viernes, 4 de diciembre de 2015

Marta


No sé qué edad tenía. Seguramente debe estar todavía allí, porque tenía el espíritu y el andar de esas mujeres eternas, que no envejecen.
Era muy gorda. Tenía el cabello negro y larguísimo, que le llegaba mucho más allá de donde debía estar la cintura. Y se reía. Siempre y a las carcajadas.
Era de una tribu de Mar del Plata y, unos cantos años antes, había conocido a un taxista porteño y solterón, flaco, canoso y que también reía mucho y fuerte.
Se habían enamorado y, después de intentar llevarse a Marta por las buenas, terminó llevándosela por las malas. Se escaparon. “Me raptó”, decía Marta, y soltaba la risotada. Pero atrás de esa risa había una tristeza enorme. Por haber vulnerado las reglas, por no casarse con un gitano y con acuerdo de su padre, había sido expulsada y, por lo tanto, no podía visitar ni a su madre ni a sus diez hermanos.
No habían podido tener hijos. Llegaron a mi pueblo con algo de dinero y se compraron un terrenito en las afueras, donde se hicieron una casa cómoda y con una línea arquitectónica foránea, que no encajaba en el paisaje.
La conocí cuando Marta fue contratada por unas semanas, para hacer de empelada doméstica en la casa de un magnate que vacacionaba por allí. Yo hacía de peón y, en los ratos libres, le ayudaba a Marta en la cocina y en la limpieza del caserón inmenso. Hablábamos mucho y nos reíamos más.
Era el 86. En ese invierno, en una nevada estúpida y cuando ya había caído la noche, tuve un accidente en la ruta. El Rastrojero derrapó y caí a una barranca de 50 metros. Dio una, tres, cinco vueltas. La noble chata no sirvió más y yo sobreviví de pura casualidad. Salí solo de entre los fierros. Sangrando (todavía tengo las cicatrices en la espalda y en las piernas) subí hasta la ruta y caminé los tres kilómetros hasta la casa de Marta, que me recibió en batón y a los gritos, espantada.
Quince días estuve ahí, mientras Marta me curaba. Juntos vimos a Argentina salir campeón en el Mundial de México.
Después me fui, otra vez, a vivir a alguna otra parte.
A Marta la vi un par de veces más. Siempre gorda, siempre con el cabello larguísimo, siempre riendo.
La recordé hoy, no sé por qué. Quizás ella esté recordando a ese muchacho desorientado y herido que cobijó en su casa.
O, tal vez, haya pensado en ella porque posiblemente detrás de cada risa siempre hay alguna tristeza. Y viceversa.

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