jueves, 6 de junio de 2013

El Royal de España


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
La paciencia ha desaparecido. La urgencia la asesinó. Ya nadie espera ni sabe hacerlo y cualquiera que debe aguardar se siente en medio de un cataclismo, viviendo el apocalipsis.
En un clic el tipo manda una misiva y en otro clic recibe la respuesta. Ni siquiera alcanza a sentir la ansiedad, la expectativa, la incógnita de cuándo y cuál será la contestación. Las cartas han desaparecido. Internet las asesinó cruelmente, sin piedad ni contemplaciones.
Hace no tanto tiempo existió un mundo más amable, donde la espera generaba la incertidumbre, esta, la reflexión y se abría todo un abanico de posibilidades. Las cartas viajaban lentamente y durante ese viaje el tipo tenía tiempo para preguntarse: “¿Se habrá casado?, ¿habrá muerto?, ¿habrá tenido hijos?, ¿me recordará todavía?…”. Ahora el correo enviado y su respuesta llegan en un instante.
Para colmo, los mail no se encabezan con esa introducción casi impersonal que hacía saltear renglones para encontrar el nudo de la misiva, en donde el remitente revelaba su intensión.
Todas las cartas comenzaban más o menos igual. “Mendoza, junio 3 de 19… Querida Amalia: Espero que la presente te encuentre bien…” y el texto avanzaba en los primeros renglones sin grandes sobresaltos emocionales. Pero luego, al tercer párrafo, el tipo lanzaba “… el otro día me senté en el banco de la plaza donde nos juramos amor eterno…” y el papel se estremecía.
Luego de dedicar tres horas para escribirla, el hombre dejaba la carta en el cajón de la mesa de luz un par de días, hasta que se armaba de coraje, escribía la dirección en el sobre con pulso tembloroso, lo cerraba ceremoniosamente pasándole la lengua por el borde engomado, a la mañana siguiente compraba la estampilla y después la metía en el buzón rojo, no sin antes sufrir una última crisis de duda y temor.
Luego se iniciaba la espera. Un extenso e interminable período de un mes y medio en donde el remitente iba y volvía de la angustia a la euforia, de la desesperación a la expectativa. Finalmente, después de esas seis semanas, una mañana aparecía el cartero a entregarle un sobre. Un sello decía “Destinatario desconocido” y el tipo se daba cuenta de que el pasado era eso y nada más: pasado.
Hoy ya nada de eso existe. Ni las cartas, ni los amores perdidos, ni la esperanza de recuperar el tiempo.
El ingeniero Jesús Rubén Azor Montoya tuvo hace unos días la generosidad de rescatar la virtud que tenían aquellos envíos postales.
“Transcurrían los ‘50 en Junín. La villa cabecera por aquel entonces no era más que una pequeña aldea, tenía sólo algunas calles asfaltadas y los viñedos todavía eran visibles a escasos metros de la plaza departamental.
Su población se componía mayoritariamente de inmigrantes provenientes de Europa y algunos de Asia. La colonia española era quizás la más numerosa, engrosada por dos fenómenos que aquejaron a la Madre Patria: la Primera Guerra Mundial, que comenzó en 1914, y la Guerra Civil, desde 1936”, recordó.
El desarraigo siempre genera y alimenta la nostalgia. Esto ocurría con los inmigrantes españoles que vivían en la Argentina. Los que se habían radicado en Junín también añoraban su tierra y sus costumbres y, como cuenta Azor, “en especial uno de los signos más trascendentes de esa comunidad: las comidas”.
Una de estas familias había llegado de España a principios del siglo XX. “Había desarrollado su vida en torno a la producción agraria, más precisamente el cultivo de hortalizas, y después incursionaron en la plantación de viñedos, que ya se había constituido en la actividad predominante”, recuerda el ingeniero. El trabajo intenso y empecinado y su costumbre de cuidar lo que tenían les permitió comprar una casa en el centro de la villa.
“La correspondencia con la tierra añorada era constante y el correo era el vehículo que les permitía mantener el vínculo necesario para aliviar la diáspora que había producido el flagelo de la guerra. Una carta recorría un itinerario tan grande, llevada por distintos transportes hasta llegar a su destino, que había que armarse de paciencia para soportar la ansiedad de la respuesta esperada o para enterarse de los pormenores familiares”, asegura Azor.
Cierta mañana de otoño, el cartero, vestido con su clásico uniforme gris, su gorra visera y montado en bicicleta, hizo sonar la corneta en la puerta de esa casa, anunciando que traía novedades de la lejana tierra, allende los mares.
La alegría no era sólo de los viejos inmigrantes, sino también de sus hijos ya nacidos en el país, ya que estos habían mamado ese cariño por el terruño de sus padres y sus abuelos y también por los familiares que habían quedado allí y que sólo conocían a través de las cartas.
“El tesoro que portaba el cartero era esa vez, a ojos vista, un objeto cilíndrico rodeado de una lámina de papel madera, lacrado, con su correspondiente estampilla y la innegable dirección escrita a mano que indicaba que aquella era la casa en la que se debía entregar”, rememora Azor.
“Con ansiedad, las manos de la abuela, a quien iba dirigida la encomienda, abrieron cuidadosamente el papel y quedó a la vista un tarro de Royal, el polvo leudante de fama internacional, que era un componente esencial en la repostería del mundo”, agrega.
No había ninguna nota en el paquete. Sólo la lata roja con letras blancas. La familia lamentó por unos instantes que no hubiera noticias de la familia lejana, pero de inmediato decidieron hacer honor al envío y las mujeres se pusieron a cocinar una torta, mientras que el resto esperaba ansiosamente probar semejante delicia.
“Extrañamente el efecto no fue el esperado. La torta no se levantó por efecto del leudante. Quedó chata y poco esponjosa. No obstante, era tal el sentimiento y la añoranza por la tierra que comieron el manjar con alborozo, ufanándose del origen del Royal”.
Apenas una semana después, el cartero volvió a llamar a la puerta. Esta vez traía un sobre y, dentro de él, una simple notita con un solo anuncio.
Alguien en España había olvidado colocarla junto con la lata roja. Decía: “Les enviamos las cenizas de la bisabuela Dolores en este tarro de Royal”.

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