domingo, 30 de junio de 2013

El matadero



Texto: Enrique Pfaab

Foto: Horacio Rodríguez

La maza le golpea la cabeza. Cae. Las mismas manos ahora agarran una picana y una descarga eléctrica subraya su muerte. Ya hay otro par de manos esperado para colgarla cabeza abajo, darle un limpio tajo en el cogote y que mane por ahí una catarata de sangre caliente. Y hay 43 pares de manos más, hambrientas, listas para despedazarla sin emoción alguna, sincronizadamente.  
Son las cinco de una madrugada muy fría. Cuando amanezca comenzará a helar. Adentro todo está lleno de un vapor fantasmal. La maza cae, una y otra vez. Trescientas veces, para romper trescientos cráneos. Matará una y otra vez, sin error ni piedad.  En unas horas, reunidos en un quincho, en un restaurante o en la mesa de un comedor, miles celebrarán esta masacre en cadena. Así fue, es y seguirá siendo, por más que se hagan esfuerzos por ignorarlo.
El matadero La Corina está dentro del grupo de los cuatro o cinco más importantes de Mendoza. Lo creó Manuel Baigorria, que todavía hoy y con sus 84 años, aparece en plena faena para limpiar con el chorro de una manguera algo de la sangre que escurre por las canaletas.
La ceremonia se repite todos los lunes, miércoles y viernes de 4 a 9 de la mañana.
Entre trescientas y cuatrocientas reses que llegaron de la Pampa Húmeda y algunas de la misma Mendoza se amontonan en los corrales. Fueron elegidas por los mismos abastecedores que, ya faenadas en La Corina, las distribuirán a los frigoríficos y las carnicerías. Los que tienen buen ojo y que se jactan de vender buena carne habrán elegido animales jóvenes. Novillos sanos y robustos que fueron capados por los dueños de los campos para que ganaran peso rápidamente. “Si vos invitás a un asado y decís que le comprante la carne a Melgarejo, estás certificando que será un buen asado”, cuenta como ejemplo un juninense.
Otros, los menos, resignarán calidad y traerán animales más grandes a precios más bajos. Vacas que ya no son útiles para producir leche o tener cría. “¿Alguna estaba preñada?”, le pregunta un abastecedor a su socio, que estaba controlando la faena. “No”, contesta el interrogado. El hombre tenía la esperanza de que hubiera un ternero nonato. Una delicia para la mesa por más que suene cruel, casi salvaje.  
Las vacas son las más duras en morir. La que pasa ahora sobrevive al primer mazazo, al segundo y hasta al tercero. Recién el cuarto la mata.
En el viaje hacia el matadero alguna res quizás se haya lastimado y hasta haya muero en el corral. Entonces el personal de la Municipalidad y de los organismos sanitarios la controlarán y determinarán si la muerte se produjo por enfermedad o por golpes y si la carne y las vísceras son aptas para el consumo. “Revisamos si hay algo anormal, si se puede aprovechar la totalidad del animal, parte de él o si hay que quemarlo”, cuenta Antonio Palacios, de la Municipalidad de San Martín. El hombre viste y se ve igual que el resto de la gente que está en el matadero: ropa y botas blancas manchadas de rojo, que serán lavadas sistemáticamente cada vez que termine la jornada.
Los animales de cada abastecedor van entrando por turno. Van hacia un embudo que las obliga a encolumnarse, una tras otra. No saben hacia dónde van, solo siguen mansamente a la que va adelante. Igual que el Hombre. En su paso un obrero las va bañando con una manguera. “Es para sacarle el stress que les produce el viaje”, explica Santiago Lana, encargado de La Corina.
La siguiente secuencia ya ocurre dentro del edificio. También por turno las reses van llegando a su última estación. Allí, subido en una plataforma que le permite estar por arriba del animal, un hombre joven las espera. La res queda atrapada entre dos compuertas. El hombre levanta la maza y la deja caer con fuerza sobre la cabeza del animal, que recibe el golpe y se desploma instantáneamente. Ya tendida en el suelo el mismo hombre la toca con la picana, que produce una descarga eléctrica fulminante, definitiva. La res hace un último movimiento espasmódico. Entonces el obrero abre la compuerta y deja que el cuerpo inerte resbale hacia el comienzo del descuartizamiento.
El mazazo, el golpe de electricidad, la caída del animal, sus ojos abiertos, su cuerpo caliente y vaporoso, son la primera parte del rito. Podría decirse que siendo producto de una cultura carnívora, uno debería ser inmune a las emociones. Podría razonarse que sin carneo no hay delicias ni placer. Pero no. En ese instante solo se siente la presencia de la muerte, llegando una y otra vez en cada golpe, desalojando a la vida en un segundo por más que esa vida sea la de un animal nacido para el engorde. Santiago Lana reconoce que es así y que la acumulación de matanzas termina afectando en cierta manera el espíritu del matador. “Por suerte acá trabaja gente tranquila. En otros mataderos el ambiente es mucho más bravo”, dice.
A partir de allí el cuerpo del animal, todavía caliente, comenzará a transitar por una cadena de faenadores.
El primero le sujetará una cadena en una de sus patas traseras y elevará la res con un aparejo hasta colocarla al comienzo de un riel superior que la guiará por todo el trayecto. Ese primer obrero, con uno de los dos enormes cuchillos que todos llevan en la cintura, le hará un corte casi en el mismo lugar de la cabeza donde recibió el golpe. Ese corte será suficiente para que desde allí se empiece a cuerear la res. Además, ya colgada cabeza abajo, le hará un tajo en el cuello y por allí saldrán diez litros de sangre en un solo borbotón.
Luego, mientras la res va avanzando por el riel, se le cortarán las manos y las patas a la altura de la primera coyuntura. Después se le irá quitando el cuero como si fuera una media, desde la cabeza hacia el rabo. Los operarios apenas ayudan ese proceso con la punta de sus cuchillos. Luego vendrá la decapitación y la extracción de las vísceras. Más adelante una sierra la abrirá al medio, por la barriga,  y otra terminará de partirla en dos.  Todo esto estará acompañado por constantes chorros de agua caliente que la irán limpiando. Ya en el final, el riel se bifurcará en otros ramales. Todos concluirán en la cámara frigorífica donde la temperatura está varios grados bajo cero. Es difícil caminar por allí. Una capa de hielo cubre el piso. Las medias reses permanecerán en ese lugar un mínimo de 24 horas, para que la carne (ya no es otra cosa) se conserve perfecta hasta que llegue a las grandes heladeras de las carnicerías. Tanto frío hay en la cámara que al salir al exterior la madrugada bajo cero parece un amanecer primaveral.
En el costado norte del inmenso edificio hay una gran galería, con distintas puertas que dan hacia las “estaciones” del riel del descaurtizamiento. Por cada una de ellas sale algo de la res. En la primera, las pesuñas. En la otra, el cuero. Luego la cabeza. Allá las vísceras. La grasa. “Se aprovecha todo, absolutamente todo”, dice el encargado Lana. Frente a la salida de cada puerta hay un camión o una camioneta, esperando la carga. Una espera los huesos, que se convertirán en harina para agregarle nutrientes a los alimentos balanceados de perros y gatos. Otro transporte es cargado con las achuras. La mayor parte de la grasa será jabón. Aquel cargará los cueros, que serán salados rápidamente para evitar su descomposición y luego enviados a alguna curtiembre, fuera de la provincia. De ese mismo cuero también saldrán tres capas distintas y que tendrán distintos fines. “Desde guantes de trabajo hasta tapizados de autos de alta gama, que es la gran demanda que hay en este momento en el exterior”, explica el responsable del lugar.
En el extremo oeste del edificio los camiones con cajas térmicas van cargando las medias reses de la faena anterior y parten a hacer el reparto. Cada uno de los abastecedores ha controlado cada paso, desde la llegada del ganado hasta su sacrificio, durante todo el trayecto desde que ingresa vivo hasta su salida del matadero. “Nosotros solo prestamos el servicio de faenado”, cuenta Lana.
Cada animal ingresa con su marca, cada media res sale sellada, controlada y lista para despostada, vendida al menudeo y convertida en un jugoso bife.
Hasta hace unas dos décadas atrás era común que cada pueblo tuviera su propio matadero, más o menos organizado. Allí se carneaba, se despostaba y se repartirá. Luego mejoraron los sistemas de refrigeración y los camiones pudieron transportar a mayores distancias. Ahora hay muchos mataderos abandonados y muy pocos en la provincia que trabajen en forma sostenida.
Allá en el Siglo XIX el escritor unitario Esteban Echeverría escribía lo que algunos consideran el primer cuento argentino: “El matadero”. Más allá de dejar establecida su posición política y su parecer sobre el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Echeverría pinta la faena magistralmente.
“La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnados de sangre”.
Hoy no es igual, aunque lo sea. Han mejorado rotundamente las medidas de higiene y sanitarias y también se ha reducido al mínimo posible la agonía del animal. El resto es lo mismo. Los cuarenta y cinco obreros blanden sus cuchillos con una habilidad de temer. La ropa, que a las 4 era blanca, ahora está toda manchada de sangre. Están empapados de sudor y humedad. No descansan un instante. Las reses no dejan de buscar la muerte en esas cinco horas y ellos no pueden detenerse. Son parte de la cadena. Cada uno es un eslabón que tajea y separa. Por eso en el matadero no hay lugar para el descanso ni el refrigerio. Los operarios llegan con su ropa de trabajo puesta, inmaculada, y se van con ella puesta, sangrante. Apenas se lavan un poco las manos y la cara y solo se detienen, apenas cruzado el portón de ingreso, donde un vendedor ambulante de café y tortitas los espera para darles el desayuno.
El carneo en el campo tampoco difiere mucho de este. Una imagen infantil regresa sorpresiva e inevitablemente a la mente del cronista.
Faena familiar. Una vaca ya inútil será el motivo de la reunión, que ha convocado a todos los parientes, indispensables como mano de obra y también para repartir el desposte, ya que no hay heladeras ni nada parecido.
La vaca cae maneada de patas y manos. También el extremo de una soga ya la tiene atada de atrás, mientras que el otro extremo fue pasado por una roldana, que está sujeta a la gruesa rama de un añoso árbol.
Cuando todos ya están listos el dueño de casa saca su facón de la cintura y le hace un tajo en el cogote. La sangre brota y una mujer la junta en un fuentón. El animal va muriendo lentamente. Primero se mueve furiosamente, pero junto con la sangre va perdiendo fuerzas. Cuando ya no hay resistencia los hombres toman un extremo de la soja y comienzan a cinchar, hasta elevar al animal y dejarlo cabeza abajo, colgado de la rama. Luego el proceso es idéntico al del matadero, solo que aquí todos hacen todo sin que la res se mueva de su sitio.
Las mujeres van y vienen, cargando achuras, lavándolas y metiéndolas en baldes, en ollas y en palanganas. Se cuerea, se corta, se desguaza. Se mete todo en bolsas para evitar las moscas, que junto con los perros se han percatado del festín. Cuando la soga quede como único testigo de la matanza ya habrá comenzado a caer la tarde. Mientras los hombres se disputan los sesos del animal, las mujeres cocinan el pan casero y alistan la ubre y alguna entraña.
Los vacunos mueren con los ojos abiertos y así les quedan por siempre. Se les llenan de tierra en el campo y en el matadero de sangre.
Todos los faenadores se parecen, como ocurre en todo oficio o profesión. Sufridos, duros, fuertes, reservados cuando se les consulta sobre su trabajo. “Sería lindo salir en una nota… No. Mejor no”, se arrepiente uno, que había encarado como para contar mil historias. Quizás teman ser catalogados de sanguinarios, de despiadados. “Mejor no saque fotos de esto. A algunos puede resultarles desagradable”, sugiere el encargado, cuando el reportero gráfico apunta su lente hacia el operario que está degollando a la res de turno. Y el reportero acepta la sugerencia, casi agradecido.
Pese a esto el oficio es pasado de padres a hijos y es muy frecuente que quien trabaja actualmente en un matadero haya sido antecedido por alguien de su familia. “Acá hace poco que estoy, pero yo empecé a ir a un matadero de chico, cuando tenía ocho años”, cuenta uno de los obreros. “Primero fui para buscar achuras para llevarle a mi madre y después empecé a hacer changuitas, y ya me quedé”, agrega, entre el ruido de las sierras, que abren las reses como una sandía.
Es cierto. Es una actividad cruel, pero solo el mínimo instante en donde el animal se transforma en alimento. En donde la vida es derrotada por la muerte, como ocurre desde siempre y para siempre. Es cruel, pero deja de serlo si se recuerda la parrilla, las brasas y el cuerito dorado de un costillar.
Está amaneciendo. Ya no quedan camiones con cajas térmicas que cargar. Apenas se continúa llenado las camionetas que se llevarán las achuras y los huesos. La que transporta los cueros ya sale con su último viaje.
Está helando. Los obreros se aprestan a limpiar las instalaciones. Mucha agua, detergente y desinfectante. Todo debe quedar limpio, impecable. La actividad no admite descuidos ni dejadez.
Es la última actividad del día. Algunos ya se están yendo a descansar, cuando el resto del mundo ni siquiera ha comenzado la jornada.
Mañana algunos camiones vendrán a cargar. Pasado mañana otras 300 reses harán fila y caminarán hacia la maza que les molerá el cráneo. Morirán casi sin darse cuenta. Como todos. 

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