lunes, 19 de agosto de 2013

No me digas adiós


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Hay personas que enriquecen la vida de los demás sin saberlo, casi sin buscarlo, con enorme naturalidad. Lo hacen por generosas, pero esa generosidad la llevan tan incorporada en su carácter que la aplican en cada acto sin esfuerzo ni alharaca. Aportan a la vida de los otros y después se van silenciosamente, con la misma modestia con la que llegaron.
Sara era canosa, más bien bajita y redondita. Usaba anteojos y el pelo recortado. Pese a su condición extremadamente humilde, se vestía sencillamente pero con prolijidad. “Que te vean con la ropa remendada, pero limpia”, aconsejaba.
Eran principios de la década del ’70. Ella tendría unos 50 años en esa época o quizás algunos más. Pero era una de esas mujeres gastadas por el trabajo y las privaciones, y se movía con lentitud, aunque con destreza. 
Vivía en un barrio marginal de la ciudad de San Fernando, en el Norte del Gran Buenos Aires. Su casa estaba “del otro lado” de la Panamericana, cerquita de la antena de radio El Mundo y casi pegada a un potrero en donde los fines se armaban picados ásperos. Jamás se vieron finales de campeonatos profesionales tan disputados como esos partidos entre ignotos jugadores.
Sara trabajaba de empleada doméstica en una casa de esforzada clase media. Su patrón la había contratado como una medida de urgencia más que por comodidad. Había enviudado hacía poco y tenía dos hijos que criar: uno de 5 años y el otro de 8 meses, y no tenía familiares que pudieran auxiliarlo en la atención de los niños cuando salía a trabajar.
Pese a la resistencia natural del hermanito mayor por cambiar a su madre por una desconocida, la nana se fue ganando el cariño de los pequeños con mucha paciencia y enorme ternura.
Sara no sabía leer ni escribir, y cuando el mayor de los niños empezó la escuela primaria fue aprendiendo junto con él. Se sentaba con el pequeño mientras este cumplía con las tareas y las hacía ella también. Entre tantas virtudes tenía la de avergonzarse por tener que pedirle ayuda al niño para hacer la “A” o las primeras sumas.
A cambio de eso, ella le regalaba unos riquísimos relatos de su pasado, que a su compañerito de estudio le sonaban como los mejores cuentos. El chico muchas veces prefería convencer a Sara para que le contara alguno de sus recuerdos antes que ir a dar una vuelta a la manzana en bicicleta.
No era difícil convencerla. Al segundo ruego la mujer ya rescataba alguna experiencia de sus años mozos.
Pero la mayoría de los relatos estaban estrechamente ligados a la historia reciente de la Argentina. Sara tenía grabados a fuegos los años de Perón y Evita, los golpes militares y el significado que tuvo para la gente como ella los vaivenes políticos de las décadas del ’40, ’50 y ’60.
Por eso era peronista y por eso le enseñó al niño, por expreso pedido de él, la versión completa de la Marcha Peronista, esa que ya casi nadie recuerda. Ahora sólo se entonan versiones acotadas de la original. Lo mismo ocurre con el Himno nacional que, si se cantara completamente, consumiría todo el tiempo de los actos escolares actuales.
Cierta noche, en medio de la cena, el mayor de los hermanitos tuvo la ocurrencia de cantar la marcha recién aprendida. Era lo primero que memorizaba completamente, antes incluso que de los versos de la escuela. Su padre, sin definición política clara, se espantó y le prohibió a Sara seguir con esas enseñanzas, orden que ni ella ni el niño respetaron y siguieron con el ritual en la clandestinidad.
Era la misma clandestinidad de los movimientos de la juventud peronista de esos años, en un país que todavía gobernaban los militares, Juan Carlos Onganía, primero, y Eduardo Agustín Lanusse, después.
Por las calles de San Fernando se podían leer las pintadas “Perón Vuelve”, hechas con brocha gorda y con pintura negra o blanca. Cada tanto también pasaba algún grupo tocando bombos y cantando la marchita. No eran manifestaciones. Más bien eran grupos que, a paso veloz y mirando hacia todos lados para detectar a la policía, trataban de hacerse sentir y sumar algún adepto.
El niño se ufanaba de saberse la letra y el motivo de esas urgentes caminatas por las calles del barrio.
Sara no mostraba ningún temor por ese momento convulsionado. Al contrario, le contaba al niño sobre su esperanza de que esa vuelta se concretara. “Tarde o temprano, va a volver”, le decía.
La mujer sólo tenía un miedo, casi irracional, que posiblemente no tuviera ninguna relación con la política y sí con su vida. Pero jamás quiso hablar de ellos. “¡No me digas adiós!”, le rogaba al niño cada vez que debían despedirse. “Adiós es no verse más”, decía, casi al borde de las lágrimas.
Quizás sabía que llegaría el final. Un día, sin demasiados preparativos, el padre de los niños decidió que era tiempo de mudarse y que posiblemente a la reducida familia le aguardaba un futuro más próspero en el sur, a 1.800 kilómetros de San Fernando.
Entonces embaló sus cosas, cargó una parte en un furgón del tren Arrayanes del Ferrocarril General Roca y otra parte en su Rastrojero 58 y partió.
Antes de despedirse, Sara le regaló al niño un librito de encuadernación roja. “Lo que el diccionario no contiene. Ortografía”, decía la portada. Adentro, en la página 608 y con una lapicera 303 con cartucho de tinta azul, la mujer escribió con letra cursiva y temblorosa: “Un recuerdo para mi querido amiguito”.
Sara quedó llorando cuando la familia subió a la chata. No se despidió, sólo rogaba: “No me digas adiós”.
El niño nunca más supo de ella. Ni siquiera supo jamás su apellido, como para intentar un reencuentro. Pero no hay para él una figura más fuerte de su infancia, ya demasiado lejana.

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