viernes, 4 de diciembre de 2015

Don Tito


Creo que fue (más o menos) en el 85. Don Tito era un hijo de polacos, más polaco que argentino. Vivía en algún lado de la zona norte del Gran Buenos Aires. Se tomaba el tren Retiro / Tigre. Creo que se bajaba en alguna estación de la mitad de recorrido, que bien podría ser Acassuso, quizás Martínez.

Era el encargado diurno de un lugar concheto de Recoleta de la calle Quintana, que en una vereda tenía un restaurante, en el subsuelo un boliche y en la vereda de enfrente una especie de pub exclusivo, en donde van los que tienen plata a gastar su plata. La empresa tenía ese lugar y otro igual en Punta del Este.

Don Tito era una especie de capataz que le ordenaba a los peones de maestranza y de mantenimiento  lo que debían hacer, para acondicionar ese complejo, que solo abría de noche.

En ese tiempo Don Tito debe haber tenido entre 55 y 60 años, pero parecía más grande. Tenía un poco de sobrepeso y su salud era inestable. Tenía problemas de presión y esas cosas y tomaba varias pastillas.

Era un tipo bueno. Era amable, muy atento a lo que decían sus patrones y, como la mayoría de los voluntariosos incondicionales, solía cometer el pecado de los chupamedias y los delatores. Pero, aún así y con su “tropa”, intentaba que nadie perdiera el trabajo.

Un mozo que trabajaba allí por la noche, me recomendó para cubrir un puesto vacante en mantenimiento. Así conocí a Tito.

Nunca fui un técnico ni nada, pero siempre he tenido la virtud de encontrar formas prácticas para resolver problemas complejos y esa fue lo único que me permitía hacer mi trabajo con cierta dignidad.

No éramos un grupo grande de trabajadores. No más de 15. La mayoría eran paraguayos y peruanos. Buena gente. Pero ninguno quería a Don Tito. Para todos era el jefe y, como corresponde, al jefe había que odiarlo.

A mi Don Tito me buscaba para hablar. Me contaba de sus padres, de sus orígenes, de su historia y le resultaba interesante mi capacidad para improvisar soluciones.

La mañana de cierto día de diciembre, cuando comienzan las reuniones familiares o entre amigos para despedir el año, cuando llegué al trabajo encontré a Don Tito en un estado calamitoso. Parecía estar totalmente borracho. Con mucho esfuerzo, pudo contarme que no había tomado mucho, pero había mezclado sus medicamentos con alcohol.

Lo ayudé a caminar hasta un sofá que había en el pub e hice que se acostara. Mis compañeros, aprovechando que estaba casi desmayado e indefenso, comenzaron a descargar la bronca contra el jefe. Le llenaron la cara de mayonesa, le sacaron y tiraron los zapatos a la basura y cosas como esa.

No sé por qué. A mi Don Tito me daba pena. Me parecía que su sumisión hacia los patrones era producto de su miedo a quedarse sin trabajo y a no poder conseguir otro, debido a su edad y su salud delicada.

Comencé buscar teléfonos de la familia del Tito y a avisar que el viejo debía ser llevado a su casa o a donde fuera. Como a mediodía, alguien lo vino a buscar. Estuvo unos cuatro días de licencia y, cuando regresó, no recordaba nada de lo que había ocurrido. Yo tampoco se lo conté.

Pero un tiempo después, sin saberlo, Don Tito me devolvió el favor. Yo había un arreglo bastante original en un balcón del pub, que había quedado muy lindo.

Al día siguiente Don Tito, me llamó y me dijo algo que nunca olvidé:
-Estuve con el patrón y me dijo que el trabajo que hiciste había quedado muy bien. Yo le dje que lo habías hecho vos y que eras muy capaz. Y, ¿sabés que me contestó?: “Si fuera tan capaz no trabajaría acá”. ¿Sabés por qué te cuento esto? Porque me gustaría que no le des la razón. Podés hacer muchas mejores cosas en tu vida que trabajar acá-

Yo quedé los siguientes tres días en un estado extraño.  Con una sensación rara.

Al cuarto día renuncié y nunca supe más de Don Tito. 
Se debe haber muerto.

Marta


No sé qué edad tenía. Seguramente debe estar todavía allí, porque tenía el espíritu y el andar de esas mujeres eternas, que no envejecen.
Era muy gorda. Tenía el cabello negro y larguísimo, que le llegaba mucho más allá de donde debía estar la cintura. Y se reía. Siempre y a las carcajadas.
Era de una tribu de Mar del Plata y, unos cantos años antes, había conocido a un taxista porteño y solterón, flaco, canoso y que también reía mucho y fuerte.
Se habían enamorado y, después de intentar llevarse a Marta por las buenas, terminó llevándosela por las malas. Se escaparon. “Me raptó”, decía Marta, y soltaba la risotada. Pero atrás de esa risa había una tristeza enorme. Por haber vulnerado las reglas, por no casarse con un gitano y con acuerdo de su padre, había sido expulsada y, por lo tanto, no podía visitar ni a su madre ni a sus diez hermanos.
No habían podido tener hijos. Llegaron a mi pueblo con algo de dinero y se compraron un terrenito en las afueras, donde se hicieron una casa cómoda y con una línea arquitectónica foránea, que no encajaba en el paisaje.
La conocí cuando Marta fue contratada por unas semanas, para hacer de empelada doméstica en la casa de un magnate que vacacionaba por allí. Yo hacía de peón y, en los ratos libres, le ayudaba a Marta en la cocina y en la limpieza del caserón inmenso. Hablábamos mucho y nos reíamos más.
Era el 86. En ese invierno, en una nevada estúpida y cuando ya había caído la noche, tuve un accidente en la ruta. El Rastrojero derrapó y caí a una barranca de 50 metros. Dio una, tres, cinco vueltas. La noble chata no sirvió más y yo sobreviví de pura casualidad. Salí solo de entre los fierros. Sangrando (todavía tengo las cicatrices en la espalda y en las piernas) subí hasta la ruta y caminé los tres kilómetros hasta la casa de Marta, que me recibió en batón y a los gritos, espantada.
Quince días estuve ahí, mientras Marta me curaba. Juntos vimos a Argentina salir campeón en el Mundial de México.
Después me fui, otra vez, a vivir a alguna otra parte.
A Marta la vi un par de veces más. Siempre gorda, siempre con el cabello larguísimo, siempre riendo.
La recordé hoy, no sé por qué. Quizás ella esté recordando a ese muchacho desorientado y herido que cobijó en su casa.
O, tal vez, haya pensado en ella porque posiblemente detrás de cada risa siempre hay alguna tristeza. Y viceversa.