Texto: Enrique Pfaab
Fotos: Horacio Rodríguez
RIVADAVIA
- Rosa María y Dora Ramona Trefontane son mellizas. Cumplirán 71 años el 31 de
agosto. Se bajan del auto despacio y se emocionan. No pueden contener las
lágrimas. Acaban de pisar el suelo en donde nacieron, crecieron y trabajaron
toda su vida y al que no habían regresado después de jubilarse hace 11 años. “Una
señora que había sido compañera nuestra nos dijo que no volviéramos. Que nos
íbamos a deprimir”, dice una de ellas mientras se acerca.
Arturo
Cano tiene 78 años y toma del brazo a Dora. La ayuda a caminar. Él comenzó a
trabajar en este lugar 4 de mayo de 1959, cuando todavía estaba en la
secundaria y también se quedó aquí hasta su jubilación. “Vine como auxiliar de
contabilidad. Yo estudiaba en la Escuela de Comercio y me trajo el contador de Tittarelli,
que era profesor mío”, recuerda.
Con
ellos viene Humberto Antonio Panella. Tiene 65 años y dice que por ser el
primogénito su padre le puso los nombres de todos los Panella. “Después tuvo
otros tres hijos varones y tuvo que salir a buscar”, bromea. Humberto ya se
está abrazando con un obrero, y con otro, y con otro más. Los abrazos se trasladan
instantáneamente a “las mellizas”, como les dicen acá, y también a don Cano.
Son abrazos prolongados, intensos, tanto que no se sabe cuándo empieza el
recién llegado y cuándo el que da la bienvenida.
Se
abrazan, suspiran, se emocionan, toman aire y se vuelven a abrazar. Hacen bien. No se vive una resurrección todos
los días.
Están
en la Bodega Tittarelli, en La Forestal, del distrito rivadaviense de La
Libertad. Vivieron allí durante años y dejaron su vida allí cuando partieron y
la bodega entró en decadencia. Cuando pasó de manos de los Tittarelli a otras
manos.
Pero
hoy todo es distinto. Una compañía de informática de Rosario, Air
Computers, decidió
comprarla y hacerla renacer. Más allá de la enorme propiedad de 1.100 hectáreas
y de las imponentes instalaciones, bien conservadas pese a la hecatombe, les
interesó la marca. Tittarelli supo ser uno de los mejores aceites de oliva del
mundo. También elaboró vinos de excelencia e impuso algunos con identidad
propia, como el Lambrusco.
En esta
mañana soleada, mientras la emoción atropella, sale a recibirlos Daniel Gómez,
uno de los responsables de la compañía rosarina. Es joven y foráneo, pero ya ha
escuchado hablar mucho de las mellizas Trefontane, de don Humberto y de don
Cano. “Esta es su casa, mucho más que la nuestra”, les dice. Desde que se ha
bajado del auto en enólogo Panella, maestro de generaciones, despliega una
verba incontenible. Ha estado callado por demasiado tiempo. Y el rosarino queda
impactado por semejantes conocimientos de la profesión y del lugar en donde se
encuentran. “¿Quiere volver a trabajar acá?”, le ofrece sin vueltas a Humberto
Panella. Y Panella acepta, no sin antes recordar que ya tiene una vida de
esfuerzo cumplida y que ahora deberá poner límites de horarios para el trabajo,
“pero no habrá problemas si algún día hay que quedarse hasta las 10 de la
noche”, dice, embriagado por volver a respirar ese aire conocido.
Este
diario había convocado a los cuatro a Tittarelli para recorrer y recordar con
ellos, pero todo se ha distorsionado. La emoción ha podido más. Ya no es una
nota. Es una resurrección., una revancha. El retorno.
Humberto
Panella sigue hablando. “Yo empecé a trabajar acá el 8 de enero del 70. Antes
estaba con don Domingo Catena y Cayetano Sanmartino, que era el gerente en ese
momento de Tittarelli, me fue a buscar. Me dijo: Don Pacífico (uno de los hijos
de Enrico, fundador de este templo aceitero y vitivinícola en 1915) dice si
querés ir a trabajar con él. Yo dudé. Catena estaba en pleno auge. Había Arizu
y se despachaban 25 millones de litros por mes. Pero vine. Cuando tuve la
primera entrevista con don Pacífico me puse un pullover rojo y me acuerdo que a
él no le gustó mucho. Pese a eso empecé a trabajar y me quedé hasta el mes de Julio
de 1991. Fueron 21 años y seis meses… ¡Ehhh, don Luppi! ¡¿Cómo dice que le
va?!”, y se abraza con el mentado, a quien no ve desde esa fecha. Luego,
después de darle varias palmadas en el lomo a Luppi y de explicar: “acá somos
todos como una familia”, sigue
escurriendo recuerdos: “Cuando llegué esta era una empresa que trabajaba mucho
la aceituna y se hacía mucho aceite, pero la bodega era más bien trasladista y
tenía poco fraccionamiento. En cambio preparábamos y exportábamos a Brasil más de un millón de
kilos de aceitunas. Toda la producción se ponía en barricas de madera de álamo.
El tonelero era don Sosa y le ayudaba don Rojas. Le echábamos 180 kilos de
aceitunas bien preparadas a cada una. Después, en el 74, entró otro gerente, Eugenio Bartolini, y comenzamos con el fraccionamiento
y terminamos siendo líderes con los vinos de producción propia. Allí nació el famoso
Lambrusco, de Tittarelli. Llegamos a vender un millón de litros de vino
fraccionado por mes”.
Las
mellizas Trefontane son bajitas, simpáticas y solteras “a Dios gracias”, dicen
ambas. Todavía tienen los ojos húmedos y en la mejilla izquierda de Rosa
sobrevive una lágrima. “Empezamos a trabajar acá a los 14 años, cuando salimos
de la escuela y continuar con los estudios era casi imposible. No había
colectivos y salir del bosque de La Forestal a las 7 de la mañana para tratar
de llegar a la ciudad era imposible. Además nuestro padre Salvador, que
trabajaba en Tittarelli como mecánico, no estaba en condiciones como para
llevarnos todos los días. Entonces, cuando terminamos 6 grado, nos fuimos a pasear
a Buenos Aires. Estuvimos tres meses, hasta que nos mandaron una carta
certificada, que en aquel en entonces era cosa seria, en la que nos decían que
nos viniéramos para empezar a trabajar. Y aquí estuvimos, hasta que cumplimos
60 años y nos jubilamos. Mi primer trabajo fue clasificar aceitunas en la
cinta. Después fui encargada en la fábrica de aceite y también estuve en el
control en el del depósito de los insumos”. Rosa sacará pecho un rato más
tarde, cuando un joven empelado nuevo alabe una lata de aceite producida a
mediados de los 2000, cuando Tittarelli ya era de otros y estaba en decadencia.
“¡Ese aceite no es el nuestro! Todavía me quedan en casa algunas latas del que
hacíamos ¡Ya le voy a traer una para que lo pruebe y lo analice!”. Luego dice
que cuando se jubiló se fue y no volvió más… hasta hoy. “Extrañaba, pero me
dijeron que esto estaba muy triste y no quise venir. Pero ahora me siento bien”.
Entre
tanto Humberto Panella sigue hablando. Cuenta que haya por el 73 o 74, cuando
se estaba construyendo el carril Florida, también se hicieron los dos
impresionantes sótanos de la bodega, uno debajo de otro. En el más profundo hay
una cava increíble, única, en donde en pleno enero no hay más de 14 grados en
pleno mediodía de enero. “Estaba trabajando una máquina de Vialidad, una
Caterpillar Deutz que manejaba el Jeta Gil. Le propusimos que los fines de
semana, cuando no trabajaba en la ruta, nos hiciera la excavación para hacer el
sótano, pagando las horas extras y el combustible. Lo autorizaron y así lo
hicimos. Después, con la misma máquina arrancó todos los olivos que había allá
enfrente. En un día sacó 600. Después plantamos ahí 40 hectáreas de espalderos
de cabernet”.
No
hablan de su trabajo. Cuentan de su vida. Rememoran como si se tratara de
recuerdos familiares. Dora Ramona Trefontane dice que con 14 años trabajar “era
como un juego”. Dice que “ganábamos 25 pesos. Hacíamos cualquier trabajo”.
Después muestra la inscripción de la medalla de oro que lleva colgada y que se
puso especialmente para esta ocasión. Dice: “2002” y se la regalaron el día en
que se jubiló. “Nunca había vuelto. No quise. Me habían dicho que era
deprimente. Pero ahora estoy contenta”.
Arturo
Cano dice que su título de perito mercantil le bastó para terminar llevando las
cuentas y los papeles de una de las bodegas más importante del país. “En ese
tiempo había pocos contadores”, cuenta.
Entre
todos recuerdan y pintan el perfil de don Pacífico Tittarelli, la figura más
fuerte de la familia y que ha quedada grabada en forma indeleble en los cuatro,
no solo en la memoria sino también en el corazón. “Era un hombre único”, dice
una de las mellizas.
Carismático,
emprendedor, generoso, de muy buen trato con los empleados, todos lo destacan
como un hombre que sabía generar un clima amable de trabajo intenso y que no
era mezquino al momento de reconocer el esfuerzo.
“Todos
los fines de año, junto con el sueldo y el aguinaldo, pagaba otros dos sueldos
más como reconocimiento”, cuenta Humberto Panella. “Además, a los más
destacados, les había comenzado a regalar 10 hectáreas de finca, con tres
hectáreas cultivadas. Por desgracias se murió el 24 de abril del 78, antes de
que me llegara el turno”, dice el enólogo, tratando de quitarle pena al
recuerdo.
Pacífico
fue el que ideó, dibujó, diseñó y mandó a construir la mítica Bodega del
900. “Le dio el proyecto al arquitecto
Santiago Monteverde, que fue el que la levantó. Todo lo que se ve hoy ahí lo
hicieron los empelados en los talleres de Tittarelli. Hasta esa tremenda araña
que está en el centro del salón principal”, recuerda Humberto. Fue inaugurada
un mediodía del 74 y don Pacífico invitó a todo su personal a almorzar. Hubo
tallarines. Luego, todos los viernes y por orden de antigüedad, un empleado era
invitado a comer gratis allí y podía llevar a otros 6 comensales. “Don Pacífico
estaba siempre allí”, dice Dora Trefontane. “Él nos conocía bien a cada uno (en
las mejores épocas de Tittarelli, entre personal de la bodega, la aceitera y
las fincas trabajaban 400 personas) Si usted iba y si no se acercaba a
saludarlo, él mandaba un mozo a buscarnos. A veces no nos acercábamos por
vergüenza, porque estaba conversando con gente muy importante, pero él se hacía
el tiempo y nos llamaba y conversaba con nosotros en el medio de la comida”.
Ha
pasado el tiempo. Los antiguos empleados recorren la bodega a paso sosegado.
Vuelven a mirar esos rincones que tantas veces han extrañado en los últimos
años. Los recuerdos se amontonan. Las emociones también. Cada uno tiene su
historia y todos tienen una única historia en común: La vida en Tittarelli.
Entre ellos han mezclado padrinazgos de hijos o sobrinos. Se han visto seguido
y también se han dejado de ver. Han llorado juntos la muerte de un viejo compañero
de trabajo y también se han alegrado por algún nacimiento. Han vivido, en
definitiva.
Hoy han
regresado. En realidad, nunca se han ido del todo.
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