lunes, 10 de junio de 2013

Adiós a la infancia


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Apenas sobrevivían unos pocos pelos en la cabeza de Fito. Eran un manojito insignificante que levemente se enrulaba. Quizás tenía unos 60 años o un poco más. Era de esos tipos altos y robustos, que parecen gordos pero no lo son. Para el pibito de 5 años era una figura invencible, patriarcal, venerable. Sin que él lo supiera, Fito le reclamaba al resto de los integrantes de la familia que el niño no lo llamaba abuelo. Le decía Fito, como todos, y al hombre eso le pesaba.
Era ferroviario desde siempre y socialista desde antes. Uno de los primeros asociados a la Cooperativa El Hogar Obrero. Su carácter fuerte estaba matizado con un espíritu solidario y eso le había hecho ganar el respeto de sus compañeros de trabajo.
Ya de grande había conocido a Mary, una mujer que había sido abandonada por su marido y que como único recuerdo le había dejado tres hijas mujeres. Cuando Fito, que en realidad se llamaba Adolfo Bequi, llegó a la vida de estas cuatro mujeres, las hijas de Mary ya eran grandes y estaban casi saliendo de la adolescencia. Al hombre no le importó eso y se transformó en el jefe del hogar, con todo lo que eso significaba. Mantenía a todos los que vivían en un amplio departamento ubicado en el segundo piso del antiguo edificio de Suipacha 923 de la Capital Federal. Pero Fito imponía autoridad y exigía que se respetaran sus designios. Quizás por eso toda la familia reafirmó una forma de ver la vida cuya semilla ya había germinado antes. Todos eran socialistas y socios e hinchas de Independiente.
Ángela, la mayor de las hermanas, se casó poco después y la del medio,  Nélida, un tiempo más tarde, con un  militar norteamericano y se fue a vivir al nuevo imperio. La menor, Mercedes, fue la última en partir hacia el Sur y formar su propia familia. Ángela tuvo dos hijos, Oscar y Eduardo, y luego su matrimonio fracasó y regresó al nido. Fito aceptó ese regreso con  los mismos condicionamientos de siempre. Su palabra era santa y no se podía cuestionar. Entretanto, Mercedes tuvo dos hijos y un día nefasto murió imprevista e inexplicablemente.
Fito viajó al Sur y se trajo a los hijos de Mercedes, hasta que el viudo se acomodara a la nueva situación. El mayor de los niños tenía 5 años y el menor, 8 meses. El ferroviario convocó a un consejo familiar y ordenó un par de acciones urgentes. La primera  era tratar de distraer al pequeño de 5 años y, como medida inmediata, había que hacerlo hincha del Rojo y llevarlo a la cancha.
Eduardo, el menor de los hijos de Ángela, fue designado para cumplir la misión: convencer al niño de que Independiente debía ser su pasión de ahí en adelante. Pese a que Eduardo ya estaba en la  adolescencia, tomó ese desafío como propio. Mientras aceptaba volver a la infancia y jugar con el pequeño, llevaba adelante una metódica campaña para trasformar a su primito en un nuevo fanático. Tenía a su favor que el equipo de Independiente pasaba por un momento de gloria.
Promediaba 1969. El equipo del Rojo estaba integrado por Santoro, Comisso, Monges, Semenewicz y el Chivo Pavoni. El Pato Pastoriza, Raimondo y Adorno. Bernao, Yazalde y Tarabini.
El niño no opuso resistencia. La fuerte imagen de Fito y el cariño por Eduardo hacían desaparecer cualquier objeción. Pero faltaba el golpe de gracia. Había que llevarlo a la cancha. Entonces, un domingo en que Independiente jugaba de local fueron a Avellaneda. Adentro del estadio se separaron. Fito fue a la platea de vitalicios para ver el partido con sus amigos de la cancha. “¿Por qué no podemos ir con él?”, le preguntó el purrete a su primo, quienes se habían quedado en la platea común. “A Fito no le gusta que lo molesten cuando juega Independiente”, contestó Eduardo.
Fito era así: duro, casi dictatorial.
En la siesta se debía hablar en un susurro para no despertarlo. Cuando se levantaba había que tenerle preparadas las tostadas bien crocantes y el café. El único que ahora podía romper esa rutina era el pibito. Fito le había concedido un beneficio: antes de levantarse de la cama y mientras fingía que todavía dormía, permitía que el niño fuera hasta su cama, que se subiera a ella y que le tirara suavemente de los poquísimos pelos que le quedaban. Entonces, Fito fingía que despertaba sobresaltado y el niño estallaba en carcajadas.
Pero esa ternura desaparecía totalmente en la cancha. Fito no podía ser molestado mientras miraba jugar al Rojo.
Pasó el tiempo. Siete años pasaron. El niño creció. En el ’77 ya era un fanático más de Independiente, ya no vivía en Buenos Aires y seguía los partidos por radio. Era el Independiente de Bochini, de Trossero.
Para esa época, el chico viajó a la capital para visitar a su familia. Fito ya había muerto. El pibe le pidió a su primo Eduardo que lo llevara a la cancha. En esa fecha, Independiente jugaba de visitante contra el  glorioso Huracán de Brindisi, Housemann y Babington.
Esa tarde, el sol pegaba de lleno sobre la tribuna de los hinchas de la visita. El chico terminó insolado y con una derrota de su equipo por 2 a 1.
Fue la última vez que fue a la cancha. No regresó más. Quizás haya influido esa derrota, pero más influyó la ausencia de Fito en la platea. Pese a todo, su pasión por el Rojo no mermó.
Aún hoy dura. Aún hoy, cuando su equipo está en el cadalso del descenso.
Aún hoy, cuando ese pibito escribe estas líneas y entiende que los grandes como el Rojo y como Fito no se van a ninguna parte. Sólo descasan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario