Por Enrique Pfaab
Foto: Horacio Rodríguez
Edición y corrección: Gabriela Heredia
Ya no
hay apuro. El tiempo se terminó. Con sus manos ochentosas Oscar Raúl Gómez lija
y dibuja con paciencia una plancha de yeso. Hace que el material se trasforme
en madera. Dibuja vetas, nudos y el empalme entre una tabla y otra, como si fuera
un tablero de machimbre. “Me lo pidió una señora. El electricista puso unos
cables en el cielorraso, la plancha se le cayó y se hizo pedazos”, dice.
Está en
un tallercito pequeño que da a la calle Godoy Cruz y que se parece más a un
pasillo que a un lugar de trabajo. No está solo. Alrededor suyo, desde el piso
y las estanterías, lo miran ángeles, algunas esculturas de Maradona (que es
casi lo mismo), dos o tres Gardeles, algunos Perones, un par de Evitas,
vírgenes, santos… Y fuentes, columnas, floreros, enanitos…
Oscar
Raúl Gómez va a cumplir los 80 el 20 de junio. “Yo ya digo que tengo 80, total…
quién me paga lo atrasau…”. La mayoría en San Martín lo conoce de esa esquina,
de Godoy Cruz y Remedios de Escalada, por su trabajo de artesano en yeso. Pero
antes, mucho antes, fue otras tantas cosas...
“Yo era
el guachito, el hijo de una madre soltera. Y en esos años a esas mujeres las
despreciaban. Ni la miraban a los ojos. A mí me decían guacho y yo de eso no me
olvido”.
Amalia
Gómez estaba con trabajo de parto hace casi ochenta años. “Porque era madre
soltera no la querían recibir en el hospital”, dice hoy aquel bebé que llevaba
en su vientre. “En eso apareció una docente que también había tenido familia en
esos días e hizo que la atendieran. Después, como no teníamos dónde vivir, esa
misma mujer le ofreció a mi madre darnos un lugar en su casa, a cambio de que
mi mamá amamantara a su hijo. Mi madre siempre me decía que yo tenía un hermano
de leche”.
El
cobijo duró lo que duró la lactancia. “El nene de la maestra empezó a comer y
nosotros dos, que éramos chiquitos, comenzamos a pelearnos como todos los niños”,
recuerda don Gómez. Un día la docente encaró a Amalia y le dijo: “Mirá Amalia,
te vas a tener que buscar trabajo porque yo no te aguanto el nene”. Y se
fueron. “Cuando veo los cartelitos en los quioscos o en los almacenes que
dicen Se ofrece señora para cuidar ancianos, o para limpieza, me acuerdo de esa época”, dice don Gómez. En Junín había un libanés que tenía un almacén de
ramos generales, que conocía a Amado Cura, un hombre que supo tener un comercio
de ramos generales en la esquina en donde está hoy don Gómez tallando el yeso y
que necesitaba alguien que cuidara de su esposa, postrada en una silla de
ruedas. “El libanés le dijo a mi madre: Seguro que la va a ocupar porque usted
es española (en realidad hija de españoles) y no quieren criollas, porque en
son sucias, dejadas”. El comerciante
tuvo razón. Amado Cura la empleó, con la condición que la mujer se mudara a su
chalet de El Ramblón sin su pequeño hijo.
Entonces
el niño fue a vivir con su abuela, en un modestísimo ranchito en El Central, en
la calle Mendoza, cerca de lo que se conocía como el parque Marianoff. “Mi
abuelita me conoció allí. Mi madre le ofreció mantenerme a mí y a ella. Pero
mis tías, que hasta ese momento habían ayudado a su abuela, le dijeron “no te
ayudamos más, porque no queremos darle de comer a ese guacho que tiene ella”.
Así,
“vestido con hilachas” y mientras todos lo llamaban “guacho”, la miseria fue la
escuela del pequeño Raúl. Una escuela mágica. “Como los reyes nunca pasaban por
casa, aprendí a hacerme mis propios autitos, con pedazos de chapa, rueditas con
tapas de bordalesas (sic) y ejes con alambritos. Yo copiaba las chatitas Ford
modelo 26 o 28, sin vidrios ni parabrisas”. Así, por la necesidad, el niño fue
puliendo su innata habilidad manual, la misma que le daría un futuro próspero
muchos años después.
Pero también
en esos años, cuando le tocó comenzar la escuela, en Nueva California, sintió
el dolor de no tener padre. “Todos los chicos levantaban la mano cuando la
maestra preguntaba cuáles padres vendrían a arreglar la cancha de fútbol o a
clavar el palo encebado para celebrar alguna fiesta patria. Yo era el único que
se quedaba con la mano baja”, cuenta Raúl.
Pero la
vida a veces regala algunas oportunidades. Cambia, casi por sorpresa. La mujer
enferma de Amado Cura finalmente falleció y el hombre le ofreció a su empleada
continuar trabajando en la casa. Pasó el
tiempo. “Y después parece que hubo una relación entre ellos y terminaron
formando pareja. Amado Cura (don Gómez siempre lo menciona con nombre y
apellido) le dijo a mi madre que yo y mi abuelita fuéramos a vivir con ellos.
Del ranchito donde vivíamos no nos trajimos nada, porque eran solo hilachas”,
recuerda. “Para mí fue un padrazo. Siempre me trató como un hijo. Dejé de ser
“el guacho”. Él fue quien me compró mi
primera bicicleta en un remate. Incluso quiso darme su apellido pero resultó
ser un trámite muy complejo y caro. Una familia amiga de él, que ahora tiene el
apellido Lacón, había logrado con mucho esfuerzo que el Registro Civil se lo
modificara. Antes era Laconcha. Pero era un trámite muy caro y mi madre no
quiso”, dice.
Quizás
por su capacidad de aprovechar todo al máximo, esa primera bicicleta fue mucho
más que un entretenimiento. Su padre adoptivo no lo vio, porque murió cuando Raúl
tenía 15 años, pero el muchacho se trasformó en uno de los mejores ciclistas de
competencia de la zona y de Mendoza. Y allí nació otro capítulo riquísimo en la
vida de don Gómez, que ya vivía con su familia en la esquina que Godoy Cruz y
Remedios de Escalada y que Amado Cura había escriturado a nombre de su madre.
Un día,
allá por los comienzos de la década del 50, llegaron a San Martín Juan Gálvez y
con su hermano Roberto como acompañante. La cupé Ford paró en la Unidad Básica
Peronista. “El auto tenía inscripciones por todos lados que decían “Reelección
52 -58. Fórmula Perón – Evita”.
Raúl
Oscar Gómez tenía 18 años y fue a curiosear. Allí se encontró con Enrique Stoisa,
que era senador provincial. “¡¿Qué hacés Raulito’!. ¿No te animás a
representarnos como los Gálvez, pero en bicicleta? – cuenta el hombre- .”Yo le
tomé la palabra y un tiempo después uní Mendoza con Buenos Aires.Fueron cuatro días para hacer mil y pico de kilómetros, a 200 y tantos
por día. En la casaca tenía inscripciones por todos lados, como Perón cumple y esas cosas”.
Don
Gómez recuerda que llegó a la seccional de la UOCRA, en Rawson 42, a pocas
cuadras de Plaza Once. “A las 21 horas me dieron audiencia con Eva. Cuando
entré a su despacho ella se sorprendió. Pensé que era porque yo no estaba de
traje, sino vestido de ciclista. Pero no. Era porque, según me dijo, me veía
muy parecido a otra persona”.
Aquel
deportista recuerda lo que le dijo Eva Perón: “Usted es muy similar a un joven
que va a la Universidad y que es el primer integrante de la Juventud Peronista.
Se llama Antonio Cafiero. Ahora usted será el segundo integrante de la Juventud
y nos representará en Mendoza”.
Gómez
dice: “Lo único que le pedí fue trabajo y Evita me hizo una carta de
recomendación: “Cédasele trabajo, municipal, provincial o nacional, según la
capacidad del portador”, decía uno de los párrafos de la nota.
A las pocas semanas el joven Gómez se presentó
con semejante misiva en la Jefatura de la Policía de Mendoza. “Yo no tenía
hecho el servicio militar y era difícil entrar, pero inmediatamente me atendió
Roberto Costa Villalba y ordenó que me mandaran a la Escuela de Policía y me
dieran instrucción. Después pasé a ser motorista personal de él”.
Gómez estuvo
en la Policía hasta el 55, cuando se produjo el golpe militar. Pero entre medio
pasó algo trascendental en la vida del artesano. Cuando tenía 19 años conoció a
una jovencita de 15: Elsa Petrona Merlo.
“No me la quise perder y nos casamos”, cuenta.
En esta
parte el anciano no puede contener la emoción. Sin embargo recuerda. Estuvimos
casados 55 años, hasta que se me murió el 15 de junio, de hace 7 años. Ese día
estaba riéndose con los vecinos en la vereda. Entró y me dijo:´me siento medio mareada, viejito. Yo le
dije: ´Estarás por engriparte, viejita´.Entonces se sentó, hizo ´¡jhhhhh¡´
(inspira con la boca abierta) y se me murió. No alcanzó ni a hablar. Fue un
infarto”.
“Desde
que nos casamos y hasta el último momento yo le llevé todos los días el
desayuno a la cama. Ella fue mi destino. Yo no fui un dominado pero si ella condujo
mi destino y fui conducido por una mujer extraordinaria”.
Después
renunció a la Policía (“Si hubiera hecho lo que hizo la mayoría, que fueron
despedidos y luego Perón cuando volvió a ser presidente les reconoció la
antigüedad de todos los años no trabajados y los ascensos, me hubiera jubilado
como comisario”) Gómez se dedicó a la albañilería. Pero su habilidad manual
inmediatamente sobresalió y se transformó en un especialista en hacer trabajos
casi artísticos, con la cuchara y el fratacho.
Tan
bien le fue que terminó yéndose a vivir a Buenos Aires. “Estuve allí veinte
años, trabajando muchísimo y después viví cinco años, especialmente
construyendo casas quintas”. Se convirtió en un artesano de obra, haciendo
fuentes de agua, querubines y palomas. “Esto lo aprendí solo”, reconoce.
Ahora
le cuesta moverse y trabaja sentado. Tiene una hernia de disco que lo tiene a
mal traer. “Un día de estos me voy a San Luis a ver si me pueden arreglar un
poco”. Buscará un componedor de huesos y tratará de seguir adelante.
Dice
que el 20 de junio cuando cumpla los 80, no hará festejos. Pese a que estarán con el sus hijos, sus catorce nietos y sus dos bisnietos, dice que “ya nada tiene
sentido después de que murió mi viejita. Solo espero el momento en que pueda
acompañarla”.
En su
tallercito lo miran los ángeles, los Gardeles , los Perones y los Maradonas.
Trabaja con la puerta abierta y también lo miran los transeúntes. Es imposible
no mirarlo. De allí surge un aire cálido, intenso, a veces melancólico, siempre
tierno.