domingo, 30 de junio de 2013

El matadero



Texto: Enrique Pfaab

Foto: Horacio Rodríguez

La maza le golpea la cabeza. Cae. Las mismas manos ahora agarran una picana y una descarga eléctrica subraya su muerte. Ya hay otro par de manos esperado para colgarla cabeza abajo, darle un limpio tajo en el cogote y que mane por ahí una catarata de sangre caliente. Y hay 43 pares de manos más, hambrientas, listas para despedazarla sin emoción alguna, sincronizadamente.  
Son las cinco de una madrugada muy fría. Cuando amanezca comenzará a helar. Adentro todo está lleno de un vapor fantasmal. La maza cae, una y otra vez. Trescientas veces, para romper trescientos cráneos. Matará una y otra vez, sin error ni piedad.  En unas horas, reunidos en un quincho, en un restaurante o en la mesa de un comedor, miles celebrarán esta masacre en cadena. Así fue, es y seguirá siendo, por más que se hagan esfuerzos por ignorarlo.
El matadero La Corina está dentro del grupo de los cuatro o cinco más importantes de Mendoza. Lo creó Manuel Baigorria, que todavía hoy y con sus 84 años, aparece en plena faena para limpiar con el chorro de una manguera algo de la sangre que escurre por las canaletas.
La ceremonia se repite todos los lunes, miércoles y viernes de 4 a 9 de la mañana.
Entre trescientas y cuatrocientas reses que llegaron de la Pampa Húmeda y algunas de la misma Mendoza se amontonan en los corrales. Fueron elegidas por los mismos abastecedores que, ya faenadas en La Corina, las distribuirán a los frigoríficos y las carnicerías. Los que tienen buen ojo y que se jactan de vender buena carne habrán elegido animales jóvenes. Novillos sanos y robustos que fueron capados por los dueños de los campos para que ganaran peso rápidamente. “Si vos invitás a un asado y decís que le comprante la carne a Melgarejo, estás certificando que será un buen asado”, cuenta como ejemplo un juninense.
Otros, los menos, resignarán calidad y traerán animales más grandes a precios más bajos. Vacas que ya no son útiles para producir leche o tener cría. “¿Alguna estaba preñada?”, le pregunta un abastecedor a su socio, que estaba controlando la faena. “No”, contesta el interrogado. El hombre tenía la esperanza de que hubiera un ternero nonato. Una delicia para la mesa por más que suene cruel, casi salvaje.  
Las vacas son las más duras en morir. La que pasa ahora sobrevive al primer mazazo, al segundo y hasta al tercero. Recién el cuarto la mata.
En el viaje hacia el matadero alguna res quizás se haya lastimado y hasta haya muero en el corral. Entonces el personal de la Municipalidad y de los organismos sanitarios la controlarán y determinarán si la muerte se produjo por enfermedad o por golpes y si la carne y las vísceras son aptas para el consumo. “Revisamos si hay algo anormal, si se puede aprovechar la totalidad del animal, parte de él o si hay que quemarlo”, cuenta Antonio Palacios, de la Municipalidad de San Martín. El hombre viste y se ve igual que el resto de la gente que está en el matadero: ropa y botas blancas manchadas de rojo, que serán lavadas sistemáticamente cada vez que termine la jornada.
Los animales de cada abastecedor van entrando por turno. Van hacia un embudo que las obliga a encolumnarse, una tras otra. No saben hacia dónde van, solo siguen mansamente a la que va adelante. Igual que el Hombre. En su paso un obrero las va bañando con una manguera. “Es para sacarle el stress que les produce el viaje”, explica Santiago Lana, encargado de La Corina.
La siguiente secuencia ya ocurre dentro del edificio. También por turno las reses van llegando a su última estación. Allí, subido en una plataforma que le permite estar por arriba del animal, un hombre joven las espera. La res queda atrapada entre dos compuertas. El hombre levanta la maza y la deja caer con fuerza sobre la cabeza del animal, que recibe el golpe y se desploma instantáneamente. Ya tendida en el suelo el mismo hombre la toca con la picana, que produce una descarga eléctrica fulminante, definitiva. La res hace un último movimiento espasmódico. Entonces el obrero abre la compuerta y deja que el cuerpo inerte resbale hacia el comienzo del descuartizamiento.
El mazazo, el golpe de electricidad, la caída del animal, sus ojos abiertos, su cuerpo caliente y vaporoso, son la primera parte del rito. Podría decirse que siendo producto de una cultura carnívora, uno debería ser inmune a las emociones. Podría razonarse que sin carneo no hay delicias ni placer. Pero no. En ese instante solo se siente la presencia de la muerte, llegando una y otra vez en cada golpe, desalojando a la vida en un segundo por más que esa vida sea la de un animal nacido para el engorde. Santiago Lana reconoce que es así y que la acumulación de matanzas termina afectando en cierta manera el espíritu del matador. “Por suerte acá trabaja gente tranquila. En otros mataderos el ambiente es mucho más bravo”, dice.
A partir de allí el cuerpo del animal, todavía caliente, comenzará a transitar por una cadena de faenadores.
El primero le sujetará una cadena en una de sus patas traseras y elevará la res con un aparejo hasta colocarla al comienzo de un riel superior que la guiará por todo el trayecto. Ese primer obrero, con uno de los dos enormes cuchillos que todos llevan en la cintura, le hará un corte casi en el mismo lugar de la cabeza donde recibió el golpe. Ese corte será suficiente para que desde allí se empiece a cuerear la res. Además, ya colgada cabeza abajo, le hará un tajo en el cuello y por allí saldrán diez litros de sangre en un solo borbotón.
Luego, mientras la res va avanzando por el riel, se le cortarán las manos y las patas a la altura de la primera coyuntura. Después se le irá quitando el cuero como si fuera una media, desde la cabeza hacia el rabo. Los operarios apenas ayudan ese proceso con la punta de sus cuchillos. Luego vendrá la decapitación y la extracción de las vísceras. Más adelante una sierra la abrirá al medio, por la barriga,  y otra terminará de partirla en dos.  Todo esto estará acompañado por constantes chorros de agua caliente que la irán limpiando. Ya en el final, el riel se bifurcará en otros ramales. Todos concluirán en la cámara frigorífica donde la temperatura está varios grados bajo cero. Es difícil caminar por allí. Una capa de hielo cubre el piso. Las medias reses permanecerán en ese lugar un mínimo de 24 horas, para que la carne (ya no es otra cosa) se conserve perfecta hasta que llegue a las grandes heladeras de las carnicerías. Tanto frío hay en la cámara que al salir al exterior la madrugada bajo cero parece un amanecer primaveral.
En el costado norte del inmenso edificio hay una gran galería, con distintas puertas que dan hacia las “estaciones” del riel del descaurtizamiento. Por cada una de ellas sale algo de la res. En la primera, las pesuñas. En la otra, el cuero. Luego la cabeza. Allá las vísceras. La grasa. “Se aprovecha todo, absolutamente todo”, dice el encargado Lana. Frente a la salida de cada puerta hay un camión o una camioneta, esperando la carga. Una espera los huesos, que se convertirán en harina para agregarle nutrientes a los alimentos balanceados de perros y gatos. Otro transporte es cargado con las achuras. La mayor parte de la grasa será jabón. Aquel cargará los cueros, que serán salados rápidamente para evitar su descomposición y luego enviados a alguna curtiembre, fuera de la provincia. De ese mismo cuero también saldrán tres capas distintas y que tendrán distintos fines. “Desde guantes de trabajo hasta tapizados de autos de alta gama, que es la gran demanda que hay en este momento en el exterior”, explica el responsable del lugar.
En el extremo oeste del edificio los camiones con cajas térmicas van cargando las medias reses de la faena anterior y parten a hacer el reparto. Cada uno de los abastecedores ha controlado cada paso, desde la llegada del ganado hasta su sacrificio, durante todo el trayecto desde que ingresa vivo hasta su salida del matadero. “Nosotros solo prestamos el servicio de faenado”, cuenta Lana.
Cada animal ingresa con su marca, cada media res sale sellada, controlada y lista para despostada, vendida al menudeo y convertida en un jugoso bife.
Hasta hace unas dos décadas atrás era común que cada pueblo tuviera su propio matadero, más o menos organizado. Allí se carneaba, se despostaba y se repartirá. Luego mejoraron los sistemas de refrigeración y los camiones pudieron transportar a mayores distancias. Ahora hay muchos mataderos abandonados y muy pocos en la provincia que trabajen en forma sostenida.
Allá en el Siglo XIX el escritor unitario Esteban Echeverría escribía lo que algunos consideran el primer cuento argentino: “El matadero”. Más allá de dejar establecida su posición política y su parecer sobre el gobierno de Juan Manuel de Rosas, Echeverría pinta la faena magistralmente.
“La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnados de sangre”.
Hoy no es igual, aunque lo sea. Han mejorado rotundamente las medidas de higiene y sanitarias y también se ha reducido al mínimo posible la agonía del animal. El resto es lo mismo. Los cuarenta y cinco obreros blanden sus cuchillos con una habilidad de temer. La ropa, que a las 4 era blanca, ahora está toda manchada de sangre. Están empapados de sudor y humedad. No descansan un instante. Las reses no dejan de buscar la muerte en esas cinco horas y ellos no pueden detenerse. Son parte de la cadena. Cada uno es un eslabón que tajea y separa. Por eso en el matadero no hay lugar para el descanso ni el refrigerio. Los operarios llegan con su ropa de trabajo puesta, inmaculada, y se van con ella puesta, sangrante. Apenas se lavan un poco las manos y la cara y solo se detienen, apenas cruzado el portón de ingreso, donde un vendedor ambulante de café y tortitas los espera para darles el desayuno.
El carneo en el campo tampoco difiere mucho de este. Una imagen infantil regresa sorpresiva e inevitablemente a la mente del cronista.
Faena familiar. Una vaca ya inútil será el motivo de la reunión, que ha convocado a todos los parientes, indispensables como mano de obra y también para repartir el desposte, ya que no hay heladeras ni nada parecido.
La vaca cae maneada de patas y manos. También el extremo de una soga ya la tiene atada de atrás, mientras que el otro extremo fue pasado por una roldana, que está sujeta a la gruesa rama de un añoso árbol.
Cuando todos ya están listos el dueño de casa saca su facón de la cintura y le hace un tajo en el cogote. La sangre brota y una mujer la junta en un fuentón. El animal va muriendo lentamente. Primero se mueve furiosamente, pero junto con la sangre va perdiendo fuerzas. Cuando ya no hay resistencia los hombres toman un extremo de la soja y comienzan a cinchar, hasta elevar al animal y dejarlo cabeza abajo, colgado de la rama. Luego el proceso es idéntico al del matadero, solo que aquí todos hacen todo sin que la res se mueva de su sitio.
Las mujeres van y vienen, cargando achuras, lavándolas y metiéndolas en baldes, en ollas y en palanganas. Se cuerea, se corta, se desguaza. Se mete todo en bolsas para evitar las moscas, que junto con los perros se han percatado del festín. Cuando la soga quede como único testigo de la matanza ya habrá comenzado a caer la tarde. Mientras los hombres se disputan los sesos del animal, las mujeres cocinan el pan casero y alistan la ubre y alguna entraña.
Los vacunos mueren con los ojos abiertos y así les quedan por siempre. Se les llenan de tierra en el campo y en el matadero de sangre.
Todos los faenadores se parecen, como ocurre en todo oficio o profesión. Sufridos, duros, fuertes, reservados cuando se les consulta sobre su trabajo. “Sería lindo salir en una nota… No. Mejor no”, se arrepiente uno, que había encarado como para contar mil historias. Quizás teman ser catalogados de sanguinarios, de despiadados. “Mejor no saque fotos de esto. A algunos puede resultarles desagradable”, sugiere el encargado, cuando el reportero gráfico apunta su lente hacia el operario que está degollando a la res de turno. Y el reportero acepta la sugerencia, casi agradecido.
Pese a esto el oficio es pasado de padres a hijos y es muy frecuente que quien trabaja actualmente en un matadero haya sido antecedido por alguien de su familia. “Acá hace poco que estoy, pero yo empecé a ir a un matadero de chico, cuando tenía ocho años”, cuenta uno de los obreros. “Primero fui para buscar achuras para llevarle a mi madre y después empecé a hacer changuitas, y ya me quedé”, agrega, entre el ruido de las sierras, que abren las reses como una sandía.
Es cierto. Es una actividad cruel, pero solo el mínimo instante en donde el animal se transforma en alimento. En donde la vida es derrotada por la muerte, como ocurre desde siempre y para siempre. Es cruel, pero deja de serlo si se recuerda la parrilla, las brasas y el cuerito dorado de un costillar.
Está amaneciendo. Ya no quedan camiones con cajas térmicas que cargar. Apenas se continúa llenado las camionetas que se llevarán las achuras y los huesos. La que transporta los cueros ya sale con su último viaje.
Está helando. Los obreros se aprestan a limpiar las instalaciones. Mucha agua, detergente y desinfectante. Todo debe quedar limpio, impecable. La actividad no admite descuidos ni dejadez.
Es la última actividad del día. Algunos ya se están yendo a descansar, cuando el resto del mundo ni siquiera ha comenzado la jornada.
Mañana algunos camiones vendrán a cargar. Pasado mañana otras 300 reses harán fila y caminarán hacia la maza que les molerá el cráneo. Morirán casi sin darse cuenta. Como todos. 

lunes, 24 de junio de 2013

El hombre que sabía llegar a la meta


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri

Miró a su hijo a los ojos, con su tranquilidad de siempre, sin el más mínimo dramatismo, como si se tratara de una charla más. Le dijo: “Mirá Luisito, por la cuenta que vengo sacando me queda poquito. Cuando yo parta no me llevés al cementerio de San Martín. Te lo digo en serio y por dos motivos: el primero es por que si me dejás acá, en Junín, voy a tener cerca el autódromo y cuando haya carrera los fines de semana voy a poder sentir los motores. Y el segundo motivo es que tu mamá está allá, en Buen Orden, y si me llevás con ella me va a seguir rompiendo las bolas”.

Guido Maineri ya había pasado los 90 años y sabía que la línea de meta estaba cerca. Su hijo le replicó: “¡Dejate de hablar macanas, papá!”.

Pero don Guido sabía. Como había sabido siempre. Él era un “llegador” y sabía que estaba llegando. Llegar era una de sus virtudes y así se lo habían reconocido siempre sus camaradas Juan y Oscar Gálvez, Juan Manuel Fangio, y también sus amigos y compañeros de andanzas Oberdan Baldini, el Chapeque Francisco Mazzoni y Narciso Galleguillo, entre otros.

Luisito no quería aceptar ese final. Todavía hoy a Luis Maineri le cuesta aceptarlo. Es difícil creer que su padre, su mejor amigo, ayer, hoy y siempre, no esté junto a él aconsejándolo, haciéndolo reír y mostrándole que sólo hay una forma de transitar por esta vida: con simpleza, con pasión, con espero, con la cabeza abierta como para encontrar solución a cada problema.

Guido Arturo Maineri nació el 27 de noviembre de 1912 en Bizzozzero, en la provincia de Varese, en Italia y murió el 14 de diciembre de 2006, en Junín, Mendoza. Unos días antes, el 7 de diciembre de 2006, sufrió el primer ataque. “Estaba acá, en el sillón. Sentadito. Te imaginás la desesperación que me dio cuando sufrió el ACV. Se recuperó como a los 40 minutos. Cuando se despertó, ya estaba Carlos Redondo, el médico. Entonces el papi lo miró y le dijo: ‘Carlitos, ¿qué pasa?... se me quemó un condensador, ¿no?’. Carlos le dijo que sí, entonces mi papá le preguntó: ‘¿Se me va a quemar otro?, decime la verdad, ¿se me va a quemar otro?, porque me doy cuenta que la corriente mía está medio fulera…’”.

Luis, el hijo de Guido Maineri, recuerda esto mientras llora y se ríe al mismo tiempo. Es que una vez más su padre ha logrado lo que quería: enseñarle que la vida es sólo una serie de circunstancias y que la forma en que se las enfrente las transforma en buenas o malas. Incluido el final.

Durante 94 años, Guido Maineri hizo algunas cosas con su vida. Es una historia fácil de reconstruir gracias a su nieta Antonella Maineri (14). Ella fue la única que tuvo el privilegio de que su abuelo le cambiara los pañales, le diera la mamadera y le trasmitiera la pasión por el automovilismo. Por eso Antonella es la que se encargó de reunir fechas, fotos, nombres e hitos de la historia de uno de los volantes más importantes de la provincia.

En 1925 Guido, con 13 años, se embarcó hacia la Argentina con su familia y se radicaron en Godoy Cruz. Un año después se mudaron a San Martín y en el ’27 Guido comenzó a trabajar en la agencia Ford para ayudar a la economía hogareña. En esa época ya tocaba el violín y el mandolín, e integraba varias orquestas. Pero su pasión ya eran los fierros. En 1932 se puso de novio con quien fue su mujer, Elena Barocchi, y en el ’36 montó su propio taller mecánico sobre la actual avenida Boulogne Sur Mer. Allí también construyó su casa. En el ’37 nació María Élide. Recién en el ’53 llegó su hijo varón, Guido Luis. Pero antes de que naciera Luis ya Guido estaba metido de lleno en las carreras y en la aviación. En mayo del ’45 fue uno de los fundadores del aeroclub San Martín, se recibió como piloto civil y se compró un avión Píper.

El año ’47 fue su gran momento. El 9 de marzo se sumergió en el automovilismo y corrió su primera carrera. Fue en el hipódromo de San Martín, donde actualmente está el autódromo Jorge Ángel Pena. Su auto, como siempre, fue un Ford: en ese mismo año, con el número 91, corrió el Gran Premio Internacional. Salió décimo.

En 1948 se corrió la histórica Buenos Aires –Caracas y la inmediata posterior Lima– Buenos Aires. A Caracas llegó noveno y a Buenos Aires sexto. Pero después de 15.000 kilómetros recorridos y de acuerdo con la suma de tiempos, en la clasificación general quedó en el tercer puesto, detrás de Juan Gálvez y de Daimo Bojanich.



En 1949 participó en lo que él siempre consideró como su mejor carrera: el Gran Premio de la República, con un recorrido de 11.150 kilómetros dividido en 12 etapas. Fue cuarto, detrás de Juan Gálvez, Juan Manuel Fangio y Oscar Gálvez. Su trayectoria deportiva duró hasta 1956, siempre teniéndolo en la línea de llegada, dentro de los primeros. Ese año se retiró “para poder estar más tiempo con su familia”, según cuenta su nieta.

Detrás de Luis hay una vitrina repleta de copas inmensas. Copas verdaderas, las de metal, no de esas de plástico infame que se entregan ahora. Están cuidadosamente envueltas en celofán, cerrado con un moño en la punta. Allí está la vida de Guido. Cuenta su hijo Luis: “Él siempre decía lo mismo que Oscar Gálvez: ‘Las carreras se ganan en el taller’. El viejo fue un detallista. Él metía mano en el auto. Pese a que tenía mucha gente que lo ayudaba, la última apretada de tornillos la daba él mismo. Y siempre se preocupó por tener un auto llegador, más que ganador. Un auto bien armadito”.

Guido y Luis estuvieron siempre juntos. Trabajaron juntos en el taller y también hacían viajes en un camión por el país en épocas de transportistas. Siempre fue así. Hasta los últimos días. Guido no supo quedarse quieto. En el 2000 el autódromo de Junín, ubicado muy cerca del cementerio, fue bautizado con su nombre y en 2005 el propio Guido dispuso que su histórica cupé Ford roja ocupara un lugar en el museo de Ángel Cucco, en Buenos Aires.

“Era un italiano chinchudo. Siempre tenía razón. Como todos los jóvenes uno decía: ‘¡Qué sabe el viejo!’ Pero cuando se da vuelta la página uno se da cuenta de que el viejo sabía… y que siempre sabía más”, dice Luis.

Guido tuvo siete nietos y siete bisnietos. Antonella tiene 14 años y es una de sus herederas. Quizá sea “la Maineri más auténtica, la que tiene en las venas la sangre fierrera del abuelo”.

Un domingo de estos, a la mañana, esta adolescente estará a la vera del circuito del autódromo Guido Maineri viendo las carreras. Mientras tanto, su abuelo las escuchará a la distancia, después de haber cruzado, como siempre, la línea de meta.

lunes, 10 de junio de 2013

Adiós a la infancia


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
Apenas sobrevivían unos pocos pelos en la cabeza de Fito. Eran un manojito insignificante que levemente se enrulaba. Quizás tenía unos 60 años o un poco más. Era de esos tipos altos y robustos, que parecen gordos pero no lo son. Para el pibito de 5 años era una figura invencible, patriarcal, venerable. Sin que él lo supiera, Fito le reclamaba al resto de los integrantes de la familia que el niño no lo llamaba abuelo. Le decía Fito, como todos, y al hombre eso le pesaba.
Era ferroviario desde siempre y socialista desde antes. Uno de los primeros asociados a la Cooperativa El Hogar Obrero. Su carácter fuerte estaba matizado con un espíritu solidario y eso le había hecho ganar el respeto de sus compañeros de trabajo.
Ya de grande había conocido a Mary, una mujer que había sido abandonada por su marido y que como único recuerdo le había dejado tres hijas mujeres. Cuando Fito, que en realidad se llamaba Adolfo Bequi, llegó a la vida de estas cuatro mujeres, las hijas de Mary ya eran grandes y estaban casi saliendo de la adolescencia. Al hombre no le importó eso y se transformó en el jefe del hogar, con todo lo que eso significaba. Mantenía a todos los que vivían en un amplio departamento ubicado en el segundo piso del antiguo edificio de Suipacha 923 de la Capital Federal. Pero Fito imponía autoridad y exigía que se respetaran sus designios. Quizás por eso toda la familia reafirmó una forma de ver la vida cuya semilla ya había germinado antes. Todos eran socialistas y socios e hinchas de Independiente.
Ángela, la mayor de las hermanas, se casó poco después y la del medio,  Nélida, un tiempo más tarde, con un  militar norteamericano y se fue a vivir al nuevo imperio. La menor, Mercedes, fue la última en partir hacia el Sur y formar su propia familia. Ángela tuvo dos hijos, Oscar y Eduardo, y luego su matrimonio fracasó y regresó al nido. Fito aceptó ese regreso con  los mismos condicionamientos de siempre. Su palabra era santa y no se podía cuestionar. Entretanto, Mercedes tuvo dos hijos y un día nefasto murió imprevista e inexplicablemente.
Fito viajó al Sur y se trajo a los hijos de Mercedes, hasta que el viudo se acomodara a la nueva situación. El mayor de los niños tenía 5 años y el menor, 8 meses. El ferroviario convocó a un consejo familiar y ordenó un par de acciones urgentes. La primera  era tratar de distraer al pequeño de 5 años y, como medida inmediata, había que hacerlo hincha del Rojo y llevarlo a la cancha.
Eduardo, el menor de los hijos de Ángela, fue designado para cumplir la misión: convencer al niño de que Independiente debía ser su pasión de ahí en adelante. Pese a que Eduardo ya estaba en la  adolescencia, tomó ese desafío como propio. Mientras aceptaba volver a la infancia y jugar con el pequeño, llevaba adelante una metódica campaña para trasformar a su primito en un nuevo fanático. Tenía a su favor que el equipo de Independiente pasaba por un momento de gloria.
Promediaba 1969. El equipo del Rojo estaba integrado por Santoro, Comisso, Monges, Semenewicz y el Chivo Pavoni. El Pato Pastoriza, Raimondo y Adorno. Bernao, Yazalde y Tarabini.
El niño no opuso resistencia. La fuerte imagen de Fito y el cariño por Eduardo hacían desaparecer cualquier objeción. Pero faltaba el golpe de gracia. Había que llevarlo a la cancha. Entonces, un domingo en que Independiente jugaba de local fueron a Avellaneda. Adentro del estadio se separaron. Fito fue a la platea de vitalicios para ver el partido con sus amigos de la cancha. “¿Por qué no podemos ir con él?”, le preguntó el purrete a su primo, quienes se habían quedado en la platea común. “A Fito no le gusta que lo molesten cuando juega Independiente”, contestó Eduardo.
Fito era así: duro, casi dictatorial.
En la siesta se debía hablar en un susurro para no despertarlo. Cuando se levantaba había que tenerle preparadas las tostadas bien crocantes y el café. El único que ahora podía romper esa rutina era el pibito. Fito le había concedido un beneficio: antes de levantarse de la cama y mientras fingía que todavía dormía, permitía que el niño fuera hasta su cama, que se subiera a ella y que le tirara suavemente de los poquísimos pelos que le quedaban. Entonces, Fito fingía que despertaba sobresaltado y el niño estallaba en carcajadas.
Pero esa ternura desaparecía totalmente en la cancha. Fito no podía ser molestado mientras miraba jugar al Rojo.
Pasó el tiempo. Siete años pasaron. El niño creció. En el ’77 ya era un fanático más de Independiente, ya no vivía en Buenos Aires y seguía los partidos por radio. Era el Independiente de Bochini, de Trossero.
Para esa época, el chico viajó a la capital para visitar a su familia. Fito ya había muerto. El pibe le pidió a su primo Eduardo que lo llevara a la cancha. En esa fecha, Independiente jugaba de visitante contra el  glorioso Huracán de Brindisi, Housemann y Babington.
Esa tarde, el sol pegaba de lleno sobre la tribuna de los hinchas de la visita. El chico terminó insolado y con una derrota de su equipo por 2 a 1.
Fue la última vez que fue a la cancha. No regresó más. Quizás haya influido esa derrota, pero más influyó la ausencia de Fito en la platea. Pese a todo, su pasión por el Rojo no mermó.
Aún hoy dura. Aún hoy, cuando su equipo está en el cadalso del descenso.
Aún hoy, cuando ese pibito escribe estas líneas y entiende que los grandes como el Rojo y como Fito no se van a ninguna parte. Sólo descasan.

jueves, 6 de junio de 2013

El Royal de España


Texto: Enrique Pfaab
Ilustración: Diego Juri
La paciencia ha desaparecido. La urgencia la asesinó. Ya nadie espera ni sabe hacerlo y cualquiera que debe aguardar se siente en medio de un cataclismo, viviendo el apocalipsis.
En un clic el tipo manda una misiva y en otro clic recibe la respuesta. Ni siquiera alcanza a sentir la ansiedad, la expectativa, la incógnita de cuándo y cuál será la contestación. Las cartas han desaparecido. Internet las asesinó cruelmente, sin piedad ni contemplaciones.
Hace no tanto tiempo existió un mundo más amable, donde la espera generaba la incertidumbre, esta, la reflexión y se abría todo un abanico de posibilidades. Las cartas viajaban lentamente y durante ese viaje el tipo tenía tiempo para preguntarse: “¿Se habrá casado?, ¿habrá muerto?, ¿habrá tenido hijos?, ¿me recordará todavía?…”. Ahora el correo enviado y su respuesta llegan en un instante.
Para colmo, los mail no se encabezan con esa introducción casi impersonal que hacía saltear renglones para encontrar el nudo de la misiva, en donde el remitente revelaba su intensión.
Todas las cartas comenzaban más o menos igual. “Mendoza, junio 3 de 19… Querida Amalia: Espero que la presente te encuentre bien…” y el texto avanzaba en los primeros renglones sin grandes sobresaltos emocionales. Pero luego, al tercer párrafo, el tipo lanzaba “… el otro día me senté en el banco de la plaza donde nos juramos amor eterno…” y el papel se estremecía.
Luego de dedicar tres horas para escribirla, el hombre dejaba la carta en el cajón de la mesa de luz un par de días, hasta que se armaba de coraje, escribía la dirección en el sobre con pulso tembloroso, lo cerraba ceremoniosamente pasándole la lengua por el borde engomado, a la mañana siguiente compraba la estampilla y después la metía en el buzón rojo, no sin antes sufrir una última crisis de duda y temor.
Luego se iniciaba la espera. Un extenso e interminable período de un mes y medio en donde el remitente iba y volvía de la angustia a la euforia, de la desesperación a la expectativa. Finalmente, después de esas seis semanas, una mañana aparecía el cartero a entregarle un sobre. Un sello decía “Destinatario desconocido” y el tipo se daba cuenta de que el pasado era eso y nada más: pasado.
Hoy ya nada de eso existe. Ni las cartas, ni los amores perdidos, ni la esperanza de recuperar el tiempo.
El ingeniero Jesús Rubén Azor Montoya tuvo hace unos días la generosidad de rescatar la virtud que tenían aquellos envíos postales.
“Transcurrían los ‘50 en Junín. La villa cabecera por aquel entonces no era más que una pequeña aldea, tenía sólo algunas calles asfaltadas y los viñedos todavía eran visibles a escasos metros de la plaza departamental.
Su población se componía mayoritariamente de inmigrantes provenientes de Europa y algunos de Asia. La colonia española era quizás la más numerosa, engrosada por dos fenómenos que aquejaron a la Madre Patria: la Primera Guerra Mundial, que comenzó en 1914, y la Guerra Civil, desde 1936”, recordó.
El desarraigo siempre genera y alimenta la nostalgia. Esto ocurría con los inmigrantes españoles que vivían en la Argentina. Los que se habían radicado en Junín también añoraban su tierra y sus costumbres y, como cuenta Azor, “en especial uno de los signos más trascendentes de esa comunidad: las comidas”.
Una de estas familias había llegado de España a principios del siglo XX. “Había desarrollado su vida en torno a la producción agraria, más precisamente el cultivo de hortalizas, y después incursionaron en la plantación de viñedos, que ya se había constituido en la actividad predominante”, recuerda el ingeniero. El trabajo intenso y empecinado y su costumbre de cuidar lo que tenían les permitió comprar una casa en el centro de la villa.
“La correspondencia con la tierra añorada era constante y el correo era el vehículo que les permitía mantener el vínculo necesario para aliviar la diáspora que había producido el flagelo de la guerra. Una carta recorría un itinerario tan grande, llevada por distintos transportes hasta llegar a su destino, que había que armarse de paciencia para soportar la ansiedad de la respuesta esperada o para enterarse de los pormenores familiares”, asegura Azor.
Cierta mañana de otoño, el cartero, vestido con su clásico uniforme gris, su gorra visera y montado en bicicleta, hizo sonar la corneta en la puerta de esa casa, anunciando que traía novedades de la lejana tierra, allende los mares.
La alegría no era sólo de los viejos inmigrantes, sino también de sus hijos ya nacidos en el país, ya que estos habían mamado ese cariño por el terruño de sus padres y sus abuelos y también por los familiares que habían quedado allí y que sólo conocían a través de las cartas.
“El tesoro que portaba el cartero era esa vez, a ojos vista, un objeto cilíndrico rodeado de una lámina de papel madera, lacrado, con su correspondiente estampilla y la innegable dirección escrita a mano que indicaba que aquella era la casa en la que se debía entregar”, rememora Azor.
“Con ansiedad, las manos de la abuela, a quien iba dirigida la encomienda, abrieron cuidadosamente el papel y quedó a la vista un tarro de Royal, el polvo leudante de fama internacional, que era un componente esencial en la repostería del mundo”, agrega.
No había ninguna nota en el paquete. Sólo la lata roja con letras blancas. La familia lamentó por unos instantes que no hubiera noticias de la familia lejana, pero de inmediato decidieron hacer honor al envío y las mujeres se pusieron a cocinar una torta, mientras que el resto esperaba ansiosamente probar semejante delicia.
“Extrañamente el efecto no fue el esperado. La torta no se levantó por efecto del leudante. Quedó chata y poco esponjosa. No obstante, era tal el sentimiento y la añoranza por la tierra que comieron el manjar con alborozo, ufanándose del origen del Royal”.
Apenas una semana después, el cartero volvió a llamar a la puerta. Esta vez traía un sobre y, dentro de él, una simple notita con un solo anuncio.
Alguien en España había olvidado colocarla junto con la lata roja. Decía: “Les enviamos las cenizas de la bisabuela Dolores en este tarro de Royal”.