintió el dolor de no tener padre. “Todos los chicos levantaban la mano cuando la maestra preguntaba cuáles padres vendrían a arreglar la cancha de fútbol o a clavar el palo encebado para celebrar alguna fiesta patria. Yo era el único que se quedaba con la mano baja”, cuenta Raúl.
Pero la vida a veces regala algunas oportunidades. Cambia, casi por sorpresa. La mujer enferma de Amado Cura finalmente falleció y el hombre le ofreció a su empleada continuar trabajando en la casa.  Pasó el tiempo. “Y después parece que hubo una relación entre ellos y terminaron formando pareja. Amado Cura (don Gómez siempre lo menciona con nombre y apellido) le dijo a mi madre que yo y mi abuelita fuéramos a vivir con ellos. Del ranchito donde vivíamos no nos trajimos nada, porque eran solo hilachas”, recuerda. “Para mí fue un padrazo. Siempre me trató como un hijo. Dejé de ser “el guacho”.  Él fue quien me compró mi primera bicicleta en un remate. Incluso quiso darme su apellido pero resultó ser un trámite muy complejo y caro. Una familia amiga de él, que ahora tiene el apellido Lacón, había logrado con mucho esfuerzo que el Registro Civil se lo modificara. Antes era Laconcha. Pero era un trámite muy caro y mi madre no quiso”, dice.
Quizás por su capacidad de aprovechar todo al máximo, esa primera bicicleta fue mucho más que un entretenimiento. Su padre adoptivo no lo vio, porque murió cuando Raúl tenía 15 años, pero el muchacho se trasformó en uno de los mejores ciclistas de competencia de la zona y de Mendoza. Y allí nació otro capítulo riquísimo en la vida de don Gómez, que ya vivía con su familia en la esquina que Godoy Cruz y Remedios de Escalada y que Amado Cura había escriturado a nombre de su madre.
Un día, allá por los comienzos de la década del 50, llegaron a San Martín Juan Gálvez y con su hermano Roberto como acompañante. La cupé Ford paró en la Unidad Básica Peronista. “El auto tenía inscripciones por todos lados que decían “Reelección 52 -58. Fórmula Perón – Evita”.
Raúl Oscar Gómez tenía 18 años y fue a curiosear. Allí se encontró con Enrique Stoisa, que era senador provincial. “¡¿Qué hacés Raulito’!. ¿No te animás a representarnos como los Gálvez, pero en bicicleta? – cuenta el hombre- .”Yo le tomé la palabra y un tiempo después uní Mendoza con Buenos Aires.Fueron cuatro días para hacer mil y pico de kilómetros, a 200 y tantos por día. En la casaca tenía inscripciones por todos lados, como Perón cumple y esas cosas”.
Don Gómez recuerda que llegó a la seccional de la UOCRA, en Rawson 42, a pocas cuadras de Plaza Once. “A las 21 horas me dieron audiencia con Eva. Cuando entré a su despacho ella se sorprendió. Pensé que era porque yo no estaba de traje, sino vestido de ciclista. Pero no. Era porque, según me dijo, me veía muy parecido a otra persona”.
Aquel deportista recuerda lo que le dijo Eva Perón: “Usted es muy similar a un joven que va a la Universidad y que es el primer integrante de la Juventud Peronista. Se llama Antonio Cafiero. Ahora usted será el segundo integrante de la Juventud y nos representará en Mendoza”.
Gómez dice: “Lo único que le pedí fue trabajo y Evita me hizo una carta de recomendación: “Cédasele trabajo, municipal, provincial o nacional, según la capacidad del portador”, decía uno de los párrafos de la nota.
 A las pocas semanas el joven Gómez se presentó con semejante misiva en la Jefatura de la Policía de Mendoza. “Yo no tenía hecho el servicio militar y era difícil entrar, pero inmediatamente me atendió Roberto Costa Villalba y ordenó que me mandaran a la Escuela de Policía y me dieran instrucción. Después pasé a ser motorista personal de él”.
Gómez estuvo en la Policía hasta el 55, cuando se produjo el golpe militar. Pero entre medio pasó algo trascendental en la vida del artesano. Cuando tenía 19 años conoció a una jovencita de 15: Elsa Petrona Merlo.  “No me la quise perder y nos casamos”, cuenta.
En esta parte el anciano no puede contener la emoción. Sin embargo recuerda. Estuvimos casados 55 años, hasta que se me murió el 15 de junio, de hace 7 años. Ese día estaba riéndose con los vecinos en la vereda. Entró y me dijo:´me siento medio mareada, viejito. Yo le dije: ´Estarás por engriparte, viejita´.Entonces se sentó, hizo ´¡jhhhhh¡´ (inspira con la boca abierta) y se me murió. No alcanzó ni a hablar. Fue un infarto”.
“Desde que nos casamos y hasta el último momento yo le llevé todos los días el desayuno a la cama. Ella fue mi destino. Yo no fui un dominado pero si ella condujo mi destino y fui conducido por una mujer extraordinaria”.
Después renunció a la Policía (“Si hubiera hecho lo que hizo la mayoría, que fueron despedidos y luego Perón cuando volvió a ser presidente les reconoció la antigüedad de todos los años no trabajados y los ascensos, me hubiera jubilado como comisario”) Gómez se dedicó a la albañilería. Pero su habilidad manual inmediatamente sobresalió y se transformó en un especialista en hacer trabajos casi artísticos, con la cuchara y el fratacho.
Tan bien le fue que terminó yéndose a vivir a Buenos Aires. “Estuve allí veinte años, trabajando muchísimo y después viví cinco años, especialmente construyendo casas quintas”. Se convirtió en un artesano de obra, haciendo fuentes de agua, querubines y palomas. “Esto lo aprendí solo”, reconoce.
Ahora le cuesta moverse y trabaja sentado. Tiene una hernia de disco que lo tiene a mal traer. “Un día de estos me voy a San Luis a ver si me pueden arreglar un poco”. Buscará un componedor de huesos y tratará de seguir adelante.
Dice que el 20 de junio cuando cumpla los 80, no hará festejos. Pese a que estarán con el sus hijos, sus catorce nietos y sus dos bisnietos, dice que “ya nada tiene sentido después de que murió mi viejita. Solo espero el momento en que pueda acompañarla”.
En su tallercito lo miran los ángeles, los Gardeles , los Perones y los Maradonas. Trabaja con la puerta abierta y también lo miran los transeúntes. Es imposible no mirarlo. De allí surge un aire cálido, intenso, a veces melancólico, siempre tierno. 

viernes, 26 de abril de 2013

Disc jockey, canillita y abogado



Por Enrique Pfaab


Dice que la sociedad actual trata de esconder y deshacerse de aquellas cosas para las cuales no tiene respuesta. Entonces las cárceles están llenas de pobres y las acequias de basura. El hombre sabe bien de lo que habla. Es abogado y dedica su tiempo libre a juntar los desperdicios que otros arrojaron en cualquier lado.
Hace cuatro años Oscar Sívori decidió salir a juntar basura. Ahora ya son cuarenta las personas que siguen su ejemplo y conforman un grupo al que llaman “Ciudadanos Anti Plástico”.
“Lo empecé a hacer como un ejercicio espiritual. Salir a juntar basura era una forma también de acomodar cosas adentro mío”, dice. En San Martín su nombre de pila casi se ha perdido y todos lo llaman “Negro” y algunos todavía recuerdan su época de joven cuando era disc jockey y trabajaba en una FM y lo llamaban “Black”.  Ahora, dos décadas después, es uno de los abogados penalistas más conocidos de la zona Este, presente que logró gracias a que se pagó los estudios en Santa Fé trabajando de lavacopas, vendiendo diarios y recibiendo una modesta ayuda de su madre, quien era trabajadora rural.
“Salir a juntar basura es también vencer un montón de prejuicios. La basura es ligada a la pobreza y, en realidad, no es así”, sostiene hoy, cuando su particular forma de trabajar por la comunidad es acompañada por un grupo conformado curiosamente por profesionales.
Sívori no lo es un ecologista. “No creo en los que hablan de la ecología, de Derecho... Creo en las personas que hacen, en las que construyen desde adentro. Porque tenés que trabajar en vos para poder modificar el afuera”.
El Negro salió solo una tarde de hace cuatro años e hizo el trabajo de cirujas y cartoneros, pero con una diferencia: Embolsaba la mugre y la dejaba lista para ser llevada al vertedero municipal. “Noté que la gente me miraba asombrada. No podía entender muy bien cómo alguien venía a juntar aquello que otros habían tirado, sin ánimo de sacar provecho de eso”.
En algún momento compartió esos descubrimientos con su esposa María Laura, quien decidió acompañarlo. “Así empezó. Después comenzamos a convocar por las redes sociales y ahora viene gente hasta de Godoy Cruz”.
El primer lugar de limpieza elegido fue la plaza del barrio Córdoba. “Elegí ese lugar porque noté que allí se daba una gran contradicción: las personas que iban a correr y hacer ejercicios para cuidar su cuerpo, tiraban las botellitas de agua mineral en la cuneta”. Ese fue el primer día. Hoy esta brigada voluntaria tiene entre sus logros haber construido con botellas de plástico un árbol navideño en pleno paseo céntrico de San Martín. “Después todas esas botellas las vendimos y recaudamos $600, con los que compramos cuadernos y lápices para una escuela de la zona”, cuenta Sívori.
Para el abogado ser buen ciudadano “no es solo pagar los impuestos y esperar a que el Estado resuelva todas nuestras necesidades. Las acequias se llenan de basura porque nosotros la tiramos allí, esperando que después la Municipalidad las limpie”, y agrega: “Si uno cambia en su interior, si cambia sus costumbres, puede generar un cambio en su entorno. Yo estoy convencido que si esto se generaliza el mundo puede cambiar y ser un lugar mejor para vivir”.
De tanto andar juntando lo que otros tiran Sívori confirmó algunas cosas que ya sospechaba. “Este problema trasvasa todas las clases sociales y no tiene ninguna relación con la pobreza. Aún más: ensucia más la clase alta, porque tiene mayor poder adquisitivo y genera más residuos”.
Oscar Sívori define esta actividad como “un acto de protesta, no como un acto ecológico. Queremos generar conciencia. Que aquel que tira nos vea juntar e inducirlo a un cambio de conducta y que cada uno se termine haciendo cargo de su basura”.

No es un estatus

Nació en abril del 68 en Lomas de Zamora del vientre de una madre mendocina y sanmartiniana,  Eufemia María Álvarez, a quien todos llaman Porota. “Mis padres se separaron por el 72 o 73 y mi madre y yo nos vinimos a Montecaseros”. Su padre tiene otros 8 hijos y Oscar Sívori los llama hermanos, pese a que no se crió junto a ellos pero con los que luego estrechó lazos.
Porota, que el viernes pasado cumplió 83 años, era obrera rural y trabajaba para la firma de la familia Profili, Montecaseros S.A. La infancia de Oscar fue la de un niño criado entre vides y estrechez económica. Fue a la escuela primara en Montecaseros y el secundario lo hizo en el Comercial, de San Martín.
“Yo no quería ser abogado, quería ser abogado pero cuando me fui a anotar las inscripciones ya habían cerrado”. Era el 86. “Entre a trabajar como cajero en Multicrédito  y en el 88 me inscribí en abogacía en la UnCuyo, cuadno todavía la facultad estaba en la calle San Martín. Hice 1 año. Después la facultad se trasladó al Parque y se me hacía muy difícil viajar desde Montecaseros hasta allí. Entonces abandoné y empecé a trabajar en Radio Merlín. Me fue muy bien. Además comencé a trabajar como disc jockey en un boliche muy conocido”.
A “Black” Sívori le iba muy bien, pero “me di cuenta que eso no lo iba a poder hacer toda la vida. Entonces, con 26 años, me fui a Santa Fé a continuar la carrera de Derecho, incentivado por algunos amigos que ya estaban allá”. Le habían prometido un trabajo en una radio, pero cuando llegó allá esa promesa no se concretó. “Terminé de lavacopas en un boliche. Pasé de ser disc jockey al puesto más bajo de una discoteca”. Mientras estudiaba el carácter y las ganas del “Negro” hizo que terminara siendo, con el paso de los meses, jefe de barra del mismo boliche. Pero el ritmo de vida era enloquecedor. De noche el trabajo y de día la facultad. Entonces cambié. Un viejito que me vendía diarios me ofreció ser canillita. De 9 a 11 de la mañana me paraba en un semáforo y vendía los diarios de Buenos Aires y ganaba la misma plata que en el boliche”.
Sívori se recibió de abogado en marzo de 2000. Justo cinco años después de su llegada a Santa Fé. Además de los diarios en los últimos años había hecho un dinero extra vendiéndole monografías de Derecho a los estudiantes que debían presentar la tesis. “Mi madre me había, durante toda mi carrera me ayudaba mandándome $100 y el alquiler me salía $150. Cuando la llamé para decirle que me había recibido, me dijo: “Que suerte, porque ha caído mucha piedra y este año no te iba a poder ayudar”.
Después, con un Citröen 2 CV sin papeles, comenzó a trabajar de defensor Ad Hoc, hasta que consiguió establecerse.
En la facultad fue un militante activo de izquierda, pero en el fondo es un anarquista y subraya que así “cada cual se debe hacerse responsable de sus actos”.
Dice que ser abogado es un trabajo y no un status. Que el sistema represivo del Estado no atiende los problemas de fondo y por eso las cárceles están llenas de pobres. Que se intenta ocultar los problemas. Que no se sabe qué hacer con la basura.  “Nadie se quiere hacer cargo de esas cosas. Yo empecé juntando botellas”

miércoles, 24 de abril de 2013

Mustafá Tafito:el boxeador ignorado, el famoso sparring


Texto: Enrique Pfaab

Foto: Diario Los Andes

Si no le hubieran dado un laxante para bajar 4 kilos y pelear en la categoría inferior. Si a mediados de los ´50 la revista El Gráfico no hubiera confundido su apodo con su apellido y no lo hubiera catalogado como un “ilustre desconocido”. Si no tuviera miedo a los aviones. Si sus “profesores”, como dice él, no lo hubieran engañado siempre con la plata que debía cobrar. Si todo hubiera sido distinto quizá Sebastián Mustafá Asmar, más conocido como Tafito, hubiera sido una de las glorias del boxeo nacional. Pero todo fue así y entonces fue durante 60 años un querido colchonero de San Martín. Los 260 combates quedaron solo en su recuerdo y en el de aquellos que lo aprecian.
Tal vez el destino esté escrito desde siempre, como dicen. Posiblemente un hombre humilde y honesto deba cumplir solo con la noble y sencilla misión de sembrar un pequeño ejemplo para que el mundo se mantenga en equilibrio. Quizá todo dependa de como cada cual defina su encrucijada, sus encrucijadas, esas que resolverán su vida irremediablemente. Quizá este hombre de 86 años, que pasó los últimos 55 haciendo colchones, hubiera podido ser uno de los boxeadores más grandes del país si su padre no hubiera comenzado a condicionar su destino aún antes de que él naciera.
Salvador Asmar llegó a Mendoza a principios del siglo XX, Venía del Medio Oriente. Se afincó en el Este y junto con él llegaron otros dos apellidos árabes: Llaver y Morcos.
Salvador era ya un hombre grande. Sus descendientes locales suponen que en Arabia dejó esposa e hijos, alguno de los cuales se debe haber llamado Tafito. “Por eso me puso ese apodo”, imagina Sebastián Mustafá Asmar quien tiene solo recuerdos infantiles de su padre, que murió dejando una viuda argentina y cinco hijos chicos. “Yo soy el del medio y el único que sigue vivo”, dice.
El apodo Tafito fue tan poderoso que anuló su apellido y en San Martín muchos conocen a Mustafá Tafito pero nadie sabe indicar donde vive Sebastián Asmar, datos que solo han sido útiles en trámites administrativos y que generaron siempre confusión y desconcierto. “Una vez hice una pelea acá con Rubén Dávila, un sanjuanino que estaba muy bien ubicado en el ránking argentino. Le gané muy bien. Me acuerdo que en la revista El Gráfico salió: Dávila perdió con Tafito, un desconocido”. Es que en Buenos Aires al sanmartiniano lo conocían por su apellido real y lo tenían bien ubicado, después de 230 peleas como amateur, casi 30 como profesional y varios combates de semi fondo en el Luna Park.
Fue sparring del Mono Gatica y Pascual Pérez. “Con Pascualito fuimos muy compañeros y el Mono solía pedirle a mi profesor: “Che, prestame el pibe”. Nos estrenábamos juntos los dos. El me pegaba fuerte y yo le daba con todo. Pero éramos amigazos”.
Sin embargo los últimos recuerdos que tiene Tafito de estos dos hombres son agrios, aunque él no parece sufrirlos. “El Mono vino un día a pelear a Mendoza. Paró en una bomba de nafta de San Martín. Iba en un auto con tres mujeres. Yo no lo alcancé a ver”, dice.
También su memoria guarda el día en que Pascual Pérez regresaba a la provincia después de consagrarse campeón mundial en Tokio ante Yoshio Shirai el 26 de noviembre de 1954. “Venía en tren y yo fui a la estación, pero había tanta gente que no lo alcancé a ver”.
Mientras su padre Salvador vendía chucherías en un carrito, después se montaba un almacén y compraba el primer colectivo que iba a transitar las calles de San Martín, él comenzaba a boxear en el precario ring de un baldío, cuando tenía apenas 12 años. Después vinieron 230 peleas como amateur por todo el país, “no como ahora, que hacen 10 y ya pelean por el campeonato mundial sin salir de la provincia”.
Cuando estaba haciendo el servicio militar en la Marina, en Puerto Belgrano, le tocaron las eliminatorias para los Juegos Olímpicos de Londres. Le tocó combatir con otro mendocino, Cirilo Gil. “Fue una pelea pareja, pero me la dieron por perdida. Después a Cirilo lo operaron de apendicitis y finalmente no fue nadie a las olimpíadas en esa categoría”, se lamenta.
Mustafá Tafito (hay que aceptar que así debe llamársele) vive en una sencilla casa del barrio Jardín. Su voz devela su edad, pero su estado físico es envidiable. “Camino todas las mañanas y antes de acostarme hago gimnasia. Mi médico, cada vez que me ve, me dice: No se para que venís si estás mejor que yo”. Si por el fuera seguiría fabricando colchones “de esos que duran 20 años”, pero su hija Norma no lo deja. “Hace un tiempo se agarró una pulmonía y estuvo internado 15 días. Entonces le prohibimos seguir trabajando”, dice la mujer, que conserva toda la fisonomía de sus ancestros árabes.
Los vecinos dicen: “¿Tafito? Vive ahí, pero es difícil que lo encuentre porque siempre está en la calle haciendo cosas”. Pero ahora, en esta noche de viento Zonda, está sentado en la mesa de la cocina, en donde desparrama algunas fotos, una caja con veinte medallas y varios diplomas de reconocimiento. “En algún lado de la casa hay una valija llena de recortes y también está la bata que usaba. Los guantes, las botas y el pantalón los presté y no me los devolvieron más”.
Y recuerda: “Un día llegué al Luna y me encontré al Mono Gatica sentado, con los pies arriba de un escritorio y fumando un habano. “Nene, nunca hagas lo que hago yo”, me dijo. A él lo quería mucho el general Perón y por eso pudo ir a Estados Unidos y conseguir una pelea con el campeón del Mundo. Recibió una paliza y al pobre lo noquearon en el primer round. Perón casi lo mata cuando volvió”. Tafito hace mención a la incursión que hizo José María Gatica en el Madison Square Garden de Nueva York en 1951, cuando peleó con el gran Ike Williams. En ese combate el cinturón de campeón mundial no estaba en juego. No hacia falta.
Tafito repasa: Yo era pluma. Una vez peleé con Ubaldino López, que un mes antes había empatado con Alfredo Prada, campeón argentino. Tuve que subir de peso y le gané muy bien. Como la pelea había sido acá, en Mendoza, en las notas periodísticas me nombraron como Mustafá Tafito y en Buenos Aires me conocían como Sebastián Mustafá Asmar. Entonces El Gráfico dijo que López había perdido con un desconocido”.
Su última pelea fue en el Luna Park. “Yo pesaba 58 y me hicieron bajar a 54 para pelear con el campeón argentino. No aguanté, estaba demasiado débil y perdí. Después me volví a Mendoza”.
Don Mustafá tiene nietos. Ellos le cuentan a sus algunos compañeros que su abuelo fue un gran boxeador. “Pero no les creen. Para ellos yo soy el colchonero”. Es que, por más que pese, el destino parece estar escrito...injustamente. 


El otro Artime



Por Enrique Pfaab
Los dos nacieron en el mismo pueblo. Uno fue un goleador genial. El otro soñaba que lo era.
El primero quedó en la historia como uno de los “9” más temibles. El segundo fue uno de los tantos personajes entrañables de esa incipiente ciudad, cuyos habitantes veían cómo cada semana creaba su propia realidad para relatar hazañas imaginarias.
Luis Artime fue un goleador soberbio. Pueden dar fe de ello las estadísticas de los campeonatos argentinos y uruguayos de los años ’60 y principios de los ’70, y la memoria de los hinchas de Atlanta, River, Independiente y Nacional.
Pero su gloriosa historia deportiva no es la que lo convoca a ésta página, sino su relación con Mendoza, un tanto fortuita y en parte desconocida hasta por el propio centrofóbal.
Artime nació en la ciudad de Palmira el 2 de diciembre de 1938.
Su padre era ferroviario y estuvo destinado allí durante varios años, hasta que lo trasladaron a la ciudad bonaerense de Junín, cuando Luis era un niñito de 10 años.
Mientras en la Pampa Húmeda el goleador se formaba y debutaba en la primera de Independiente de esa ciudad, en Palmira crecía su pintoresca réplica: el Loco Artime, un muchacho “medio falto” que en realidad era de apellido Barbosa y que con el tiempo relataría como propias las hazañas del centrodelantero.
Luis Artime convirtió 289 goles en primera división. En cuatro campeonatos argentinos fue el máximo anotador y tres veces repitió esta proeza en Uruguay. Además hizo 24 tantos en los 25 partidos que jugó en la Selección nacional.
Y cada uno de esos goles, especialmente los 70 que convirtió en los 80 partidos que jugó para River entre el ’62 y el ’65, fueron contados en primera persona por su émulo en Palmira.
El Loco Artime –en realidad, Barbosa– acostumbraba a recorrer la avenida principal de Palmira relatando sus proezas futbolísticas.
Esto lo hacía de lunes a jueves. Los viernes y los sábados los dedicaba a correr por esa misma Avenida del Libertador para “ponerse en estado” para el partido del domingo.
“¿Qué estás haciendo, Artime?”, le gritaba la muchachada desde la otra vereda, mientras el Loco corría por la del bulevar totalmente concentrado.
“¡El domingo jugamos con Huracán y tengo que estar afilado!”, respondía jadeando.
Junto a él iba el Pocho, otro muchacho también con algún inconveniente mental, que lo escoltaba en bicicleta.
En los momentos de descanso se ubicaban en un banquito de la avenida Juan B. Justo, a la sombra de uno de los tantos pinos, y se pasaban horas compartiendo una conversación ininteligible y otras veces inmersos en un absoluto silencio.
A veces recobraba algo de energías con una tortita de la panadería El Sol y otras iba hasta el bebedero de la plaza Sarmiento para aplacar la sed y escurrirse el sudor.
El Loco solía escaparse cada tanto en algún tren carguero que salía hacia Buenos Aires. Quizá quería llegar al estadio antes que el referí pitara el inicio del partido.
Su hermano Remigio, apenas descubría su ausencia, alertaba a los encargados de la estación y éstos daban el aviso a la estación de La Paz.
Allí bajaban al Loco Artime del tren y lo mandaban de regreso en el próximo convoy o bien esperaban a que Remigio lo fuera a buscar en su moto Mondial.
Los lunes a la tarde eran los mejores momentos del falso Artime. Le relataba a quien quisiera escucharlo los inolvidables goles del verdadero artillero, daba hasta las formaciones de los equipos y contaba en primera persona las vicisitudes del partido.
Un día el Loco murió. Unos dicen que se enfermó; otros, que tuvo un accidente. La versión más cruel dice que unos borrachines lo golpearon salvajemente.
Desde ese día el Pocho no salió más de su casa. Un familiar contó que después de muchos años lo mandaron a vivir con un hermano en Buenos Aires. Cuentan que una tarde salió a caminar por la ciudad y no regresó más. Lo dieron por desaparecido y después de pasado muchos años sin saber de él lo dieron por muerto.
El que escribe apoya una teoría mejor.
Pocho tiene claro el sentido de su vida y su epitafio no se escribirá hasta que cumpla con su destino.
El fiel amigo vaga por las ciudades ribereñas del Plata en busca de su amigo. Los domingos alterna las visitas al antiguo Monumental, a aquella doble visera de cemento y hasta el histórico Centenario de Montevideo.
Su único fin es mezclarse entre la hinchada local y esperar a que la multitud quede afónica gritando el último gol de su inolvidable amigo.
Después de todo, qué otra cosa es el fútbol sino una ilusión de la felicidad.

La pelea entre el oso y el Porrón



Por Enrique Pfaab
Ilustración: Marcelo Marchese
Llegó una mañana. Junín se despertó con el olor del aserrín, el ajetreo de los tramoyistas, de los obreros y la inquietud de los animales, que por esos años todavía eran vistos como un atractivo indispensable en todo circo que quisiera tener algo de éxito.
La carpa se levantó cerca de la rotonda, donde hoy está el barrio Ciudad de Junín y que en esos años ’70 era sólo tierra baldía. Mientras allí trabajaban intensamente, una propaladora recorría las calles anunciando las próximas funciones y los principales atractivos del espectáculo.
La gran estrella era Bombo, un enorme oso pardo que era presentado como un gran luchador, que se ofrecía como rival de todo aquel vecino que se animara a enfrentarlo. Tentaban a los valientes con una importante bolsa de dinero para quien lograra vencerlo.
El circo, cuyo nombre ya nadie recuerda en la zona, había dado exitosas funciones en Rivadavia y las quería repetir en la vecina Junín.
La primera noche la carpa estaba al 70% de su capacidad. Había familias completas de la ciudad y también de La Colonia, Barriales, Medrano, Giagnoni, y hasta de San Martín.
Acróbatas, payasos, algún mago, contorsionistas y lanzallamas, un par de elefantes, tres monos, una mujer barbuda, un tigre y su domador fueron la atracción de la noche. Pero el número central, el plato fuerte era Bombo. Con un bozal y las garras metidas en una especie de manoplas de cuero, el oso fue paseado por la pista, mientras el maestro de ceremonias anunciaba una primera lucha con el hombre forzudo del circo y alentaba a los presentes a postularse para los siguientes enfrentamientos.
Ofrecía, entre grandes ademanes y con un florido lenguaje una importante cifra de pesos ley 18.188, equivalentes hoy a unos $1.000: “¡A quien venza a este hermoso y temible ejemplar traído directamente desde la cordillera cantábrica!”.
A Junín ya había llegado el rumor de lo que había ocurrido en Rivadavia con la lucha del oso. Allí no había habido nadie que lo hubiera podido vencer. Ni siquiera el enorme “loco de los tarros”, como le apodaban a un robusto jornalero que había sido el mayor crédito vecinal. La primera noche sólo dos hombres se atrevieron a pararse y meterse en la pista, más azuzados por sus amigos que convencidos de su fortaleza. Los dos les dieron infructuosos empujones a Bombo, mientras la bestia los miraba sorprendida y apenas atinaba a correrlos como si espantara alguna mosca. Los gritos de la multitud alentaban inútilmente a los enjundiosos gladiadores que apenas le llegaban a la barriga al oso, que era obligado por el domador a mantenerse erguido en dos patas.
Esa y las dos noches siguientes el circo tuvo buena concurrencia, pero la carpa nunca se llenó. Bombo continuó invicto y aburrido. Recién en la cuarta ocurrió lo que los dueños del espectáculo esperaban. Cuando el maestro de ceremonias comenzó a alentar a los presentes para que se postularan como luchadores desde una de las últimas filas se paró Roberto Ajillo Olivares, a quien todos conocían como el Porrón, un noble obrero de 1,90 de altura, de unos 140 kilos, morocho y silencioso.
“Era la única persona capaz de cargar tres cajones de duraznos de una sola vez”, recordó hace unos días el memorioso Avelino, subrayando que cada cajón no pesa menos de 23 kilos.
Fueron tres empujones bien puestos. Con convicción. Sin gastar energías en fingir conocimientos de lucha. Bombo, quizá sorprendido por el impulso, perdió el equilibrio y cayó sobre un costado. Se recuperó al instante, pero fue suficiente para que el público estallara en una ovación y convalidara el triunfo del Porrón.
Roberto Olivares salió llevado dificultosamente en andas por la multitud, en medio de una lluvia de papel picado, serpentinas y una marcha triunfal desafinada, interpretada dificultosamente por los tres músicos estables de la troupe.
Ya nadie recuerda en Junín si al valiente se le pagó la recompensa prometida. Lo que nadie olvida es que a los dos días la gente del circo sacó a pasear al oso sobre un carro y por la propaladora se exigía la revancha, que se concretó a la noche siguiente.
Esa vez Porrón no pudo con Bombo, ante una carpa repleta, pero sí logró tumbarlo nuevamente dos noches más tarde.
La proeza del labrador había envalentonado a muchos y peleara o no el Porrón, la taquilla se agotaba día tras día.
Después de dos semanas el circo levantó sus instalaciones y se fue. Los juninenses dicen que el forzudo local ganó más combates de los que perdió, aunque es una estadística difícil de corroborar. Incluso aseguran que el circo quiso organizar una lucha entre el Porrón y el loco de los tarros, pero la contienda no pudo concretarse, pese a que algunos aseguran haberla visto.
Roberto Ajillo Olivares falleció hace unos dos años, a los 71 años. Todos lo recuerdan como el hombre que venció a Bombo. El circo nunca regresó.

Las anécdotas de un cartero


Por Enrique Pfaab
Ilustración: Marcelo Marchese
Carlos Antonio Gil tuvo un solo oficio en toda la vida: el de cartero. Murió joven. Apenas tenía 42 años. La diabetes lo traicionó una tarde. Pero esos pocos años le bastaron para acumular anécdotas y cariño. De las primeras hay un par que le han sobrevivido y que aún se cuentan en la ciudad de San Martín y especialmente, en las calles de lo que alguna vez supo conocerse como el barrio La Rana, un territorio un tanto difuso que acordaremos delimitar por las calles Godoy Cruz, Vélez Sarsfield, Pirovano y Remedios de Escalada. Sus compañeros le decían el Pollo. De bigotito cuidado y pelo algo ondulado que se pobló de canas rápidamente, Antonio cargaba con el peso de ser homónimo del Gauchito. Y también lo unía a este ícono pagano algunos rasgos de coraje de los que supo dar cuenta.
El primero que le granjeó el cariño del pueblo fue el ocurrido una madrugada, cuando regresaba de un casamiento con su hermano Eloy. Pese a que ninguno de los dos sabía nadar y a que estaban vestidos con impecables trajes, ambos se arrojaron al canal San Martín para salvar a una nena de 2 años que había caído al agua y por quien su madre clamaba auxilio desesperada. Pero la historia que convoca al Pollo Gil a esta página sucedió una tarde de 1969, un poco después del incidente con la niña.
En la canchita de “los Soloa”, como llamaban los chicos a ese potrero metido entre álamos y olivos que estaba en el corazón del barrio La Rana, una bandada de chicos desmadejaba un picado. En eso, desde el oeste y en medio de un enorme batifondo, aparecieron dos tipos corriendo y detrás de ellos una media docena de policías que se había bajado metros antes de un Jeep carrozado. Los que escapaban desentonaban con el paisaje. Vestían impecables trajes y unos zapatos lustrosos. Los pibes los reconocieron inmediatamente: eran dos de los hermanos “O”, de quienes se evitará en esta crónica dar más detalles, ya que a algunos de ellos se los tiene hoy como renombrados empresarios. El que corría adelante era el Pelado, de quien se decía era integrante de la banda del Loco Prieto, pesado delincuente de fama nacional cuya historia quedó registrada en los anales policiales de esos años.
Los policías comenzaron a disparar sus 45 cuando llegaron al córner del noroeste y los hermanos respondieron con sus 38 largo mientras cruzaban por el círculo central. Los pibes más grandes instintivamente se arrojaron sobre los más chicos y los tiraron al suelo.
Justamente en el mismo momento en que el tiroteo interrumpía el partido, desde el otro extremo de la cancha llegaba el Pollo Gil, vestido con su impecable traje gris, su gorra visera y montado en su Siambreta 48, una de las tres que había en San Martín. El cartero acostumbraba a pasar por el potrero para darles un par de vueltas en la motocicleta a alguno de los changuitos. Gil no atinó a detenerse. Bordeaba la cancha cuando el menor de los hermanos “O” cayó herido cerca del lateral Este. El Pelado miró a su hermano herido, titubeó un segundo y siguió corriendo.
En eso vio al cartero y la Siambreta, y supo que esa era su única posibilidad de salvación. Se cruzó en el camino de Gil y lo encañonó. El cartero disminuyó levemente su marcha lo que le permitió al Pelado treparse a la parte trasera de la motocicleta y poniéndole el revólver en la cabeza al cartero lo obligó a acelerar. Los policías quedaron entretenidos con el fugitivo herido y controlando que no hubiera ningún niño herido. Cuando reaccionaron la motito ya les había sacado unos 300 metros y ya no se veía. Apenas se escuchaba su ronroneo. El Pollo Gil, animado siempre por el cañón del revólver en su cabeza, condujo por calles de tierra, senderos y algún trecho por la ruta 50.
Así la Siambreta llegó a las afueras de Santa Rosa, en donde el Pelado lo obligó a bajarse. El cartero vio cómo el entrajado ladrón se iba con su motocicleta. En parte por porfiado y en parte porque sabía que el combustible no duraría mucho más, Gil comenzó a caminar siguiendo la huella de su moto. Así pasó más de una hora, hasta que la encontró tirada a la vera del camino y sin que hubiera indicios del Pelado.
Aprovechando los pedales que tenía la Siambreta el cartero pedaleó hasta el primer surtidor, donde le echó un par de litros de nafta que le alcanzaron para volver a San Martín.Del Pelado nada se supo hasta unas semanas más tarde, cuando participó en un asalto en las afueras de Buenos Aires, aunque esta es sólo una versión. Carlos Antonio Gil murió unos años después. En San Martín muchos lo recuerdan y dicen que todavía hoy sigue con su oficio de chasqui. Ahora ya no son cartas las que reparte, sino las tonadas que interpreta con dulzura su nieta Luciana Guaquinchay.

"¡Güevaditas pa´ los pendejooos!"



Por Enrique Pfaab
Hay quienes perduran por sus obras, mientras que otros por sus ideas. Algunos que sobreviven por sus gestas, otros por sus delitos, y la mayoría simplemente por sus hijos. Pero también hay unos pocos que quedan en la memoria por su pregón.
“¡Patay, arrope, catitas, güevaditas pa’ los chiiicos!”, gritaba Gatica, con voz ronca, mientras pedaleaba enérgicamente su pintoresco triciclo de Palmira a Tres Porteñas, de San Martín a Junín y desde su casa hasta casi cualquier parte.
En el oriente mendocino es casi imposible que haya alguien con más de 45 años que no recuerde ese canto destemplado. Y también es difícil que no se recuerde al triciclo y su dueño. Sin embargo, este cronista no ha encontrado a nadie que pueda asegurar cuál era su nombre de pila y sólo ha logrado confirmar que su apellido era Gatica.
Residía en Palmira, aunque solía dormir en donde lo sorprendiera la noche o la borrachera.
Los policías viejos dicen que era un buen hombre, aunque se le solían meter al cajón de chapa del triciclo algunas cositas que no le pertenecían.
Gatica, su triciclo y su pregón eran una unidad.
El hombre era delgado, pero increíblemente enérgico y resistente, capaz de recorrer los casi 30 kilómetros entre Palmira y Tres Porteñas con su vehículo cargado con baratijas.
El triciclo era una reforma de una noble bicicleta inglesa Triumph, la de freno a varilla, que tenía un inmenso cajón de chapa, como las que usaban algunos cafeteros, heladeros y hasta algún repartidor. Estaba repleta de banderines, espejos y cuanto chirimbolo llamativo su propietario hubiera considerado digno de ser añadido. Una tapa con bisagras y un candado transformaban el cajón de lata en una segura caja metálica cuando su dueño debía ausentarse por algún motivo.
El pregón de “¡patay, arrope, catitas, güevaditas pa’ los chiiicos!” indicaba que en ese triciclo se podían adquirir las más variadas e inusuales baratijas. Desde yuyos medicinales hasta condimentos, desde desplumados pajaritos hasta autitos de plástico, desde tortitas hasta alguna plancha usada de procedencia incierta. Lo que más vendía era patay, esas deliciosas golosinas de harina de algarrobo tan difíciles de conseguir en este presente ingrato.
Gatica vivía en una modesta casita de adobe, arrinconada en el fondo de Palmira. Se había juntado con una mujer norteña, posiblemente jujeña o boliviana, retacona y robusta, de ojos perdidos entre pómulos hinchados y cejas tupidas. Solía cargarla en su triciclo y llevarla con él, más para asegurarse que no se le fuera que para cumplir alguna función en el cambalache.
La policía se apersonaba cada tanto en la casa de Gatica. A veces para usarlo como fuente de información y en otras ocasiones para buscar allí alguna cosa que hubiera desaparecido en la zona. Días atrás, mientras festejaba su cumpleaños 90, un vecino del lugar contó una anécdota que todavía se recuerda en la zona. Cierta tarde, un par de policías llegaron a la casa de Gatica buscando algunas cosas birladas de una vivienda cercana. El bagayero salió a atenderlos y sin siquiera saludarlos les espetó, imperativo: “¡Acá no hay ninguna radio!”.
Gatica solía emborracharse con frecuencia y, cuando la curda le alcanzaba para llegar hasta su casa, solía descargar sus frustraciones con su mujer. Una siesta, el alcohol lo puso exageradamente violento y le dio una soberana paliza a ella. No se sabe si la pobre fue hasta la comisaría o si fueron los policías los que casualmente fueron a su casa para hacer las averiguaciones acostumbradas. Lo cierto es que Gatica fue denunciado.
Se lo buscó en los lugares habituales, pero no lo encontraron. Como a las 18, su triciclo apareció frente a la iglesia de Junín, sin roturas ni faltantes, salvo su dueño.
“Pongan un policía de consigna al lado del cachivache ese. El loco este ya va a aparecer a buscarlo”, ordenó el comisario que se había hecho cargo del caso.
A la 1, el cabo que había sido asignado fue relevado “sin novedad”. A esa altura ya se habían inspeccionado todos los bares, clubes y aguantaderos que Gatica solía frecuentar. Los policías estaban preocupados. Imaginaban que el personaje podría haberse caído a un canal o que se había desgraciado para evitar el calabozo. La teoría menos probable era la de que hubiera abandonado la zona.
Ya eran las 9 y se habían hecho otros dos relevos junto al triciclo. El milico pegó un salto cuando se comenzó a levantar sola la tapa del cajón de chapa. Gatica surgió de allí adentro, lagañoso y despeinado. Miró al policía y con su voz aguardentosa lo saludó con un: “¡Güenos díííías!”.
Dicen que Gatica estuvo todo ese día preso y que recién lo largaron cuando caía la noche, después de pintarles los dedos e informarle que era propietario de una causa por lesiones. Una semana después, su mujer lo abandonó definitivamente; dicen que viajó para el Norte en busca de una mejor vida.
En tanto, según cuentan en el pueblo, Gatica murió unos años después, una madrugada de diciembre. Volvía con su triciclo de Tres Porteñas después de un domingo de truco y vino. Se le hizo la noche cuando pedaleaba por el carril Chimbas, a la altura de Chapanay, y decidió pararse en la banquina y dormir la mona en el cajón. Un camión cargado con duraznos le pasó por arriba. Una sobrina suya después contó su final, sin leyenda. "Murió enfermo, en una cama del hospital. Todavía lo recuerdo con cariño".

"Yo le gané a Nicolino Locche"



Por Enrique Pfaab
Son recortes mínimos. Un párrafo. Y allí una breve oración en donde se lo menciona como al pasar. Diarios de los ´50 que ya no existen. Decían que Mario Espinoza era una “gran promesa”. Ahora tiene 75 años y sabe que pudo ser campeón del mundo, pero solo fue un sargento de policía.
Fue una noche cálida de jueves, típica del preludio del verano. 15 de diciembre de 1955. En las viejas instalaciones del Atlético Club San Martín del barrio La Rana estaba casi todo el pueblo. El anuncio de una “nueva presentación del Pibe de Oro” Raúl Vargas, en pelea a 10 rounds con el crédito cordobés Rafael López, había logrado captar la atención. La velada estaba organizada por el Mocoroa Boxing Club.
Como pelea de semifondo a 5 rounds se medían dos muchachos de 17 y 16 años de categoría Pluma que comenzaban sus carreras. El afiche anunciaba que uno se había “consagrado en Chile” y que el otro era “campeón mendocino”. Mario Espinoza y Nicolino Felipe Locche.
Cincuenta y seis años después Mario está sentado en la mesa de un bar. Su voz retumba. El salón es enorme y está casi vacío. Las paredes están repletas de trofeos. Allá hay dos muchachos jugando al ajedrez. De aquel lado tres ancianos beben cerveza y se dan la razón entre si. Y mínimos recortes amarillentos. Y tres fotos ajadas. En una se ve a dos pugilistas en el medio del ring. El que está de espalda lanza un cross de izquierda. El que está de frente bloquea el golpe con el brazo derecho y el guante tapa su rostro. A ninguno se le ve la cara. “El Abel Negri sacó esta foto. En ninguna de las que sacó esa noche se me ve de frente”, rezonga don Mario.
Tampoco hay imágenes del tercer round, cuando Espinoza lanzó un golpe directo que pegó en el mentón de Locche y lo hizo caer. Le contaron hasta 9. Hoy hubiera sido nocaut. Ese noche del 55 el combate siguió y Espinoza ganó por puntos. “Cuando terminó la pelea don Paco Bermúdez le fue a protestar al referí, que era Ángel Bustos. Decía que Locche se había resfalado (sic). Pero no. ¡Se cayó porque yo le pegué!”.
Mario también, en algún momento, fue pupilo de don Paco y viajó a Chile con Nicolino cuando los dos eran adolescentes. “Locche era un tiro al aire. Fue lo que fue gracias a don Paco. Me acuerdo que una vez se escapó por una enredadera del hotel. Al otro día no aparecía y tenía que pelear esa noche. Lo salimos a buscar y terminamos haciendo la denuncia en la policía. Lo encontraron con una mina. Tenía 17 años. En ese viaje iba con nosotros un señor que tenía dos hijas mellizas que tocaban el acordeón. Locche se ponía a bailar el charleston en la plaza y pasaba la gorra. Con esa plata comíamos”.
La voz de don Mario retumba en las paredes del bar. Su vida de pibe fue difícil. Eran un puñado de hermanos y una madre sufrida que vivían en una piecita alquilada en la calle Thomas Tomas. Él era el mayor de los varones. “Yo lustraba zapatos y vendía diarios. Al mediodía servía las mesas en un restaurante que había en la calle Balcarse y me deban la comida para mi familia. Además aprendía el oficio de chapista”.
Tenía 13 cuando empezó a boxear. Pesaba escasos 40 kilos. Hizo 80 peleas, todas como amateur. Y una vez se animó a tratar de conocer en Buenos Aires. “Héctor Vaccari, el manager de Horacio Accavallo, me llevó a Chivilcoy”. Un telegrama de esa época, remitido por Vaccari para la madre de Mario Espinoza, dice: “Estimada señora: Le escribo para darle la noticia de que Mario ganó por nocaut en el primer round. Tiene una hinchada fantástica y está muy contento. Mañana lo llevo para que conozca Buenos Aires”.
El Intocable ya era profesional y el sanmartiniano seguía siendo amateur. “Un día lo vi a Locche caminando por la calle Bouchard. No me dio ni pelota”, recuerda. Sonríe.
Un par de amigos de Mario se suman a la mesa y tratan de ordenarle sus recuerdos, que llegan desbocados.
“Después conseguí un trabajito. Tenía que ayudar a mi madre. Y me dejé estar”. Unos meses después volvió a Mendoza y entró a la policía. Era plata segura. Hizo algún intento de regresar al boxeo, pero ya era tarde. Había hecho más de 80 peleas y nunca ganó un centavo.
“Me retiré hace 30 años de la policía, como sargento ayudante. Después trabajé de chapista”.
A Nicolino Locche lo cruzó por última vez en 2002. “Me reconoció. Me dijo: ¿Cómo andás, Marito?”, y después no lo vio más.
Los recortes están desparramados en la mesa del bar. Tienen frases pequeñas. “Si. Creo que yo hubiera podido ser campeón del mundo. Tenía buena técnica”.
El Intocable murió el 7 de septiembre de 2005 en su casa de Las Heras. “Había nacido con un don especial” dice Mario Espinoza, mientras comienza a guardar los recortes en un sobre. Su voz retumba dentro del bar. Sonríe. Se lo ve un hombre feliz, como alguien que ha cumplido el mandato de su conciencia.
La muerte es solo una farsa. Solo el olvido es capaz de certificarla. Mario Espinoza le ha lanzado un cross al mentón. El golpe fue seco. Casi se lo pudo escuchar. Y a la parca le han contado hasta 10.

lunes, 22 de abril de 2013

El fantástico Crispín Campos



Texto: Enrique Pfaab

Ilustración: Gabino Tapia

“Una mañana me levanté, puse el agua para el mate y me di cuenta de que no me quedaba nada de azúcar. En el almacén tampoco había. Entonces ensillé mi caballo y me fui a Tucumán. Cuando volví, el agua recién estaba empezando a hervir”. El lustrabotas levantó la vista para ver el efecto que había causado su relato. El cliente lo miraba fijo. No se animaba a reír, ya que la historia había sido contada en tono solemne y a su interlocutor no se le movía ni un músculo de la cara.
Por relatos como este, Crispín Campos se convirtió en un mito en Tunuyán. “Los más jóvenes no saben quién fue, pero la gente que tiene mi edad o más lo recuerda perfectamente”, dice Oscar, mientras le hecha combustible al auto que ha parado junto al surtidor del que está encargado. El abuelo de Oscar ronda los 85 años y Crispín hubiera tenido su misma edad en el presente.
Vivía cerca del puente del río. Se ganaba la vida de mil formas pero sus actividades principales eran las de lustrabotas y boxeador, aunque con esta última jamás ganó un centavo.
Pero su recuerdo no perdura por sus habilidades deportivas ni su sapiencia con la pomada y el cepillo, sino por su enorme imaginación y su capacidad para armar con ella relatos fantásticos que siempre lo tenían como protagonista.
Crispín Campos supo contarles a sus clientes que cierta vez se le había dado por criar caracoles, ya que se vendían bien por ese entonces. “Tenía que entregar un pedido en la feria de Guaymallén”, contaba. “La camioneta que me tenía que venir a buscar finalmente no apareció. Entonces me los llevé arriando”, decía.
Aseguraba haber tenido un perro galgo muy rápido. “Una vez me lo fui a probar a un canódromo, porque me lo querían comprar. Lo pusimos en el start y le largamos la liebre mecánica. El perro se quedó quieto. No se movió. Quedó paralizado. Cuando fuimos a ver qué le pasaba nos dimos cuenta de que ahí estaba solo el cuero del animal. El perro era tan rápido que salió disparado y dejó solo el pellejo. Se murió desangrado cuando alcanzó la liebre”.
Este personaje decía ser un amante de la caza y, cada tanto, agarraba una escopeta y salía a despuntar el vicio. Contaba que cierta vez había rumbeado para la montaña. Se había hecho de un par de liebres cuando decidió pegar la vuelta ya que casi se le había agotado la munición. “Apenas me quedaba una bala”, contaba. “Entonces, a unos 10 metros, se me aparecieron dos pumas que me encararon. Fue ahí donde agarré mi cuchillito verijero, que es muy filoso. Con una mano lo sujeté en la punta del caño, con el filo para arriba. Ahí disparé. La bala se partió al medio y pude matar a los pumas de un solo tiro”.
Es muy probable que esas historias increíbles hayan sido adornadas aún más por quienes las escucharon de boca del lustrabotas y que, con el correr de los años, hayan ido perdiendo fidelidad y ganando en fantasía. Pero da lo mismo a los efectos de esta crónica.
Quizás el relato más pintoresco de Crispín del que se tenga memoria es aquel que contó una vez, cuando aseguró haber recibido el encargo de llevar un arreo de 600 vacas a Chile.
“Salí solo, temprano, como a las 5. Anduve todo el día. Cuando empezó a oscurecer empezó a venirse una tormenta y ya estaba muy lejos para volverme. Así que seguí andando para encontrar algún lugar más reparado. Como a la hora ya no se veía nada, entre la noche y la nubazón. Se había largado a llover y hasta caía algo de nieve. No alcanzaba a ver las vacas y apenas podía tocar alguna con el talero”: Campos sabía ponerle suspenso a su relato. Respiraba hondo y hacía unos largos silencios. “Entonces hubo un refusilo y alcancé a contarlas. De las 600 vacas me quedaban 599. Me faltaba una nomás. Entonces seguí para Chile”.
Por muchos años se utilizó la frase “Vos tenés más historias que Crispín Campos” cuando se quería calificar a alguien de fantasioso y, cada tanto, aún se escucha. Sin embargo la juventud de Tunuyán apenas sabe de él y los pocos muchachos que han escuchado de sus historias creen que es un mito pueblerino.
Dicen que Crispín se murió un día, hace como cinco o seis años. Es mejor creer que esta es sólo una más de sus exageraciones y que Campos ha decidido comprobar cuánto tiempo aguanta sin respirar.

El Ánima Parada

Texto: Enrique Pfaab

Carlos Roberto Di Fabio quería ganarse la lotería. ¡Quién no! Para tener más chances decidió hacerle una promesa a una figura mítica de Rivadavia, su pueblo natal. Eran los principios de 1960 y el Ánima Parada tenía miles de devotos en la zona, pese a que la fe popular era combatida fervorosamente por el párroco local. Sin embargo, desde hacía años atendía los ruegos que se le hacían, desde los más mundanos a los más trascendentales. Dicen que sanó enfermos, ayudó a rendir exámenes, promovió el bienestar económico y conformó parejas.
El Ánima Parada no es otro que el espíritu de Diógenes Recuero, quien de vivo y de muerto enriqueció la historia de su tierra.
Nació el 6 de marzo de 1861, y los 42 años que estuvo en este mundo fueron intensos y convulsionados. De familia de buen pasar, Recuero integró la selecta cofradía de los primeros aviadores y llegó a trabar amistad con Roland Garros, pionero de la aviación francesa. Dicen que su billetera, sus actividades, su porte y buen vestir le dieron fama de galán, principalmente cuando vivió en Buenos Aires. Pese a ello, regresó a Rivadavia para casarse con una joven viuda y tener seis hijos con ella.
Sus relaciones personales y familiares lo llevaron a la política. Integró la Honoraria Corporación, hoy Concejo Deliberante, durante varios años y llegó a ser presidente municipal, lo que sería en la actualidad el cargo de intendente, entre los años 1897 y 1901.
La batalla más dura en su vida como funcionario la libró en 1906, apenas cinco meses antes de su muerte y cuando era concejal. Siendo él radical, se enfrentó duramente con los liberales, quienes pretendían imponer el nombre de Bartolomé Mitre, recientemente fallecido, a la calle San Isidro, una de las principales del pueblo. Evidentemente la lucha la ganó Recuero, ya que esa arteria todavía lleva el nombre del santo.
Esa pelea en contra de las familias más poderosas de la zona, sumada a una crisis depresiva por la muerte temprana de su sexto hijo, mermó sus energías, y el 30 de junio de ese año murió sorpresivamente, siendo todavía un hombre joven, por una “parálisis cardíaca”, según certificó el doctor Pascual Cantarella.
El fallecimiento de Recuero generó tantas dudas como hipótesis, que fueron desde la más terrible a la más vil: suicidio; envenenamiento por codicia o venganza; sífilis. Todo fue creído, desmentido y vuelto a creer.
El cuerpo del difunto recibió sepultura en el cementerio de la calle Brandsen, donde actualmente está el anfiteatro municipal.
Diógenes Recuero tuvo hasta 1914 el destino tradicional de cualquier muerto: mucho silencio y ninguna actividad. Sin embargo, ese año la municipalidad dispuso que todos los difuntos de ese cementerio sean trasladados a uno nuevo.
Nadie se preocupó en ese momento por el cuerpo de Recuero, pese a haber sido un hombre ilustre, popular y con familia.
Lo cierto es que debieron ser los empleados municipales los encargados de desenterrar el féretro y abrirlo para tirar sus huesos en el “reprofundo”, como llaman los sepultureros a la fosa común. Allí comenzó el mito.
Cuando los obreros abrieron el cajón el cuerpo estaba intacto, su vestimenta impecable y el peinado como en sus mejores épocas de galán. Parecía que hubiera fallecido el día anterior y no 8 años antes. Los racionales atribuyeron este fenómeno al veneno o a los medicamentos suministrados a Recuero. En cambio, los sensibles hicieron correr el rumor rápidamente.
Pero lo más increíble comenzó a producirse a partir de allí. Cuando el cadáver de Recuero fue tirado a la fosa y cayó parado. Los trabajadores debieron obedecer la orden de bajar y acomodarlo horizontalmente, pero fue en vano: a la mañana siguiente el cuerpo apareció nuevamente erguido. Esto se repitió varios días, y ya al segundo aparecieron las primeras velas y flores junto al foso.
En el cementerio y por consejo de la Iglesia el cuerpo comenzó a ser mudado de lugar y ubicado en sitios ignotos. Sin embargo, todas las mañanas un ramo de flores y una vela señalaban el nuevo domicilio del difunto. A esa altura, Diógenes Recuero ya tenía sus primeros fieles y estos se multiplicaron rápidamente cuando hizo su primer milagro, sanando al hijo de una mujer desesperada. Ya era el Ánima Parada, y para disgusto del cura párroco su fama se extendió por todo el Este y llegó a ser mencionado en el resto de Cuyo.
Fue por 1963 cuando Carlos Roberto Di Fabio apareció por el cementerio con sus ansias de ganarse la lotería. El devoto le prometió al Ánima Parada que le construiría un mausoleo como Dios manda si le cumplía ese deseo. El 31 de octubre de ese año Di Fabio hizo levantar una magnífica bóveda de mármol negro con un mínimo porcentaje del premio mayor de la Lotería de Mendoza. Después regresó a San Rafael, en donde se había radicado hacía un tiempo. Gracias al pago de la promesa el Ánima Parada dejo de vagar por las seis manzanas del camposanto y pudo descansar en paz.
Hoy todavía Diógenes Recuero tiene sus fieles, aunque son muchos menos que en sus años más gloriosos. Le dejan ofrendas de todo tipo, de acuerdo al pedido: desde vestidos de novia hasta carpetas de estudio, pasando por chapas patentes de autos, juguetes y placas de bronce.
A esta altura usted debe saber que este texto también es milagroso. A la mujer le otorga la belleza perfecta y al hombre la virilidad eterna. El único inconveniente es que su poder es imperfecto, tal como la crónica que lo contiene, y su efecto se desvanece con la lectura de esta última palabra.