jueves, 14 de enero de 2016

La terraza


El lugar donde vivo no tiene muchas virtudes. En realidad, no tiene mucho de nada. Lo que si tiene, es una terraza.
No es una terraza preparada para serlo. Más bien es un techo plano, donde no hay casi nada. Apenas el tanque de agua y un tendedero en donde solo se puede colgar la ropa que uno pretende regalarle a los perros del vecino. Por allí arriba, siempre hay viento. Fuerte, más o menos fuerte o, como mínimo, una brisa intensa que arranca las sábanas, las camisas y hasta los calzones. Apenas las medias resisten. Desde que vivo acá, tengo muchas medias y poca ropa.
Es un departamento solitario en un primer piso, arriba de un local vacío. Por eso, la terraza está bien alto, más por arriba que casi todo el resto de la ciudad. Apenas la superan algunos edificios lejanos, el campanario sin campanas de la Municipalidad y el mástil de la plaza.
Pero ahí donde se la ve, tan modestita y sin barandas ni nada, la terraza es lo mejor que tiene este lugar. Es el mejor lugar que he conocido en los últimos años. Pero no siempre. Es el mejor lugar cuando cae el sol, cuando ya es de noche. Antes, el sol revienta la piel.
Pero cuando oscurece, todo cambia. Siempre está fresco. Siempre hay una brisa, por lo general del sudeste, que cruza la terraza y renueva.
Pero eso no es lo mejor de la terraza. Allí arriba, los ruidos de la ciudad ya casi no se escuchan y las luces artificiales ya no molestan. Entonces, el cielo es más oscuro y las estrellas mucho más brillantes.
La primera vez que subí ahí de noche, me impactó. Más aún: me llevó al pasado, a otros cielos similares.
Y, a pesar de que los creía ya olvidados, se acomodaron instantáneamente en el cielo de mi terraza.
Sin pensarlo, supe hacia dónde mirar para buscar la Cruz del Sur, las Tres Marías y hacía dónde para ver todavía a Venus, que quería acostarse en la cordillera.
Y recordé tres cielos.
Uno, el de mis años niños, en mi tierra. Allá, en medio del monte, en donde estaba la casa de mi viejo. No hay otro cielo más estrellado que ese. Ninguno, en ninguna parte.
El otro cielo es el que vi cuando tenía (creo) unos 19 años. Yo corría en medio de la noche, por la ruta, entre Carmen de Patagones y Viedma. No había nada ni nadie. Solo yo corriendo, dejado de un tremendo cielo estrellado. No recuerdo haberme sentido así nunca más. Perdí la noción del tiempo, del lugar, del cansancio, del destino. Algún día contaré que así allí, esa noche, corriendo. Esa es otra historia.
El tercer cielo fue el de una noche en Neuquén. En un banco de una plazoleta que quedaba junto a la terminal de ómnibus vieja, de la ciudad capital. La última vez que pasé por Neuquén me causó una gran desolación ver que ya el banco no estaba, ni la plazoleta, ni la terminal. La de aquel cielo estrellado fue la misma sensación de inmensidad, aunque quizás esa noche la inmensidad tenía otros condimentos. Creo que yo tenía unos 32 años.
En mi terraza, en este modesto espacio sin firuletes, encontré mis otros tres cielos la primera vez que subí.
Desde ese momento, subo todas las noches. A veces me quedó un rato larguísimo y otras solo un instante.
No hay nada especial allí. Apenas un cielo estrellado, con la Cruz del Sur y las Tres Marías y mis otros tres cielos.
Es una zoncera. No me hagan caso. Quizás solo supo a la terraza a esperar que pase un pelado por la vereda y gritarle alguna cosa, sin que me vea.

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