lunes, 22 de julio de 2013

La ciudad en donde el tiempo se detuvo


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
El tiempo se detuvo. Ya nadie llega tarde en San Martín, nadie anda apurado, nadie envejece. Este instante es eterno. Algunos forasteros que andan de paso sostienen que todo se paralizó hace unos dos años, pero aquí dicen que eso es rotundamente falso, que el paso del tiempo es algo relativo y que no hay ley que diga que uno no pueda vivir eternamente un único instante.
Sin embargo, los defensores del momento infinito aceptan que esta situación no es absolutamente idílica y produce algunas confusiones. Para los que miran el reloj de la Municipalidad desde el norte, son las 3.15; para los que lo observan desde el oeste, son las 3.34; para quienes están al sur, son las 2.32 y para aquellos que pasan por el Este del edificio, son las 9.40. Entonces, si hay cuatro amigos que acuerdan encontrarse en algún lugar, deben establecer cuál punto cardinal tomarán como referencia.
Y para completar, el viento en San Martín siempre sopla del mismo lado. Así lo certifica la veleta que corona al Palacio Municipal y que siempre señala que Eolo sopla cruzado, desde el noroeste.
“El que se mandó la macana con el reloj es uno que trabaja en la Municipalidad y que se puso a hacer algo con las luces de la cúpula. Yo les dije que abrieran un hueco y pusieran una puertita para pasar, pero no me hicieron caso y desarmaron la maquinaria del reloj. Después no lo pudieron armar nunca más”.
Quien cuenta este episodio sucedido hace unos dos años –tiempo medido fuera del territorio sanmartiniano– es Antonio Américo Fortte. Hoy tiene 81 años, está jubilado “y muy viejo para subirme por esa escalerita de hierro hasta el lugar donde está el reloj y poder repararlo”, dice.
Don Antonio está en su casa del barrio Córdoba y no abre la reja. Contesta desde adentro. Son tiempos en los que no se puede confiar en desconocidos. Además, no quiere fotos, “no puedo salir con esta facha”. Eso no le impide ser generoso en el relato.
“En 1980 entré a la Municipalidad y les pedí que me dejaran revisar la maquinaria del reloj, que estaba parado desde hacía mucho tiempo. Me daba mucha pena verlo así. Después de insistir bastante, me dejaron revisarlo y arreglarlo y luego me incorporaron a la planta permanente de la comuna”, cuenta.
Desde ese momento y hasta su jubilación, en 1996, Antonio Fortte trabajó en la Municipalidad manteniendo en funcionamiento el reloj, al que le adaptó un sistema de péndulos y pesas para que nunca dejara de funcionar.
“También me dedicaba a arreglar el reloj que marca el ingreso y egreso de los empleados, mantenía la instalación eléctrica y las líneas de teléfonos”, cuenta. Los empleados más viejos de la Municipalidad dicen que Antonio fue y es el único que entiende esa máquina, diseñada y armada por otro relojero mendocino en los años ’40, ya fallecido.
Antonio trabajó con su padre desde niño. El hombre era carpintero y él lo ayudaba. Dice que no pudo terminar los estudios formales, pero que eso no le impidió seguir adquiriendo conocimientos. “Aprendí relojería por correspondencia en la Escuela Suiza de Buenos Aires”.
Ese fue su oficio, pero no el único trabajo, ya que su habilidad manual hacía que lo llamaran de bodegas para hacer reparaciones en las máquinas.
“El problema es que ya nadie se preocupa por conservar los objetos antiguos, aunque tengan mucho valor histórico”, dice. Además, asegura que el reloj de la Municipalidad de San Martín no es el único de la zona que ha caído en el olvido. “La iglesia de Rivadavia tiene un reloj con un carrillón maravilloso y hace años que no funciona. El padre Luis era el único que se preocupaba por él. Cuando dejó esa iglesia, el reloj quedó olvidado.
Además, a algunos les molestaba ese juego de campanadas que marcaba la hora cada 15 minutos”, recuerda Antonio.
Fortte también se encargó durante años de mantener en funcionamiento el reloj de la iglesia de Rodeo del Medio. “Ahora no sé si está funcionando. No hay quién le ponga un poco de dedicación a mantener estas maquinarias. Me acuerdo que algún bruto una vez lo lubricó con gasoil en lugar de aceite”, dice.
Cuando pasa por el centro de la ciudad, Antonio sufre. Le duele ver las manecillas quietas, siempre marcando la misma hora. Dice que él conoce al intendente y que este se interesaría en hacer reparar el aparato, “pero no me dejan verlo. Cada vez que fui, regresé sin poder conversar con él”.
Dice que está viejo y que no puede subir esa larga escalera de hierro, totalmente vertical, que sube hasta la cúpula donde está el reloj. Pero sostiene que podría colaborar con su consejo y orientar a los más jóvenes.
Mientras tanto, en San Martín el tiempo no transcurre. Se ha paralizado hace dos años. Todos viven el mismo momento, una y otra vez. Y algunos se mueren, sin saber por qué.

No hay comentarios:

Publicar un comentario