(Por Enrique Pfaab)
Abre los ojos. El cielorraso tiene manchas de humedad que, boca arriba, se ven
claramente.
Siente
el colchón mojado. Se ha vuelto a mear. ¡La gransiete carajo! Recuerda que en
algún momento de la noche lo sintió. Sintió que debía levantarse e ir a mear,
pero no logró despertarse totalmente o no quiso hacerlo. Desde hace más de
dos meses, quizás tres, le dan ganas de mear a cada rato. El médico del PAMI le
dio unas pastillitas y le dijo que tenía que hacerse unos estudios, pero se
olvida de tomarlas y detesta hacer colas eternas para conseguir turno para los
estudios.
El
cielorraso tiene manchas. Parece un mapa sepia. Hace un rato que lo mira tirado
en la cama, boca arriba. Son las 6 de la mañana y nada lo apura. Nadie lo
apura. Recién está aclarando y una luz tenue se cuela en el departamento por el
ventanal que da al noreste, al río.
Hace
ya un tiempo que le cuesta levantarse. Siempre le duelen los huesos y a la
mañana, más. ¿Cuántos huesos habrá en el cuerpo? ¿Cien, doscientos… más de
quinientos? A él le duelen todos. Para colmo en su metro 95 de estatura hay
huesos larguísimos, dolores larguísimos. Después de los 40 siempre le ha dolido
alguno, especialmente esos chiquitos de los pies y tiene pies enormes. Calza
48.
No
tiene muchas energías últimamente. También por eso le cuesta levantarse. Está
muy flaco: ochenta kilos para un metro 95 son muy pocos. Siempre fue flaco: su
peso nunca fue mucho más de 90, pero eran 90 kilos firmes, fibrosos y potentes.
Ahora son 80, blandos, fofos. Hace tiempo que viene comiendo poco. Ya casi no
tiene hambre. Apenas se sienta a la mesa una vez al día, casi siempre cuando
comienza a anochecer, a comer pan, algo de fiambre y algunas frutas secas, pero
no más que eso. Hace mucho que no cocina. ¿Para qué lo haría si está solo?
Y
porque está solo es que decidió pasar su cama al living-comedor del
departamento y cerrar el dormitorio, clausurarlo. Ahora tiene todo lo que
necesita en un solo ambiente y el baño está más cerca. Pero hay algo que no
pensó cuando hizo eso: el living comedor tiene una moquet verde, bastante
gastada. Primero sus meadas de las noches impregnaron el colchón. Ahora las
meadas ya han mojado la alfombra y el olor es inmundo. Ahí, tendido en la cama
y mientras mira las manchas del cielorraso, ya casi no lo percibe. En cambio lo
nota, fuerte y penetrante, cuando regresa de comprar pan o alimento para los
pájaros. Gasta más en alimentar a esos bichos que en comida para él.
Ahora,
cuando apenas está levantándose el sol, se comienzan a amontonar en el balcón
del departamento a pedir su desayuno. La mayoría son palomas, grises y sucias,
pero a veces aparecen también algunos gorriones.
Ahora,
meado y sin que nada lo apure, piensa en que debe levantarse para darles de
comer a los pájaros. Corre la manta y baja los pies, lentamente. A los 78 el
cuerpo es lento. Es absurdo: él es lento, mientras los días parecen licuarse y
desaparecen en un instante.
Los
pies siempre le quedaron lejos. Los altos deben acostumbrarse a vivir con
algunas dificultades que los demás no entienden: los pies siempre están muy
lejos y es inevitable moverlos con cierta lentitud y alguna torpeza, como una
marioneta.
Tira
a un costado los calzones mojados y se pone, sin calzoncillos, un pantalón
seco, mugriento, pero seco. Se para y camina titubeante. En el trayecto de la
cama mojada a la cocina puede repasar toda su vida.
Junto
a la biblioteca está el diploma. La
fecha dice 1905 y tiene el escudo imperial de Francisco José I, emperador de Austria y
rey de Hungría y Bohemia. El papel declara: “Mejor jardinero de Viena” a su
padre, Franz. No tiene muchos recuerdos
de él porque murió de tuberculosis cuando era todavía joven. Había llegado a
Buenos Aires promediando la Gran Guerra, después de vivir un tiempo en África y
Brasil, y lo recuerda arqueado entre las plantas. La imagen más clara que
conserva de su padre es la de su espalda.
De su madre,
Rosa, tiene muchos más recuerdos, aunque siempre se ha esforzado por no tener
ninguno. Ese reloj cucú colgado en la pared, junto a la mesa colapsada de vasos
sucios, restos de pan duro, papeles y cosas que no han cabido en los estantes,
era de su madre. Es su madre, omnipresente.
Sabe –porque lo recuerda– que ese
reloj llegó de Alemania al finalizar la Segunda Guerra y que fue por
agradecimiento. Ella les mandaba periódicamente ropa y algunos víveres a sus
familiares del Bajo Kirchberg, en el estado federado de Sajonia.
No tiene
memoria de su medio hermano mayor, ese que vino de Alemania con Rosa y que
regresó a Europa para alistarse en las tropas del Tercer Reich. Su madre nunca
le habló de él. Mucho después supo que había nacido en Holanda en el ‘18 y que
murió en el ‘43 en territorio ruso, cuando fue derribado el avión en el que lo
transportaban. Para él, la hermana mayor siempre fue Rosa –Rosa como su madre–
que, influida por la tradición familiar, tuvo un único trabajo, el de
dependiente en una florería.
De su madre,
los recuerdos más fuertes son el de los azotes y su eterno malhumor, su
reproche eterno por no ser el hijo que deseaba, por parecerse tanto a su padre.
Cuando pudo
–apenas cumplió los 18 y después de haber ahorrado unas monedas ejerciendo los
rudimentos del oficio que le había alcanzado a transmitir su padre– se fue de
su casa y empezó a andar sin rumbo fijo.
Cada mañana,
la cocina parece estar más lejos. Arrastra los pies a medio calzar con unas
sandalias franciscanas que le hace a medida un zapatero remendón. Hace tiempo
que se siente inseguro al caminar y busca apoyarse en algo, una pared, un
hombro… si hubiera. No quiere usar bastón.
En el
balcón, las palomas ya son más de treinta. Revolotean nerviosas, y el arrullo
colectivo y hambriento aturde.
Llega y
prende una hornalla - lograrlo le lleva tres fósforos–, carga la pava con agua,
vacía el mate en la pileta, porque el tacho de la basura está repleto desde
hace varios días. La yerba está dura y mohosa dentro del mate, apelmazada, y
escarba muchas veces con la bombilla para poder sacarla.
Arriba de la
mesada una bolsa de alimento para aves sobresale en el caos absoluto. En un
plato sucio carga cuatro puñados. Debe darles de comer a las palomas. Cada vez
hay más en el balcón y muchas ya golpean el ventanal cuando aletean, peleándose
para conseguir mejor lugar.
Los pájaros
siempre llamaron su atención. Fue una de las cosas que más le atrajeron
siempre. Cuando juntó un poco de ropa y
algunos trastos, y se fue de mochilero al sur –a los 18– ver pájaros nuevos era
una de las razones que lo movían. La otra, la más importante, fue su madre. En
ese momento, no imaginó que su viaje no terminaría jamás, que sería una
búsqueda sin hallazgo.
Había visto
los lagos en alguna foto. Además, decían que por allá había algunas comunidades
alemanas y él había aprendido a hablar alemán antes que castellano, que recién
cuando ingresó a la primaria había tenido que comenzar a hablarlo. Le había
costado mucho. Todavía ahora pensaba en alemán.
Agarró el
plato con el alimento de los pájaros y comenzó a arrastrar los pies camino al
balcón. Eran seis o siete metros, no más, pero esta mañana parecía una
distancia mayor. Todo quedaba cada vez más lejos, día tras día.
Las palomas
ya eran muchas, quizás cincuenta o más. Los arrullos parecían graznidos y el
aleteo masivo inundaba el departamento de un ruido que aturdía y anulaba
cualquier otro, pero estaba acostumbrado. Entreabría el ventanal corredizo,
tiraba un puñado y se quedaba mirándolas detrás del vidrio. Después hacía un
par de veces la misma operación y cerraba. Las palomas se iban apenas se había
terminado el alimento y regresaban recién al amanecer del día siguiente.
Llega al
ventanal, lo abre y cumple con el rito: un puñado, dos puñados, tres puñados y
recuerda la pava en el fuego. Jamás ha tomado mate con agua hervida. Detesta
que hierva, tener que tirarla y calentar agua otra vez. Quizás es porque vivió
casi toda su vida con cocina a leña o con fogón y la mateada se retrasaba
bastante con ese trámite.
Trata de
apurarse para apagar la hornalla. Las sandalias franciscanas a medio poner
comienzan a arrastrase con más rapidez en la moquet gastada. Nada se arrastra
bien sobre una alfombra y el pie izquierdo no puede seguir el ritmo.
Desde el
suelo, el departamento se ve más ordenado. Quizás es solo una impresión, porque
solo alcanza a ver un sector. La luz ha cambiado y ya no parece la del
amanecer. Más bien esa penumbra parece la de la caída del sol. Casi lo confirma
porque el brazo derecho, el que le ha quedado debajo del cuerpo, está
totalmente adormecido por el tiempo que lleva inmóvil.
Recordó el
adormecimiento provocado por el frío. La primera vez que lo sintió fue cuando
era parte de la cuadrilla que traía los rollizos de cipreses, lengas y algunos
raulíes en jangadas por el lago Lacar, su primer trabajo en el sur. Dos o tres
cuadrillas de hacheros talaban el monte al fondo del lago, al oeste, en plena
cordillera, cerca del límite con Chile. Con algunas yuntas de bueyes los
arrastraban hasta el lago, después los ataban entre sí con sogas y cadenas, le
improvisaban dos mástiles con dos cipreses jóvenes, tendían unas lonas entre
ellos y dejaban que el viento predominante del oeste empujara todo hacia la
costa de San Martín de los Andes, al este. Él y otros dos –baqueanos chilenos
como casi todos y que fueron sus dos primeros amigos sureños– viajaban sobre la
jangada vigilando las ataduras y el curso. Solo había dos riesgos: que el lago
se encrespara y desarmara todo o que el viento comenzara a soplar del noroeste
y arrojara troncos y hombres sobre la costa del Quila Quina. En mayo, cuando
comenzó a trabajar allí, el agua del Lacar –naturalmente fría– ya se sentía
helada y las manos se adormecían cuando revisaba las ataduras que quedaban
sumergidas.
El plato ha
quedado a tres metros de él, contra la puerta de entrada al departamento, y el
último puñado de alimento para las palomas se ha desparramado por todos lados.
Tiene la
cabeza girada hacia la derecha, apoyada en la alfombra. Casi se siente cómodo.
Piensa en tratar de moverse, en intentar pararse, pero esa posición en la que
ha quedado no le molesta. Más aún, no quiere modificarla.
Comienza a
sentir esa modorra agradable que llega antes del sueño, ese sueño que la
mayoría de las noches le cuesta conciliar, y prefiere quedarse así, quieto.
Quizás más tarde se levante, cuando llegue alguno de sus hijos.
A Mercedes,
su mujer, la había conocido una de las pocas veces que había regresado a la
casa familiar. Ella trabajaba con su hermana Rosa en la florería. Era una
muchacha alegre, de pelo castaño ensortijado. Se atrajeron apenas se vieron. El
noviazgo fue breve y aunque le costó convencerla para que se fuera con él al
sur, la convenció.
Se casaron
sin fiesta. Para ese entonces él ya vivía a orillas de otro lago, más al sur
aún, y trabajaba de jardinero como su padre. Había establecido buena relación
con una familia adinerada de Buenos Aires que iba los inviernos a esquiar. Le
habían dado la casa del cuidador y ese era un buen lugar para iniciar un hogar.
Ese podría haber sido un buen destino, un buen hallazgo para su búsqueda, pero
no fue así. Su mal carácter, ese que quizás haya heredado de su madre o tal vez
haya sido sembrado por ella, no lo permitió. Desde el casamiento y durante los
siguientes cinco años, cambió varias veces de trabajo, de actividad y de
vivienda. Tuvieron dos hijos: el primero llegó pronto, a los once meses de
convivencia; el segundo, a los cuatro años. Fueron dos varones.
Lo despierta
el aletear de las palomas en el balcón. Está clareando. Piensa que debe darles
de comer, pero siente una somnolencia agradable y sería bueno quedarse así,
quieto. Quizás podría dormir un poco más.
Con Mercedes
habían tenido una relación compleja. Los vaivenes económicos habían afectado el
matrimonio. Si bien la jardinería era el oficio que le daba ingresos seguros,
renegaba de él y deseaba otra cosa: poner una hostería, un bar, algo con lo que
se pudiera aprovechar el turismo. Hicieron varios intentos y todos terminaron
en fracaso y en deudas. Para colmo, ella tenía una salud débil y se enfermaba
con frecuencia. El segundo embarazo se llevó sus últimas defensas y cuando el
bebé cumplió ocho meses, murió. De un momento para otro murió, sin que nadie
pudiera decir exactamente qué había ocurrido. Murió en un hospital y él se
despidió de ella allí mismo e hizo los trámites para que enviaran el cuerpo a
su familia. Se quedó con los niños, ayudado por la mujer de una familia chilena.
Después, con el financiamiento de un patrón, consiguió comprar un terreno y hacerse
una cabañita, más parecida a un ranchito. Sus sueños de empresario cayeron en
el olvido y aceptó la jardinería como sustento. Armó un precario vivero en el
terreno y les vendía esas plantas a los mismos que lo contrataban como
jardinero. Recordaba con cariño una madreselva que no había podido vender, que
se trepó a uno de los cipreses y cuando florecía inundaba todo con un perfume
dulce e intenso.
Sus hijos,
al cumplir los 18, se fueron de la casa. Como él, cuando se fue de casa de su
madre. Con ninguno tuvo buena relación. Ahora viven lejos.
Despierta.
El departamento está en penumbras. La poca luz es la que llega desde la calle.
Le cuesta entender dónde está. No siente el cuerpo. Tampoco le duelen los
huesos y piensa que eso es bueno.
Ese departamento
le gusta. Unos cinco años atrás vendió su cabañita y regresó 1.800 kilómetros,
cerca del barrio donde se había criado. Compró el departamento con la plata de
esa venta. Siente la boca seca. Piensa en que podría tomar unos mates y le
parece percibir un aroma dulce e intenso, como el de madreselvas.
Al tercer
amanecer una paloma se arriesga a entrar caminando por el ventanal
entreabierto. Es la más mansa, la que picoteaba el alimento de la mano del
hombre. El ave rodea el cuerpo, inmóvil y frío, y comienza a comer los granos
desparramados.
FIN