lunes, 29 de julio de 2013

Los años dorados del Copacabana



Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Allí comenzaba y terminaba todo, desde las fiestas hasta los velorios. Era el nudo de la vida social de toda una comunidad. El Copacabana, al lado del cine y del banco, frente alclub. En medio de una pujante ciudad ferroviaria de grandes corsos, de carnavales, de escenarios con orquestas famosas como la de Alfredo De Angelis. O con Palito Ortega en su esplendor.

Era el Copacabana, de Palmira, adonde venían desde Mendoza para tomar helados artesanales. “Nosotros éramos de Rivadavia. Mi abuelo era contratista de viña y mi padre, Salvador, trabajaba con él. Pero tenía un problema en una rodilla y le molestaba mucho, entonces terminó poniéndose un barcito muy modesto en 25 de Mayo y San Isidro. Después el Toto Abdo le ofreció a mi papá que se hiciera cargo de la cantina del club Palmira”, cuenta el dentista Carlos Romeo, el mayor de los hijos de Salvador y Antonia, el matrimonio que sin imaginarlo crearía el punto de encuentro por excelencia de la ciudad más próspera del oeste argentino de las décadas del '50, '60 y '70.

“Nos vinimos y vivíamos en el mismo club, todos amontonados en una piecita que estaba al fondo de la cancha de bochas”, recuerda el primogénito, que por ese entonces ya tenía tres hermanos: Nina, María y Ramón, más conocido como Toto. Sólo faltaba que naciera Gladys para completar la familia.

Fueron años de esfuerzo para los Romeo. Salvador, además de atender la cantina del club, hacía el mismo trabajo en los grandes bailes que se organizaban en la pista Canto, el gran salón –hoy sólo un baldío– que
estaba en la primera cuadra de la calle Garibaldi y en donde, según cuentan, también supieron funcionar el restorán La Huella y el bar La Copa de Leche, que entre sus méritos supo tener como devoto cliente a Nicolino Locche.

“Mi padre finalmente pudo negociar con el Negro Castro, que era el dueño del edificio, y puso el Copacabana. Eran años buenos. Lo fue para nosotros, para Palmira y para el país”, dice el odontólogo Carlos Romeo.

Salvador se encargaba de comprar la fruta, la leche y el resto de los insumos. Antonia, de fabricar los helados, “porque era la única que sabía”. Después el resto de la familia aprendió cómo fabricarlos y las copas de acero inoxidable del Copacabana se hicieron famosas. “Venía gente de todos lados a Palmira a tomar esos helados”, cuenta Quito Benegas, un hombre que supo ser uno de los tantos niños que veían ese lugar sobre la avenida Alem como un paraíso terrenal.

Entremos a ese salón bullicioso
Está el Toto Abdo hablando de fútbol junto con algunos jugadores del club. En otra mesa Antonio Leda y el Gordo Ledesma discuten de política, como siempre. Uno radical y el otro peronista. Alrededor de ellos se reúnen algunos que hacen acotaciones y, sin quererlo, terminan tomando partido por uno u otro.

Más allá, en otra mesa rodeada por curiosos, se juega una partida de tute. En esta mano don Jorge Tanús lleva las de ganar. Ahora entra al Copacabana Moisés Chabán, que ya ha cerrado su lavadero. En un rato  aparecerá su hermano Juan, que tiene la virtud de que no se le ha conocido trabajo alguno. Con él vendrá Julio César Baduí, impecable como siempre, que dejará estacionada su Estanciera en la puerta. Es un dandy.

Luego de un café partirá a la ciudad de Mendoza y elegirá una boite para bailar hasta las 5 de la madrugada. Y también llegará el Fanfa Alonso. Y Marrucho Pizarro, que también ya bajó las persianas de la gomería.

En la parada de taxi del quiosco Kapel está Ángel Aruta esperando un viaje. En un rato tendrá mucho trabajo, cuando los que dan la vuelta del perro en el paseo Juan B. Justo decidan regresar a su casa. En la otra parada, la de los hermanos Trippi, ubicada frente al club, el cine y el Copacabana, está Tufano Trippi. Como siempre se ha echado a dormir en los asientos delanteros mientras espera pasajeros y saca los pies por la ventanilla del conductor. Y como siempre tiene puestas medias blancas y alpargatas colocadas como chancletas.

Alguien pasará y le colgará en ellos una bolsa con mugre. En el salón el Gordo Chanchi hará sus bromas y lanzará una de sus estruendosas carcajadas que, según dicen, se escuchan hasta en San Roque.

Puede ser que llegue también César Úbeda o Hugo Pichula Guajardo, todo depende de quién esté de guardia y a cargo de manejar la ambulancia del Policlínico Ferroviario. Pero no todos estarán en el Copacabana. También habrá parroquianos en el bar El Mundo, de don Raimundo Acuña. Otros simplemente esperarán que empiece la función trasnoche del cine Colón para ver a la Coca Sarli, o elegirán el bar El Tufik, o simplemente buscarán novia en la avenida.

Hoy no es una noche especial. No es noche de carnaval, de corso, de kermés en la calle. Hoy está casi todo el mundo, pero no todo, como ocurre en esos días de festejo pagano. Aun así, hay que esperar mesa en el  Copacabana.

Los Romeo van y vienen sin detenerse un instante, tratando de atender a todos. Salgamos. Salgamos al presente. El Copacabana es escombros. El cine también. Ya no está el taxi del Tufano esperando en la puerta ni asoman sus pies por la ventanilla. Ya no hay nadie. Todo se fue con el último tren.

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